La sana lucha por la desigualdad
Por Carlos Alberto Montaner
Comienzo por una anécdota. Me la relató
la protagonista, una excelente médico cubana, especialista en implantes
cocleares encaminados a devolverles la facultad de oír a niños sordos.
Hace unos cuantos años, al volver de las
vacaciones, la esperaba el moralizante comité del Partido Comunista del
hospital donde trabajaba. Se proponían reprenderla. Ella no sabía por
qué. Pronto lo supo. Era culpable de una conducta impropia del
socialismo: se había creado fama de ser la mejor cirujana en su
especialidad. Se había destacado. ¿Existía alguna prueba? Por supuesto:
sus pacientes prefirieron esperarla y durante su ausencia se negaron a
ponerse en las manos de otros médicos.
La acusada escuchó pacientemente la
regañina. Le explicaron que la revolución preconiza el trabajo en equipo
y es refractaria al éxito egoísta de los individuos, práctica que
aparentemente pertenece al ámbito del capitalismo despreciable.
La doctora replicó que nada había hecho
para seducir a sus pacientes, salvo ser buen médico, pero secretamente
tomó la decisión de escapar de un país dispuesto a castigar la
excelencia en nombre del igualitarismo revolucionario. Desde hace unos
años ejerce su profesión muy exitosamente en Miami.
Relato esta historia porque hoy,
mientras los gobiernos, los partidos políticos y numerosos pensadores,
colectivistas y no colectivistas, se preocupan por reducir la
desigualdad, satanizan el lucro y esgrimen como bandera el Índice Gini,
con el que suelen azotar a quienes se han enriquecido, los individuos,
por la otra punta del análisis, luchan por descollar y acentuar las
diferencias sociales.
Tienen razón los individuos. Tratar de
sobresalir, intentar destacarse, luchar por ser mejores que los demás,
diferentes a ellos, incluso más ricos, forma parte de la naturaleza
humana y a todos nos conviene que así sea. Reprimir ese impulso,
condenarlo moralmente e intentar igualar a los individuos es el camino
más corto al fracaso general.
Más aún: como sabe cualquiera que haya
observado con cierto cuidado el comportamiento de las personas normales,
eso es lo común, lo sano, lo que nos impulsa todos los días a trabajar y
a vivir. Sin ese estímulo íntimo, rabiosamente individualista, se
genera el aniquilamiento del yo, diluido en medio de una pastosa marea
de seres más cercanos al enjambre de abejas idénticas que a la especie
competitiva, alerta y desigual a la que pertenecemos.
La autoestima, tan importante para el
equilibrio emocional, depende de eso. Quienes están satisfechos consigo
mismo poseen más posibilidades de ser felices y de crear riqueza para
ellos y para beneficio del entorno en el que viven. Por el contrario, la
sensación de mediocridad, y más aún de una cierta inferioridad
relativa, suele abatir a quienes la sufren.
Cuando la depresión no tiene una causa
fisiológica –un desequilibro hormonal o químico– el origen hay que
buscarlo en el terreno oscuro de una autopercepción negativa. Son esas
personas que no pueden o quieren levantarse de la cama a luchar porque
su ego ha sido aplastado, y ni siquiera entienden qué les ha sucedido,
más allá del malestar que las agobia.
Se equivocan los gobiernos, los partidos
políticos y las instituciones religiosas en tratar de demonizar y
penalizar la desigualdad. ¿Qué hacemos, intuitivamente, con quienes se
destacan? En general, los admiramos. Los declaramos héroes y, si se
tercia, los enriquecemos con nuestras preferencias. Puede ser un
guerrero valiente, un artista excepcional, un deportista triunfador.
Puede ser una persona dedicada a la filantropía, como la Madre Teresa, o
a la creación de empresas, como Steve Jobs.
El héroe es alguien extremadamente
desigual que ha realizado una hazaña poco común y eso lo convierte en un
modelo ideal de comportamiento. A nadie le molesta (o debiera
molestarle) que en procura de su singularidad el héroe llegue a
convertirse en una persona muy rica, infinitamente más que la media,
como sucedió con Picasso, con Bill Gates, con el tenista Rafa Nadal, con
la cantante Beyoncé y con los miles de triunfadores que en el mundo son
y han sido.
La palabra logro viene de lucro. La
creación de riqueza, cuando ha sido ganada limpiamente, es una forma de
merecido reconocimiento. El lucro no es un pecado, ni el logro debe ser
un delito o un comportamiento censurable. Quien se destaca y triunfa,
por el contrario, merece nuestra admiración, nunca nuestro desprecio.
El autor es periodista y escritor. Su último libro es la novela Tiempo de canallas.
No comments:
Post a Comment