Por Alberto Benegas Lynch (h)
Two
worlds exist side by side. In one the struggle for power continues
almost as it always has done. In the other it is not power that counts,
but respect.
Theodore Zeldin
Senior Fellow, Oxford University
1994
Theodore Zeldin
Senior Fellow, Oxford University
1994
Todos los seres humanos somos distintos
desde el punto de vista anatómico, fisiológico, bioquímico y, sobre
todo, psicológico. Tenemos distintas vocaciones, distintas inclinaciones
y distintos proyectos de vida. Para que podamos convivir en una
sociedad civilizada se hace imperioso el sistema pluralista, es decir,
la aceptación de distintas valoraciones, distintos gustos y distintas
preferencias siempre y cuando no se lesionen derechos de terceros.
No se requiere que compartamos ni
siquiera que comprendamos los proyectos de vida del prójimo, se
necesita, eso sí, que se los respete. No cabe aquí el uso de la
expresión “tolerancia” puesto que se trata de una extrapolación
ilegítima del campo de la religión al del derecho. Los derechos no se
toleran, se respetan. El recurrir a la expresión “tolerancia” implica
cierto tufillo a arrogancia y presunción del conocimiento. Trasmite la
idea de que algunos poseen la certeza y la verdad absoluta y deben
tolerar los errores de otros.
La columna vertebral del liberalismo
siempre fue el respeto irrestricto al prójimo desde que Adam Smith
utilizó por primera vez esa expresión[1]. Desde luego que esta corriente
de pensamiento se basó en el método socrático, en la noción del derecho
en Roma, en los escritos de Cicerón, y especialmente en la escolástica
tardía[2] y las obras de John Locke. De más está decir, que a partir de
Adam Smith fueron muchas las teorías y los enfoques nuevos que
enriquecieron y siguen enriqueciendo esa columna vertebral de respeto
irrestricto al prójimo. La revolución marginalista de 1870
(especialmente a través de los trabajos de Carl Menger y Eugen
Böhm-Bawerk[3]) amplió notablemente el horizonte de los estudios de
aquello que genéricamente puede llamarse liberalismo. Por esto es que no
resulta procedente el recurrir al término “neoliberalismo” puesto que
esto implicaría el sinsentido del neo-respeto[4].
El ángulo de donde el liberal mira el
conocimiento resulta especialmente importante. Nos encontramos en un mar
de ignorancia y los pocos conocimientos que tenemos debemos someterlos a
procesos permanentes de refutación y corroboraciones provisorias en un
arduo camino que no tiene término[5]. Probablemente la expresión que
mejor ilustre la mente abierta del liberal es el lema de la Royal
Society de Londres: nullius in verba, un pensamiento resumido de Horacio
que significa que no hay última palabra ni hay entre los mortales
autoridad final. Del hecho de sostener que debemos estar alertas a
refutaciones y corroboraciones siempre provisorias no se sigue una
postura relativista o escéptica. Muy por el contrario, ambas posturas
filosóficas se contradicen a si mismas. El afirmar que todo es relativo
convierte a esa afirmación también en relativa y el sostener que nuestra
mente no es capaz de aprehender la realidad, la declara incapaz para
sostener esto último. Una cosa es sostener que existe la verdad y que
una proposición verdadera significa la concordancia entre el juicio y el
objeto juzgado y otra bien distinta es la postura de aquel que afirma
poseer con certeza la verdad absoluta. El racionalismo constructivista
ha hecho un enorme daño al pretender que el hombre puede diseñar lo que
ha dado en llamarse la ingeniería social[6].
Un proverbio latino ayuda a ilustrar la
posición liberal de quien no tiene la certeza de la verdad absoluta y
por ende deja margen para el debate y la refutación: ubi dubium ibi
libertas, es decir, donde hay duda (conciencia de la propia ignorancia)
hay libertad; por esto es que el espíritu totalitario cierra todo
resquicio y todos los grifos del espíritu libre y la discusión abierta
porque siempre “tiene la precisa” e impone sus valores “para bien de los
demás”. Tal vez no haya advertencia más sabia que la expuesta en el
Génesis en cuanto a los peligros de pretender el reemplazo de Dios por
los hombres. Es una advertencia sobre los peligros que encierra la
soberbia. Más aún, muchas veces afirmamos que no se debe “jugar a Dios”,
pero en realidad se pretende ser más que Dios ya que ha puesto en
nuestra naturaleza el libre albedrío que permite la salvación o la
condena.
