Ningún otro país como México ha sido lastimado por el
candidato republicano. El presidente Peña Nieto no debe adoptar la política del
avestruz sino responder con valentía y dignidad a las agresiones y mentiras del
magnate populista.
Enrique Krauze
Si Trump llega a ser
presidente, por increíble que nos parezca, los mexicanos estaremos al borde de
una nueva guerra con EE UU. No hay hipérbole en esto. La primera guerra
fue devastadora; la segunda puede volver a serlo. Pero no estamos en un estado
de indefensión. Podemos y debemos contribuir a evitarla.
En abril de 1846,
EE UU declaró unilateralmente la guerra contra México. El pretexto fue una
supuesta violación del territorio por parte de tropas mexicanas en la frontera
del río Nueces. En el Congreso, el senador Abraham Lincoln exigió al presidente
James K. Polk (esclavista, racista, supremacista, populista) que precisara el
lugar exacto (the
particular spot) en el que había ocurrido el incidente. Su intervención le
valió que los frenéticos partidarios de la guerra, henchidos por la doctrina
del Destino
Manifiesto que justificaba su expansión hasta la Patagonia, le aplicaran el
despectivo mote de Spotty
Lincoln. Al cabo de 10 meses de batallas encarnizadas (con bombardeos a la
población civil, matanzas de mujeres, ancianos y niños), la bandera de las
barras y las estrellas ondeó en el palacio Nacional en la ciudad de México.
EE UU (cuya población entonces era de 20 millones) perdió 13.768 hombres,
proporción mucho mayor que la que sucumbió en Vietnam. Del lado mexicano
murieron quizá 50.000, cifra enorme en un país de ocho millones. Y México
perdió más de la mitad del territorio (los actuales Estados de Arizona, Nuevo
México y California).
Según Ulysses S. Grant,
que participó en los hechos y años más tarde sería el general triunfador de la
Guerra Civil, aquella fue “la guerra más perversa jamás librada”.
Más que un recuerdo vivo, la guerra del 47 ha dormido
silenciosamente en la memoria mítica de México. Está en los libros de texto, en
algunos monumentos públicos y en el himno nacional que se canta todos los lunes
en las escuelas. De pronto, a 170 años de distancia, el pasado vuelve como
pesadilla. De ocurrir, es obvio que la nueva
guerra no será militar: será una guerra comercial, económica, social, étnica,
ecológica, estratégica, diplomática y jurídica.
Comercial, por la
amenaza creíble de que EE UU abandone el Tratado de Libre Comercio e
imponga aranceles a nuestras exportaciones.
Económica, por el
secuestro anunciado de las remesas que son la principal fuente de divisas para
México.
Social, por las
deportaciones masivas de mexicanos indocumentados que recordarían episodios
vergonzosos de confinamiento y persecución contra los japoneses residentes
durante la II Guerra Mundial.
Étnica, por el
previsible encono que desataría esa política de deportación no solo en Estados
Unidos (donde las tensiones raciales son cada día más graves) sino en México,
donde viven pacíficamente más de un millón de norteamericanos.
Ecológica, por la
posible renuencia mexicana a cumplir con convenios en materia de agua en la
frontera texana como respuesta a las agresiones estadounidenses.
Estratégica, por la
nueva disrupción de la vida en la frontera (ya de por sí frágil y violenta) y
la cancelación potencial de los convenios de cooperación en materia de
narcotráfico.
Diplomática, por las
inevitables consecuencias que la aplicación de la doctrina nativista y
discriminatoria de Trump tendría en todos los niveles y órdenes de gobierno en
los dos países, estatales y federales, ejecutivos y legislativos.
Jurídica, por el alud
de demandas que someterían a las cortes individuos, grupos y empresas mexicanas,
públicas y privadas, para defender sus intereses.
De ganar Trump, ningún
país (ni China o los países de la OTAN) corre más peligro que México. Y ninguno
ha sido lastimado más por él verbalmente. Ha repetido que “mandamos a la peor
gente”, a “criminales y violadores”.
En su discurso de
aceptación evocó la muerte de una persona a manos de un indocumentado para
inferir, a partir de ese episodio aislado, el peligro que los mexicanos
representan para los norteamericanos (el asesino, por cierto, era hondureño).
Los medios serios de EE UU han refutado con estadísticas y hechos
objetivos esta supuesta agresividad de nuestros paisanos. Ha habido muchos Lincoln que nos
defiendan. Ahora nos toca a nosotros mismos defendernos.
EE UU librará una
guerra comercial, financiera, social, étnica, ecológica, estratégica y
diplomática.
El Gobierno de Peña Nieto ha decidido adoptar una
política de avestruz frente a Donald Trump. Se diría que la disposición
explícita de “dialogar” indistintamente con quien resulte ganador honra la
vieja tradición de no intervenir en los asuntos internos de otras naciones. O
quizá se procede con cautela para no atizar más la animosidad del ahora
candidato republicano contra nuestro país y nuestros compatriotas. Pero el
presidente se equivoca.
Su actitud recuerda el
famoso Appeasement
de Chamberlain, que en Múnich en 1938 creyó apaciguar a Hitler y conseguir “la
paz para nuestro tiempo”, cediendo territorios para ampliar su “espacio vital”.
Lo que consiguió fue el desprecio de Hitler, que compró meses valiosísimos para
desatar la II Guerra Mundial. De ganar Trump, ocurrirá algo similar. Y Peña Nieto habrá
perdido la oportunidad de incidir en la elección.
El electorado
que apoya a un candidato fascista no modificará su voto porque el presidente de
México hable en defensa de los mexicanos, pero al menos ese electorado sabrá
que los mexicanos tenemos valentía y dignidad.
La política es un
teatro: un teatro que ocurre en la realidad. Frente a Trump, México necesita un
golpe teatral, en el mejor sentido del término. Peña Nieto debe elegir el
libreto, el escenario, el momento. Tal vez bastaría la lectura de un decálogo
de refutaciones a las agresiones y mentiras de Trump, presentado en septiembre
frente al muro que ya divide nuestros países en la frontera de Baja California.
Pero no solo debe
reaccionar el Gobierno. A todo esto, ¿dónde están los
partidos políticos? Viven absortos, obsesionados con la carrera presidencial
hacia 2018. Pero, sobre todo, ¿dónde están las voces y liderazgos de la
izquierda? ¿Es posible que ignoren el efecto devastador que tendría en millones
de familias pobres el eventual embargo de las remesas que son su fuente
primordial y a veces única de sustento?
A juzgar por la
indiferencia que (con pocas excepciones) han mostrado frente el ascenso de
Trump, parecería que sus órganos de opinión albergan una secreta simpatía hacia
el magnate fascista, no solo por su ataque a la globalización sino por su
coqueteo con Putin. Hasta los imagino brindando por la putrefacción final del
imperio americano.
Más allá del Gobierno y
los partidos, ¿dónde está la sociedad civil? Hace tiempo que no se manifiesta
en las calles. Quizá es una utopía, pero sería maravilloso verla en una marcha
pacífica que —sin insultos ni histerias, sin mueras ni consignas
agresivas— partiera del Ángel de la Independencia y culminara depositando una
ofrenda en el monumento a Lincoln en el cercano parque de Polanco.
Septiembre es el mes
ideal, el “mes de la patria”. Sería el mejor homenaje a los caídos en aquella
“guerra perversa”. La muestra de que México, a diferencia de un sector de
EE UU, no ha perdido la civilidad, la razón y el corazón.
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