Las aldeas condenadas
Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
El
premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa reflexiona en una serie
de reportajes sobre la ocupación israelí. En esta primera entrega centra
su mirada en unos pueblos del sur de Cisjordania.
"El problema mayor de Israel es uno solo, los asentamientos en Cisjordania, es decir, la ocupación de los territorios palestinos”, me dice Yehuda Shaul. “El próximo año cumplirá medio siglo. Pero tiene solución y la veré puesta en práctica antes de morir”.
Cinco días con Mario: el documental del viaje de Vargas Llosa a Cisjordania
Le
replico a mi amigo israelí que hay que ser muy optimista para creer que
un día más o menos próximo los 370.000 colonos instalados en las tierras
invadidas del West Bank —verdaderos bantustán que cercan a los
2.700.000 habitantes de las ciudades palestinas y las desconectan una
de otra— podrían salir de allí en aras de la paz y la coexistencia
pacífica. Pero Yehuda, que trabaja incansablemente por hacer conocer lo
que una gran mayoría de sus compatriotas se niega a ver, la trágica
situación en que viven los palestinos de la orilla occidental del
Jordán, me dice que tal vez yo sea menos escéptico después del viaje que
haremos juntos, mañana, hacia las aldeas palestinas de las montañas del
sur de Hebrón.
Estuvimos él y yo en esas montañas, casi en el límite de Cisjordania,
hace seis años. Y, es cierto, la aldea de Susiya, que entonces tenía
unos 300 habitantes y parecía destinada a desaparecer al igual que otras
de la zona, ahora tiene 450, porque, pese a los infortunios de que
sigue siendo víctima, han regresado buen número de las familias que
habían huido; también ellas, como Yehuda, gozan de un optimismo a prueba
de atrocidades.
Porque el acoso que padecen Susiya y las
aldeas vecinas desde hace muchos años no ha cesado, al contrario. Me
muestran la demolición reciente de las casas, los pozos de agua cegados
con rocas y basuras, los árboles cortados por los colonos y hasta los
vídeos que han podido tomar de las agresiones de éstos —con fierros y
garrotes— a los vecinos, así como las detenciones y maltratos que
reciben también de las FDI (Fuerzas de Defensa de Israel).
En la casa comunal, una de las pocas viviendas que se tienen en pie,
quien hace las veces de alcalde, Nasser Nawaja, me muestra las órdenes
de demolición que, como espadas de Damocles, se ciernen sobre las
construcciones todavía no destruidas por los buldóceres del ocupante.
Las formas se guardan: esta zona ha sido elegida para maniobras
militares de las FDI y las aldeas deberían desaparecer (pero no los
asentamientos ni los puestos de avanzada de los colonos que prosperan
por todo el contorno). A veces, el pretexto es que las frágiles
viviendas son ilegales, pues carecen de permiso de edificación. “Es cosa
de locos —me dice Nasser—; cuando pedimos permiso para construir o
reabrir los pozos de agua, nos lo niegan, y luego nos demuelen las
viviendas por haberlas levantado sin autorización”. En este pueblo, como
en los otros del contorno, los campesinos y pastores no viven en casas
sino en frágiles tiendas levantadas con telas y latas o en las cuevas
—muy abundantes en la zona— que los soldados todavía no han inutilizado
rellenándolas de piedras y basura.
Pese a todo, los vecinos de Susiya y de
Yimba, las dos aldeas que visito, siguen ahí, resistiendo el acoso,
apoyados por algunas ONG e instituciones israelíes solidarias, como Breaking the Silence
(Rompiendo el silencio), de la que es miembro Yehuda y la que me ha
invitado aquí. En Susiya conozco a un joven muy simpático, Max
Schindler, judío norteamericano; ha venido como voluntario a vivir unos
meses en este lugar y enseña inglés a los niños de la aldea. ¿Por qué lo
hace?: “Para que vean que no todos los judíos somos lo mismo”. En
efecto, hay muchos como él —los justos de Israel—,
que los ayudan a presentar alegatos en los tribunales, que vienen a
vacunar a los niños, que protestan contra los atropellos, y, entre
ellos, escritores como David Grossman y Amos Oz, que firman manifiestos y
se movilizan pidiendo que cesen los abusos y se deje vivir a estas
aldeas en paz.