Este planteo sobre el conocimiento nos
conduce a la noción de orden natural. Es habitual sostener que no es
posible “dejar todo a las fuerzas ciegas del mercado”. Se piensa que si
eso fuera así podría ocurrir que todo el mundo decida producir leche y
no haya pan disponible o que todo el mundo se incline por la profesión
de la ingeniería y no haya médicos. Estas preocupaciones resultan cuando
no se comprende el significado del mercado que está basado en la
institución de la propiedad privada y trasmite información dispersa a
través de los precios. La propiedad privada, es decir, la facultad de
usar y disponer de lo propio, se asigna debido a que los recursos son
escasos y las necesidades son ilimitadas. Esos recursos escasos pueden
asignarse a muy diversas actividades por muy diversas personas. El
sentido del primer ocupante y luego la transmisión de la propiedad por
medio de arreglos libres y voluntarios hace que se asigne a quienes son
más eficientes para atender las necesidades de los demás.
El mercado es como un plebiscito diario
en el que la gente decide comprar o abstenerse de hacerlo, con lo que va
estableciendo precios. Estos precios hacen de indicadores, precisamente
para asignar los siempre escasos recursos a fines prioritarios. Quienes
aciertan en el gusto de la gente incrementan sus patrimonios, quienes
no lo hacen incurren en quebrantos y, por tanto, vía el cuadro de
resultados, transfieren la propiedad a otras manos que puedan más
eficientemente atender los requerimientos del público consumidor. Los
precios van indicando, entonces, qué áreas o qué campos resultan más
atractivos y cuáles no cuentan con el respaldo suficiente por parte de
la gente.
Decir que el mercado no puede resolver
todo navega entre la perogrullada y el equívoco. Sin duda que el mercado
no puede resolver cosas tales como los problemas meteorológicos pero
sirve para encauzar las preferencias de la gente. Resulta absolutamente
incompatible con una sociedad abierta sostener que la gente no puede
ocuparse de sus propios asuntos, lo cual es lo mismo que decir que no
debe dejarse en manos del mercado puesto que el mercado son los arreglos
contractuales de millones de personas. Seguramente el equívoco proviene
de malinterpretar a quienes dicen que “el mercado requiere tal cosa” o
que “el mercado considera tal otra” como si se tratara de una persona
que habla, piensa y decide. Este antropomorfismo hace aparecer al
mercado como algo misterioso y difícil de comprender, lo cual no ocurre
si se lo asimila a las decisiones concretas de específicas personas.
Mercado, propiedad privada y precios son
términos correlativos. O están los tres o no está ninguno de los tres
presentes. Pueden estar en diversos grados pero necesariamente deben
coincidir puesto que el precio es la manifestación del uso y disposición
de lo propio y el mercado es el proceso por el cual se llevan a cabo
las transacciones. Si se decide la abolición de la propiedad privada
siguiendo las recetas socialistas, no habría tal cosa como cálculo
económico, contabilidad y evaluación de proyectos. En un lugar en donde
se ha decidido abolir la propiedad privada, si se le interroga a la
gente si conviene construir las carreteras con oro o con pavimento, no
habrá respuesta posible puesto que no hay precios. Si se tiene la idea
de que construir carreteras con oro resulta un despilfarro es porque se
recordaron los precios relativos antes de la socialización.
Muchos fueron los procedimientos que se
intentaron para sustituir el sistema de precios[7]. En algunos casos se
sostuvo que las decisiones debían de basarse en razones “técnicas”, pero
es bien sabido que se puede hacer agua con dos moléculas de hidrógeno y
una de oxígeno, lo cual resulta antieconómico. Y podemos decir que
resulta antieconómico en la medida en que contamos con precios. En otros
casos se sostuvo que igual que sucede con las empresas, se puede tomar
al país como una corporación, al gobernante como el gerente y a los
ciudadanos como accionistas y proceder en consecuencia. Sin embargo, no
se percibió que resulta del todo irrelevante cuántos son los accionistas
ni de qué empresa se trata: solamente se requieren precios para poder
calcular y evaluar proyectos lo cual necesariamente requiere la
institución de la propiedad.
También, siguiendo la teoría marxista del
valor, se pretendió el cálculo económico en base a la unidad del
trabajo, lo cual hacía que eventualmente un kilo de plata tuviera el
mismo valor que un kilo de chatarra si insumía el mismo trabajo. Se
sostuvo que el procedimiento para conocer el acierto o el desacierto de
las decisiones consistía en realizar un inventario antes y después de
las diversas operaciones. Si hubiera más cantidad de bienes quiere decir
que el camino seguido era el correcto, sin percibir que cantidad física
de bienes no quiere decir nada si no se las pondera por una unidad
homogénea (mil botones no necesariamente valen más que un tractor).
