La semana pasada, el actual secretario general de la OEA, Luis Almagro, sorprendió a las naciones latinoamericanas al invocar la Carta Democrática Interamericana, un tratado de 2001 que ata a los miembros del organismo hemisférico a las normas democráticas y contempla la acción colectiva cuando las mismas sean violadas. En un documento de 132 páginas, Almagro documentó los múltiples atropellos del Gobierno de Maduro y mostró la magnitud de la crisis humanitaria causada por la falta de alimentos, medicinas y energía. Almagro pidió sin vueltas por la liberación inmediata de los presos políticos y demandó que el referéndum revocatorio –buscado legalmente por la oposición y obstruido mañosamente por el Gobierno– se lleve a cabo este año.
Aunque Almagro trató de sacar a los países latinoamericanos de su habitual timidez política, éstos en su mayoría buscaron una salida más protocolar, lo que significa ninguna salida en términos reales. Con el inesperado liderazgo de la Argentina, propusieron el canal del diálogo entre el régimen y la oposición, como si tal cosa fuese posible en las actuales circunstancias y la situación no hubiese ya cruzado el umbral de lo urgente.
Buenos Aires anhela que su canciller, Susana Malcorra, sea ungida secretaria general de las Naciones Unidas, y ella se encuentra en plena campaña electoral. Sus eventuales votantes serán los Estados miembros del foro, con especial relevancia aquellos que tienen asiento en el Consejo de Seguridad, donde de manera no permanente hoy está Venezuela. La castigada oposición venezolana reaccionó indignada, acusando al presidente Macri poco menos que de traidor oportunista. El crudo pragmatismo político exhibido por Buenos Aires tuvo un costo en la imagen internacional y local del Gobierno macrista, de ahí que sus voceros buscaran poner paños fríos al asunto posteriormente al asegurar que la Casa Rosada no es una aliada del Gobierno de Nicolás Maduro. Pero ningún maquillaje alterará el hecho diplomático fundamental de que, con la dirección argentina, América Latina abandonó a su suerte a los venezolanos, al menos por ahora.
En un duro editorial, el Washington Post cuestionó a la Argentina y a sus hermanos latinoamericanos, así como al propio Gobierno de Estados Unidos:
Al menos Buenos Aires tiene una excusa. La administración Obama inexplicablemente también se unió al coro vacío deldiálogo.
El secretario de Estado, John F. Kerry, buscó un hueco en su apretada
agenda, copada por su búsqueda infructuosa de negociaciones en Siria,
para colocar una llamada de apoyo al ex primer ministro español, José
Luis Rodríguez Zapatero, quien dirige al trío de hombres de Estado de
izquierda que han intentado mediar en las conversaciones de Venezuela.
No han logrado nada, por la misma razón que el Sr. Kerry ha fallado en
Siria: carecen de influencia sobre un régimen criminal e inflexible.
Almagro resultó ser el héroe improbable de esta saga. Habiendo sido
canciller de un Gobierno de izquierda en Uruguay (que coqueteó inclusive
con el régimen de los ayatolás iraníes), su ingreso en la OEA tras el
mandato deslucido de su antecesor en el cargo, el irrelevante Sr.
Insulza, no prometía demasiado. Sin embargo, al cabo de poco tiempo,
Almagro hizo lo que los dirigentes de la región hace tiempo debieron
haber hecho: llamar a las cosas por su nombre y reclamar un
comportamiento democrático al cada vez más tiránico Gobierno de
Venezuela. Pero América Latina y los Estados Unidos de Barack Obama
prefirieron dejar pasar la oportunidad. En su lugar, izaron la bandera
del diálogo fútil, ese instrumento diplomático tan conveniente cuando
escasean las agallas.
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