Carlos Alberto Montaner
Era como la primera escena de una película de espías.
Hace poco más de un año, un diario alemán recibió un email sin firma en el que le ofrecían once millones y medio de documentos, en los que se describían los movimientos de cientos de miles de compañías offshore, totalmente legales, pero opacas, articuladas desde hace 40 años por una de las oficinas de abogados dedicadas a esos menesteres en Panamá.
Era el estallido de los Panama papers. El periódico se dio cuenta de la tremenda importancia de la información y se puso al habla con el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación para abordar la tarea. Se trataba de 400 profesionales radicados en 80 países.
Habían abierto una nueva caja de Pandora. En esa enorme masa informativa, seguramente aparecerían las pruebas del lavado de dinero procedente del narcotráfico; de la corrupción de políticos inescrupulosos coludidos con empresarios venales; de la venta ilegal de armas y de otras actividades prohibidas por las leyes locales e internacionales.
También, claro, aflorarían los datos anodinos de quienes intentaban proteger su patrimonio en medio de divorcios muy peleados. O de los que huían de las abusivas dentelladas fiscales a las herencias. Incluso de empresarios que se cubrían contra las acciones legales de exsocios depredadores.
¿Quién filtró los documentos? Los expertos están de acuerdo en que se trata de la labor de alguna poderosa agencia de inteligencia.
Según Clifford G. Gaddy, en un análisis publicado por la Institución Brookings, postula que el cerebro fue Vladímir Putin y su instrumento de investigación, los servicios secretos rusos, en los que existen muy competentes hackers.
Para Gaddy, el hecho de que algunos de los asociados al propio Putin aparezcan en los papers no quita validez a su tesis. No se ha revelado nada que no se supiera, pero muchos de sus enemigos, como el primer ministro británico, David Cameron, han resultado afectados.
Bradley Birkenfeld, en cambio, aporta otra versión: fue la CIA. Este banquero norteamericano es el mayor soplón (whistleblower) financiero de la historia. Fue quien reveló los números de cuenta de muchos norteamericanos que ocultaban sus capitales en Suiza, cobrando por sus servicios más de 100 millones de dólares en comisiones al sistema fiscal norteamericano (IRS), aunque él mismo pasó un par de años tras la reja.
Los casos de Mauricio Macri, de Cameron, del primer ministro de Islandia, de José Manuel Soria, unos inocentes y otros culpables, todos pronorteamericanos y cercanos a Washington, serían las víctimas del fuego amigo. Estaban en la zona de combate cuando comenzó el tiroteo y resultaron heridos.
A mi juicio, al menos por ahora, me parece más creíble la participación de la CIA o de alguna otra agencia parecida. Desde hace unos cuantos años el Gobierno de Estados Unidos –la CIA, el FBI, la NSA, la DEA– deambula febrilmente por los laberintos cibernéticos –internet, teléfonos– en busca de pistas que le permitan conjurar, en primer lugar, el terrorismo, el narcotráfico y la proliferación de armas nucleares, y, en segundo lugar, la corrupción, el lavado de dinero y el robo de secretos militares o industriales.
Seguramente, en esa ciclópea labor los investigadores se tropezaron mil veces con las empresas offshore –unas entidades opacas creadas en decenas de países, con frecuencia desde los propios Estados Unidos, que obstaculizaban sus labores– y decidieron tirar de la manta, sin importarles que Delaware, Nevada o Dakota del Sur participen en unas actividades semejantes a las que hoy imputan a Panamá.
A corto plazo, este escándalo (que acaba de comenzar) va a tener consecuencias devastadoras en el terreno político, y muchas personas –culpables o inocentes– van a sufrir por el hecho de que sus nombres aparezcan en la prensa, porque ya han sido juzgadas y condenadas sin pruebas por la opinión pública; pero cuan
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