Por último, para analizar las teorías de
mayor importancia, se sugirió el método de prueba y error haciendo un
correlato con lo que sucede en el mercado, pero en el mercado el
empresario puede detectar el acierto o el desacierto de sus decisiones a
través de diversas pruebas porque existen precios que le proporcionan
información y, por tanto, le hacen saber el resultado de la prueba.
La planificación económica, en la medida
en que se produzca, distorsiona los precios relativos, es decir, los
indicadores que sirven para asignar los siempre escasos factores
productivos. Pero, por otra parte, la planificación implica en sí misma
una arrogancia y una presunción del conocimiento. Nosotros no sabemos
qué sucede en nuestro propio cuerpo. Si tuviéramos que dirigir
conscientemente solamente lo que sucede en nuestro hígado, pereceríamos
en unos instantes. Lo que sucede en nuestro propio cuerpo excede nuestra
capacidad analítica. Si a alguno de nosotros se nos pregunta qué
haríamos el año que viene en tales o cuales circunstancias podríamos
conjeturar una respuesta pero, llegado el momento, dado que las
circunstancias también son otras, la decisión será diferente.
No conocemos lo que sucede en nuestro
propio cuerpo y no sabemos lo que nosotros mismos haríamos en el futuro
y, sin embargo, se tiene la pretensión de manejar la vida y las
haciendas de millones de personas. Por esto es que esta pretensión de
“orden” produce el caos. Por esto es que la característica de los
regímenes planificados son los sobrantes, los faltantes y el desorden
general. Y el problema no es de que el “comité de expertos” o las
“juntas de planificación” no cuenten con la suficiente información.
Podríamos imaginarnos computadoras con inmensas memorias que almacenen
todo tipo de información. El problema no es ese. El problema es que la
información no está disponible y que la coordinación de la que se va
produciendo requiere del conocimiento disperso de millones de personas
que realizan millones de arreglos contractuales.
Como ha demostrado Thomas Sowell[8] el
lenguaje, esencial para pensar y para trasmitir nuestros pensamientos,
resulta de un orden espontáneo no planificado. Idiomas planificados como
el esperanto no resultan útiles para los propósitos del lenguaje. Bruno
Leoni[9] ha mostrado que las normas de convivencia civilizada son el
producto de procesos evolutivos y Hayek ha puesto énfasis en el orden
espontáneo del mercado[10]. El liberalismo necesariamente implica una
postura que revela modestia, en contraste con los planificadores que
dicen saber lo que en realidad les conviene a los demás y recurren a la
fuerza para lograr sus propósitos.
La condición natural del hombre es la
pobreza, las hambrunas, las pestes y la consiguiente desolación. Esa fue
la condición de los pobladores de este planeta durante milenios. Hasta
hace no mucho tiempo, sólo un grupo de privilegiados que vivía a
expensas de los demás tenía una condición decente de vida. Recién a
partir de la Revolución Industrial[11] comenzó a tenerse conciencia de
la “cuestión social”. Recién a partir de entonces comenzaron a
recopilarse estadísticas de salarios, condiciones habitacionales, índice
de mortandad, etc. Es que la Revolución Industrial abrió las puertas al
mejoramiento en las condiciones de vida, un estiramiento en la edad en
que la gente moría, una reducción de la mortandad infantil y al comienzo
de una educación sistemática que cada vez abarcó mayores porciones de
la población. Sin duda que las condiciones iniciales fueron muy duras:
mujeres y niños tuvieron que trabajar en condiciones penosas. Pero no
cabe suponer que antes del advenimiento de la Revolución Industrial, la
gente bailaba y cantaba ociosa en torno a ollas siempre llenas de
alimentos. Ya hemos descripto la condición natural de la época
pre-capitalista. Esas condiciones duras de los primeros tramos de la
Revolución Industrial significó la esperanza para mucha gente de no
morir por inanición.
Pobreza y riqueza son conceptos
relativos. Todos somos pobres o ricos según con quien nos comparemos. El
tránsito de una mayor pobreza relativa a una menor y, a su vez, a lo
que se considera riqueza, implica tasas crecientes de capitalización.