Un pronunciamiento de esta índole,
encabezado por ellos, hace algunos meses, salvó de la picota —por el
momento— a Yimba, un pueblo antiquísimo, aunque se llegaron a demoler 15
casas. Ahora aguarda una última decisión de la Corte Suprema sobre su
existencia. Tiene una enorme cueva, todavía indemne, que, me aseguran,
es de la época romana. En ese entonces la aldea estaba a la orilla del
camino —todavía se puede seguir su trazo en el áspero desierto de
piedra, polvo y rastrojos que nos rodea— que conducía a los peregrinos a
la Meca; entonces Yimba
era próspera gracias a sus tiendas de abastos y restaurantes. Ahora su
antigüedad esconde un riesgo: que, como se trata de un lugar
arqueológico, la autoridad israelí decida que debe ser deshabitado para
que los arqueólogos puedan rescatar los tesoros históricos de su
subsuelo. Las quejas son idénticas a las que escucho en Susiya: “Apenas
consigan echarnos con ese pretexto, llegarán los colonos; ellos sí
pueden convivir con los restos arqueológicos sin ningún problema”.
Al igual que en Susiya, en Yimba hago la
visita rodeado de niños descalzos y esqueléticos que, sin embargo, no
han perdido la alegría. Una niña, sobre todo, de ojos traviesos, se ríe a
carcajadas cuando ve que soy incapaz de pronunciar su nombre árabe como
es debido.
Vargas Llosa (d), junto a Yehuda Shaul ( Breaking the Silence), a la salida de Jerusalén, con el muro divisorio de fondo Oren Ziv /Activestills
Basta examinar un mapa de los
territorios ocupados para comprender la razón de los asentamientos:
rodean a todas las grandes ciudades palestinas y obstruyen sus contactos
e intercambios, a la vez que van ensanchando la presencia israelí y
descomponiendo y fracturando el territorio que supuestamente debería
ocupar el futuro Estado Palestino
hasta hacerlo impracticable. Hay una intencionalidad clara en esta
estrategia: mediante la proliferación de asentamientos volver
irrealizable aquella solución de los dos Estados que, sin embargo, los
dirigentes de Israel dicen aceptar. No se entiende si no por qué todos
sus gobiernos, de centro, de izquierda y de derecha, con la única
excepción del último Gobierno de Ariel Sharon,
que en 2005 retiró las colonias israelíes en Gaza, hayan permitido y
sigan haciéndolo, la existencia y crecimiento sistemático de unas
colonias ilegales —laicas, socialistas y muchas de religiosos ultras—
que son un motivo permanente de fricción y dan a los palestinos la
sensación de ver encogerse como una piel de zapa el ya reducido espacio
que tienen de Cisjordania.
No pretendo leer la mente secreta de la
élite política israelí. Pero basta seguir en el mapa la manera como en
las últimas décadas las invasiones ilegales y el famoso “muro de Sharon”
van cercenando los territorios palestinos, para advertir en ello una
política tácita o explícita que nunca ha intentado atajar estas
invasiones y, más bien, las estimula y las protege. Ella no sólo es un
motivo constante de choques con los palestinos; es una realidad que hace
a muchos pensar que ya es imposible llevar a la práctica la
constitución de los dos Estados soberanos, algo que, sin embargo, como
una jaculatoria desprovista de verdad, un puro ruido, todavía promueven la ONU y los gobiernos occidentales.
El Premio Nobel de Literatura, en la oficina que hace las veces de ayuntamiento de Susiya Oren Ziv /Activestills
Probablemente, entre el despojo que
significan también estas colonias ningún caso sea tan dramático como los
cinco asentamientos erigidos en el corazón de Hebrón.
¡850 colonos israelíes en el corazón de una ciudad palestina de 200.000
personas! Para protegerlos, 650 soldados israelíes montan guardia en la
vieja ciudad, que ha sido sellada, “esterilizadas” (según la fórmula
oficial) sus calles —cerradas todas sus tiendas, las puertas principales
de las viviendas, todos los comercios— de modo que pasear por allí es
recorrer una ciudad fantasma, sin gente y sin alma. Hace once años
deambulé por estas calles muertas; lo único que ha cambiado es que han
desaparecido los insultos racistas contra los árabes que decoraban sus
muros. Pero por todas partes aparecen siempre las barreras con soldados y
continúa la prohibición para que los árabes circulen en coches por las
calles del centro, lo que les obliga a dar un enorme rodeo a campo
traviesa para pasar de un barrio a otro. Los israelíes que me acompañan
—son cuatro— me dicen que lo peor de todo es que ahora ya nadie habla
del horror que es Hebrón y las tremendas injusticias que allí se cometen
contra sus 200.000 vecinos para, aparentemente, proteger a 850
invasores.
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