No lloren por Estados Unidos todavía
Por Carlos Alberto Montaner
El señor Donald Trump asegura que bajo su presidencia Estados Unidos volverá a ser un país extraordinario.
Tan pronto triunfe en los comicios,
afirma, recuperará los puestos de trabajo que, según él, se han
trasladado a Asia o a México. Los inmigrantes ilegales y los terroristas
no podrán franquear los muros erigidos en las fronteras. Las fuerzas
armadas de su país serán otra vez imbatibles. Pulverizará a los enemigos
islamistas. Los aliados tendrán que pagarle al gobierno federal por la
presencia de tropas norteamericanas que impiden las invasiones
extranjeras. Pondrá todo su peso como negociador experto en terminar o
modificar los tratados de comercio libre que no favorezcan a Estados
Unidos. El resto del planeta, en consecuencia, comenzará de nuevo a
respetar y a admirar a su patria.
Se trata de un mensaje electoral
efectivo, pero falso, con ciertos elementos de paranoia que pueden
resultar contraproducentes. Stephen D. Reicher y S. Alexander Haslam (Scientific American Mind),
advierten que no hay mayor estímulo al reclutamiento de terroristas
islamistas que amenazarlos con el exterminio. No obstante, el discurso
de Trump conecta con esa parte sustancial del censo que sostiene una
visión pesimista de la realidad social y económica de Estados Unidos.
Ocurre, sin embargo, que es una percepción equivocada.
La verdad es que Estados Unidos, pese a
los problemas que presenta, y a las numerosas patologías sociales que
exhibe, inevitables en una nación diversa y democrática de 323 millones
de habitantes procedentes de todas las culturas, etnias y orígenes, es
la primera e indiscutible potencia del mundo. No hay ninguna nación del
planeta que, por ahora, le dispute la hegemonía.
En el 2016 su PIB está muy cerca de los
19 billones (trillones en inglés). Es el primero del mundo. Con menos
del 5% de la población mundial, el país produce el 20% de los bienes y
servicios que se generan en la Tierra, y su productividad es cinco veces
mayor que la china.
El 86% de las transacciones
internacionales se realizan en dólares. El dólar es la divisa más
importante que existe, y moneda-refugio en épocas turbulentas (como
ahora). El índice de desempleo, en torno al 4.7%, es de los más bajos
del mundo desarrollado, y si bien es cierto que se han destruido empleos
industriales, han sido sustituidos por formas más apacibles y creativas
de ganarse la vida en el sector de los servicios y en la llamada
economía de la información.
Diecisiete de las 20 mejores
universidades del planeta son norteamericanas. Es la sociedad, con
mucho, que patenta más hallazgos científicos y técnicos. El inglés es la
lengua franca de la humanidad. El resto de las naciones imitan,
fundamentalmente, a Estados Unidos. Visten como los estadounidenses. Se
curan las enfermedades como ellos. Componen música como ellos. Bailan
como ellos. Ven sus películas, leen sus libros, hacen sus carreteras,
hospitales, aeropuertos, casi todo, como ellos.
Las fuerzas armadas norteamericanas
disponen de un presupuesto que excede los 600,000 millones de dólares.
Más que todos sus enemigos potenciales combinados: China, Rusia, Corea
del Norte, Irán y Venezuela. Su potencial capacidad destructiva es
asombrosa. Ese aparato bélico no sólo es militarmente temido por el
resto de las naciones, sino probablemente contribuye a la admiración que
despierta el país.
Según la empresa The Anholt-GfK Roper
Nation Brand Index, que encuesta seriamente el nivel de afecto que
internacionalmente despiertan las cincuenta naciones más importantes del
mundo, Estados Unidos está a la cabeza de todas. El 2014, por primera
vez, fue Alemania, pero en el 2015 Estados Unidos recuperó la primacía.
Agréguesele a este cuadro la solidez
institucional norteamericana. Hace pocas fechas la Declaración de
Independencia cumplió 240 años. El país ha tenido presidentes
extraordinarios y personajillos lamentables; periodos brillantes y
mediocres; recesiones y ciclos de crecimiento; esclavos, hombres libres y
libertos; legisladores venales y probos; jueces estupendos e idiotas;
etapas de guerras y de paz; mujeres subyugadas y otras que han
conquistado su espacio social valientemente; minorías silenciosas y
aguerridas. Pero todas estas transformaciones y confrontaciones, algunas
verdaderamente revolucionarias, han sucedido sin que se interrumpiera
la ordenada transmisión de la autoridad, dentro de una legalidad
imperfecta aunque funcional, que le confiere una enorme solidez al país.
¿Hasta cuándo? No se sabe. Tenemos la
melancólica certeza de que todas las naciones hegemónicas algún día
dejan de serlo. Así ha sucedido siempre, pero todavía no hay síntomas de
que Estados Unidos entró en la fase de decadencia, aunque el señor
Trump se empeñe en demostrar lo contrario, y aunque muchos de sus
correligionarios, casi todos blancos, casi todos varones, casi todos
ultranacionalistas y aislacionistas, coincidan en su percepción
pesimista de la realidad. Sencillamente, se equivocan.
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