Los ingresos y salarios en términos reales dependen exclusivamente de la
estructura de capital, esto es, maquinarias, equipos, instalaciones,
combinaciones de factores productivos que hacen de apoyo logístico al
trabajo para aumentar su rendimiento. Si imaginamos hoy el mapa del
mundo y con la imaginación recorremos diversos países, encontraremos que
allí donde los ingresos y salarios en términos reales son mayores es
porque la inversión per capita es también mayor. Personas que hacen las
mismas tareas, que se trasladan de un país donde la estructura de
capital es más débil a uno en el que es más fuerte, hacen que sus
ingresos se eleven y viceversa[12]. A su vez, para lograr tasas
crecientes de capitalización se requieren marcos institucionales que,
por una parte, establezcan los incentivos necesarios y, por otra, que
exista una justicia eficiente. En ambos casos está implícita la
asignación de derechos de propiedad. El “dar a cada uno lo suyo” según
la célebre definición de Ulpiano, la seguridad de que los contratos
serán cumplidos y que el fruto del propio trabajo será respetado,
resultan condiciones sine qua non para lograr los antedichos propósitos.
El administrador del nuevo capital, fruto
de ahorro externo o interno buscará tener el mayor retorno posible.
Para obtener utilidades del nuevo capital es necesario ofrecer bienes y
servicios en una cantidad mayor de la que ya existían en el mercado o
nuevos bienes y servicios que antes no existían. En cualquier caso, se
requiere trabajo intelectual y manual que será atraído en base a
condiciones mejores que las que ya disponían los nuevos postulantes. Si a
un país llegaran simultáneamente todos los capitales del planeta, los
salarios e ingresos en términos reales se elevarían astronómicamente y
la gente podría realizar menores esfuerzos en jornadas laborales más
cortas. La diferencia entre el trabajador agrícola alemán y el de la
India no estriba en que el primero es más organizado y trabaja con mayor
intensidad, por el contrario, el trabajador alemán llevará a cabo sus
tareas en jornadas más cortas, labrando la tierra en tractores con aire
acondicionado y pasacassette, mientras su colega de la India trabaja de
sol a sol con moscas en la frente en base a remuneraciones exiguas
puesto que su único instrumento de capital es, por ejemplo, un palo en
lugar de un tractor.
No es tampoco que las organizaciones
sindicales de la India no tengan la suficiente imaginación y la
suficiente fuerza para elevar salarios. Si los salarios en términos
reales pudieran elevarse por decreto habría que proceder en consecuencia
pero, lamentablemente, el efecto será inexorablemente el desempleo.
Lamentablemente la legislación moderna ha apuntado en esa dirección, es
decir, al establecimiento de llamadas “conquistas sociales” que en
verdad han arruinado a los trabajadores, especialmente a los marginales.
Ilustra esta situación lo que ocurre
actualmente en los Estados Unidos. En el Este hay un gran desempleo
debido a que los salarios mínimos exceden a los salarios de mercado, es
decir, a los que establece la relación capital-trabajo. En cambio,
muchos de los trabajadores del Oeste son ilegales, son personas muchas
veces analfabetas en inglés (y también en español) que cruzan
desesperados las fronteras sorteando todo tipo de dificultades. Pero, a
pesar de que el mercado laboral es más reducido porque no todos están
dispuestos a contratar en negro, no hay tal cosa como desempleo, ya que
si alguien denuncia que está trabajando por debajo del salario mínimo
será deportado. Paradójicamente, sus colegas del Este, más capacitados,
deambulan por las calles sin encontrar empleo.
En no pocos lugares se observa que los
costos laborales de contratar un empleado son siderales: por cada unidad
monetaria que se le paga en concepto de salario, el empleador debe a
veces pagar hasta el doble (además de ello, se le retiene parte del
ingreso del trabajador para destinar las diferencias a otras “conquistas
sociales” como jubilaciones y seguro de salud que han resultado una
verdadera estafa). En cualquier caso el trabajador debería poder decidir
el destino del fruto de su trabajo y aportar allí donde considere
conveniente. A veces, se presentan proyectos de “privatizar” las
jubilaciones lo cual termina significando un mercado cautivo al que los
trabajadores deben aportar sin que exista la posibilidad de una elección
abierta en el país o en el exterior. Más aún, en muchos casos la
prevención de la vejez no necesariamente ocurre con aportes a cajas
jubilatorias o seguros de pensión sino, por ejemplo, en inversiones
inmobiliarias (como era el caso de la Argentina antes del
establecimiento de otra de las “conquistas sociales” como fue el
congelamiento de alquileres que produjo la quiebra del mercado
inmobiliario).
De más está decir que cuando estamos
hablando de procesos de mercado y de empresarios estamos hablando de un
sistema donde no hay dádivas, privilegios, mercados cautivos y
subsidios. El empresario es un benefactor de la humanidad si está
embretado a actuar en el mercado. Sin embargo, como ha señalado ya hace
mucho tiempo Adam Smith[13] se convierte en un pseudoempresario, en un
barón feudal, en un cazador de privilegios cuando se vincula al poder de
turno. En este último caso, la acción de los pseudoempresarios implica
inexorablemente la explotación de los consumidores, ya sea vendiendo más
caro, de peor calidad o ambas cosas a la vez.
Se ha dicho en reiteradas ocasiones que
el estado debe intervenir en las relaciones laborales para evitar “la
desigualdad en el poder de contratación”. No es infrecuente que se
caricaturice al empresario como un barrigón con una enorme cadena de oro
que le cruza el abdomen, bien vestido, enfrentado con una persona
descalza y con ropas maltrechas. Es cierto que en una contratación de
esta naturaleza cabe suponer que quien ofrece sus servicios no tiene
para llegar a fin de mes o a fin de la semana (o eventualmente al fin
del día) mientras que el empleador es un multimillonario. Pero esta
situación en nada cambia el hecho de que los salarios e ingresos en
términos reales están determinados por la estructura de capital. Resulta
del todo inatingente cuán abultada sea la cuenta corriente del
multimillonario: por definición si no paga el salario de mercado no
encontrará empleados.
También se ha dicho que los empleadores
pueden suscribir un contrato en el que se comprometen a no aumentar
salarios a sus empleados. Aun suponiendo que semejante contrato se
llevara a cabo, al momento siguiente, si el empresario no abdica de su
condición de tal, continuará esforzándose para obtener ganancias. Una
vez que obtenga esas ganancias intentará sacarle el mejor provecho para
lo cual, nuevamente, deberá ofrecer bienes y servicios en el mercado que
requieren del factor trabajo. Si se ha comprometido o no a aumentar
salarios y desea cumplir semejante compromiso deberá tirar el nuevo
capital al mar y renunciar a su condición de empresario, para no decir
nada de los otros empresarios locales o extranjeros que sacarían partida
de la paralización que impone el cumplimiento del acuerdo mencionado.
En otro orden de cosas, se ha sostenido
que para reactivar la actividad mercantil resulta indispensable decretar
aumentos de salarios porque -se continúa diciendo- de este modo
aumentará el poder adquisitivo de las masas con lo cual se incrementarán
sus compras que, a su turno, permitirán que las empresas vendan más,
ganen más y así sucesivamente. El punto de partida de este razonamiento
es equivocado. Al decretar aumentos de ingresos y salarios sobre el
nivel del mercado el resultado inexorable es el desempleo con lo que no
sólo se perjudica a los empleados sino al mercado en su conjunto debido a
que dispondrá de una fuerza laboral conjunta menor.
Por último se ha dicho que quienes ganan
más deberán pagar mayores salarios. Dejando de lado que esto es lo que
habitualmente ocurre debido a que las empresas más sólidas seleccionan
el personal más capacitado, el razonamiento en cuestión conduce a que
quienes tienen más, deben pagar más por los bienes y servicios que
adquieren. Esto implica que el precio del pan para el millonario no
debería ser lo mismo que para el pobre, etc. etc. Esta forma de ver las
cosas se traduce en la nivelación de rentas y patrimonios, situación en
la que la desigualdad dejaría de jugar el rol vital que desempeña en el
mercado.
La desigualdad de rentas y patrimonios en
una sociedad abierta implica posiciones relativas según sea la
capacidad para servir al prójimo. La administración de los siempre
escasos factores de producción deberá estar en manos de quienes mejor
sirven los intereses de los consumidores. Conviene otra vez subrayar que
donde existen privilegios la desigualdad de rentas y patrimonios no
refleja la eficiencia de cada cual para servir al prójimo sino la
capacidad del lobby o, si se quiere, la capacidad para explotar al
prójimo.
La redistribución de ingresos tendiente a
la nivelación produce necesariamente dos efectos: en primer término
desaparece la producción de quienes podrían producir arriba de la línea
de nivelación pero se abstienen de hacerlo porque saben a ciencia cierta
que serán expoliados. En segundo término, quienes se encuentran bajo la
aludida marca no se esforzarán por llegar a ella puesto que esperarán
que se los redistribuya por la diferencia; redistribución que nunca
llegará debido a la caída en la productividad que opera en el primer
punto que hemos señalado. Como ha dicho el premio Nobel en economía
James M. Buchanan, no hay otro criterio que el del mercado para
establecer la eficiencia: “Si no hay criterio objetivo para el uso de
recursos que pueda aplicarse a la obtención de resultados como medida
indirecta de comprobar la eficacia del proceso de intercambio,
entonces, mientras el intercambio se mantenga abierto y se excluya el
fraude y la violencia, el acuerdo a que se llega es, por definición,
eficiente”[14].
Se suele hacer un correlato entre la
selección de las especies en el reino animal y vegetal y el proceso de
selección cultural. A este paralelo se lo ha denominado “darwinismo
social”. Esta extrapolación es del todo improcedente: en una sociedad
abierta los más fuertes transmiten su fortaleza los más débiles debido a
la externalidad positiva que implican tasas crecientes de
capitalización, al contrario de lo que sucede con el darwinismo
propiamente dicho donde el más fuerte elimina al más débil.
Muchas de las posturas intervencionistas
en el mercado adhieren explícita o implícitamente a lo que ha dado en
llamarse “socialismo de mercado”[15]. Esta corriente de pensamiento que
ha producido una amplia bibliografía, básicamente parte de la premisa
que es posible recurrir al mercado para producir y que es necesario
recurrir al socialismo para distribuir. Debemos señalar que producción y
distribución son dos caras de un mismo proceso. La distribución es la
contracara de la producción. En el mismo momento que se produce se
asigna la producción a su titular (es decir, se distribuye). Muchos
textos de economía han contribuido a este malentendido separando
capítulos de producción y distribución como si se tratara de dos
fenómenos independientes.
Hace no mucho tiempo me invitó a almorzar
el presidente de un banco extranjero de primera línea. Con la mejor
buena voluntad me dijo que lo importante era producir “la torta” y luego
se podría ver cómo se distribuía “con criterio social”. En esa
oportunidad le manifesté que no tenía la suficiente confianza con él y
no sabía cuál era el volumen de sus honorarios pero le sugería hacer
juntos un ejercicio práctico. Le dije que supusiéramos que el mes
entrante yo le dijera que tratara de crear “la torta” más grande posible
pero que a fin de mes yo me ocuparía de reasignar sus honorarios. Lo
invité a conjeturáramos qué pasaría con la susodicha torta durante el
mes entrante: la respuesta es clara, sencillamente no se fabricará. Por
esto es que resulta técnicamente más apropiado recurrir a la expresión
“redistribución” puesto que en realidad significa que se vuelve a
distribuir coactivamente lo que ya había distribuido pacíficamente el
mercado. Pero lo realmente importante de esta decisión política es que
al asignar en áreas distintas de las que lo hubiera hecho el proceso de
mercado según sea la productividad, se termina por reducir ingresos y
salarios en términos reales, muy especialmente el de los marginales y
más necesitados. En lugar de permitir las capitalizaciones máximas para,
a su vez, permitir que entren al mercado los marginales, se procede de
modo tal de que no sólo se obstaculiza esto último sino que se amplía la
franja de marginales que se eliminan del mercado.
En algunas ocasiones con la intención de
fundamentar la política tendiente a la nivelación se recurre a una
metáfora tomada del deporte. Se dice que todos deben tener la misma
posibilidad en el momento de la largada en la “carrera por la vida” y
que no es justo que unos tengan posiciones más favorecidas que otros por
el solo hecho de haber nacido en el seno de familias pudientes. A
partir de ese momento, se continúa diciendo, quienes son más eficientes
se ubicarán primeros en la mencionada carrera. Pero como ha señalado,
entre otros, Anthony de Jasay[16], esta metáfora resulta contradictoria
puesto que si se nivela en la largada se deberá nivelar también en la
llegada ya que el esfuerzo que hace cada uno en su carrera por la vida
lo hace motivado también por la idea de transferir sus logros a sus
descendientes. Pero en el punto de llegada, al final de la vida, cuando
se está por entregar la posta a la próxima generación se vuelve a
repartir con el mismo argumento que se esgrimió en el punto de largada.
Tal vez todo este enfoque parta del
supuesto tácito que la riqueza es una concepción estática. Que se trata
de un procedimiento de suma cero: lo que gana uno lo pierde el otro.
Esta era, precisamente, la concepción de Montaigne[17]. Por esto es que
esta concepción se denomina “el Dogma Montaigne”. Este dogma sostiene
que la riqueza de los ricos es consecuencia de la pobreza de los pobres
o, dicho de otro modo, la pobreza de los pobres es debida a la riqueza
de los ricos. Montaigne se imaginaba que en toda transacción quien
recibe dinero se enriquece a expensas de quien lo entrega, dejando de
lado el lado no monetario de la transacción sin percibir que cuando
alguien adquiere un bien es porque le otorga mayor valor a ese bien que
el dinero que entregó a cambio.
Ningún contador en su sano juicio
establecería un ranking de riquezas según el grado de liquidez de las
diversas personas o empresas. De lo que se trata es el patrimonio neto.
La persona más rica puede no tener nada en caja y bancos y la que tiene
más abultado ese rubro puede estar en la quiebra. Esta concepción falaz
de Montaigne y sus continuadores es en gran medida responsable de
sostener que en el comercio exterior lo importante es sacar la mayor
cantidad de bienes y servicios de un país y, con el producido, importar
lo menos posible. Con este razonamiento no se percibe que lo que en
realidad conviene es exportar lo menos posible en cantidades físicas al
mayor valor posible a los efectos de importar la mayor cantidad de
bienes y servicios puesto que las exportaciones son el costo de la
importación, del mismo modo que nuestro trabajo es el costo que debemos
realizar para obtener lo que en definitiva necesitamos.
Buena parte de la visión
redistribucionista está basada en la igualdad de oportunidades. Resulta
de trascendental importancia señalar que dada la diversidad de talentos y
de características generales del ser humano, naturalmente, en una
sociedad abierta, las oportunidades son distintas. Las oportunidades de
jugar al tenis no son las mismas para el lisiado que para el atleta. Las
oportunidades de comprar cosas no son las mismas para el rico que para
el pobre, etc. etc. En rigor, si se estableciera la igualdad de
oportunidades, necesariamente la gente tendría derechos distintos. Lo
importante de mantener en una sociedad abierta es la igualdad de
derechos (habitualmente conocida como “igualdad ante la ley”). En otros
términos, la igualdad es ante es la ley y no mediante la ley. Una
sociedad abierta apunta a que la gente tenga más oportunidades pero
nunca iguales.
Sin duda que las innovaciones
tecnológicas y de todo tipo producen cambios que, a su vez, se traducen
en reasignaciones de recursos humanos y materiales. Es que la vida es
una transición permanente: o nos quedamos estáticos y abolimos el
progreso o cambiamos. El progreso es cambio. No resulta posible
pretender el progreso y, al mismo tiempo, oponerse al cambio. Es posible
que todos preferiríamos acogernos a los beneficios del progreso con la
condición que otros cambien sin que a uno lo afecte el cambio, pero eso
no resulta posible: si todos actuaran del mismo modo el estancamiento
sería el resultado inexorable. Debemos tener en cuenta que se dificulta
enormemente las etapas de las transiciones si se malasignan recursos
puesto que esto compromete los ingresos y salarios de la gente, y muy
especialmente de la más necesitada.
Estas conclusiones que estamos exponiendo
no son solamente para el largo plazo, se trata de efectos que se
suceden de modo inmediato, es decir, en la misma generación de las
personas que tienen problemas. La malasignación de factores productivos
consecuencia del redistribucionismo aparentemente resuelve problemas en
el corto plazo pero, en última instancia, los agrava. Pongamos un
ejemplo distinto para ilustrar este problema. Supongamos que en un
momento dado observamos gente (como de hecho existe) que tiene problemas
graves de salud pero que no puede acceder al antibiótico reparador. Hay
la tendencia a sugerir que se establezcan precios máximos a los
laboratorios farmacéuticos para que la gente pueda acceder a los
remedios que necesita y, de ese modo, evitar las angustias que crean los
problemas de salud.
Si se establecen precios máximos
sucederán las siguientes consecuencias: en primer término, si sacamos
una fotografía del instante en que se establece el precio máximo, dado
que el precio bajó, habrá más gente que pueda acceder a esos
medicamentos pero no por ello aumentó la cantidad ofrecida, por tanto,
se producirá una escasez artificial. Esta situación es consecuencia de
que hay más gente que demanda (es decir tiene la necesidad más el poder
de compra) pero no hay suficiente cantidad de productos en el mercado.
En segundo término, los productores marginales tenderán a retirarse del
mercado con lo cual se agudizará la escasez artificial y, por último,
los indicadores de mercado mostrarán artificialmente que otras áreas son
más atractivas en detrimento de los productos de los laboratorios
farmacéuticos. En otros términos, las posiciones relativas de los
márgenes operativos harán aparecer como más atractivas áreas que no son
tan urgentes, con lo cual se desperdician factores productivos y, sobre
todo, se compromete severamente la salud de un mayor número de personas.
La forma de hacer de apoyo logístico a la
capitalización para ayudar a los más necesitados y de mitigar y, a
veces, resolver problemas críticos es a través de la benevolencia lo
cual implica caridad, beneficencia y apostolado. Implica solidaridad con
los dolores del prójimo. Pero debe resultar claro que la caridad se
realiza con recursos propios y voluntariamente. Si arrancamos billeteras
y carteras de otros para entregárselas a terceros no estamos realizando
un acto de caridad sino un atraco. Esto no cambia por el hecho de que
lo realice el aparato institucional de la fuerza. El llamado “estado
benefactor” es una contradicción en términos. Con esta terminología se
degrada el significado de la beneficencia. Los llamados “estados
benefactores” han producido dos efectos centrales: en primer lugar al
succionar recursos de la gente se hace más difícil ayudar a otros y, en
segundo lugar, la gente termina pensando que es función del gobierno el
ayudar al prójimo. De esta forma se tiende a la reiterada utilización
del plural en lugar de cada uno mirar qué es lo que está haciendo
concretamente para ayudar al prójimo. Incluso se ha llegado al dislate
de aludir a la “solidaridad internacional” recurriendo a agencias
internacionales de los gobiernos para transferir fondos de una región a
otra. El origen de dichos recursos es siempre el hechar mano
coactivamente a los recursos de los contribuyentes para, muchas veces,
entregar los fondos a otros gobiernos o realizar préstamos a más largo
plazo y a una tasa de interés más baja que la del mercado con lo que, en
las dos situaciones, en general se estimula a gobernantes
intervencionistas que continúen con su política destructiva
especialmente para los intereses de los más necesitados con lo que
aumenta la fuga de los mejores cerebros y la fuga de capitales que son
reemplazados por recursos obtenidos por la fuerza a ciudadanos de otros
lares.
El liberalismo es condición necesaria
aunque no suficiente para la actualización de las potencialidades del
ser humano en busca del bien. El liberal qua liberal limita su esfuerzo a
que no se recurra a la fuerza agresiva. Sostiene que la fuerza debe
utilizarse solamente con carácter defensivo. Por más que tenga
concepciones distintas de otras personas, considera que todos deben ser
respetados de modo irrestricto. Solamente se debe recurrir a la fuerza
cuando hay lesión de derechos. Como es sabido a todo derecho corresponde
una obligación. Si una persona gana mil, existe la obligación universal
de respetar esos mil. Pero si una persona que gana mil considera que
tiene “derecho” a dos mil, esto significa que otros tendrían la
obligación de proporcionarle la diferencia. Este es el caso de un
pseudoderecho puesto que no se puede otorgar sin lesionar derechos de
otros. Lamentablemente muchas Constituciones modernas se han convertido
en catálogos de aspiración de deseos o pseudoderechos. Así se habla del
derecho a la vivienda digna, a una buena educación, a una dieta
balanceada, a la felicidad, a la recreación, etc. etc. Por las razones
antes apuntadas, estos pseudoderechos, al lesionar el derecho,
perjudican gravemente a los más necesitados aunque la intención sea la
de favorecerlo.
Entonces, si el liberalismo es condición
necesaria pero no suficiente para la realización del ser humano, resulta
de gran importancia recurrir a todos los canales persuasivos que estén
al alcance de las personas para, a través del consejo, mostrar a las
personas la conveniencia de la virtud. En este sentido, deben jugar un
papel trascendente las iglesias. En este contexto, no debe confundirse
el significado de la pobreza. Con afirmaciones tales como la que
sostiene que “la iglesia es para los pobres” puesto que de allí se
siguen dos consecuencias. La primera es que resultaría contradictorio el
llamado a la caridad y la ayuda al prójimo puesto que, en aquel
supuesto, lo conveniente sería mantenerse en la pobreza. Cualquier ayuda
al prójimo “lo contaminaría” ya que tendería a sacarlo de la pobreza.
La segunda consecuencia de sostener que la iglesia es para los pobres es
que debería dedicarse a los ricos ya que los primeros estarían
salvados.
Ayuda a aclarar el concepto de pobreza
algunas citas bíblicas: “Bienaventurados los pobres de espíritu porque
de ellos es el reino de los cielos” (Mateo V-3) fustigando al que
anteponga lo material al amor de Dios, en otras palabras, al que “no es
rico a los ojos de Dios” (Lucas XII-21). En la Enciclopedia de la
Biblia[18] editada en seis tomos bajo la dirección técnica de los
profesores de la Universidad de Barcelona, R.P. Sebastián Bartina
(catedrático de Ciencias Bíblicas), R.P. Alejandro Díaz Macho (profesor
de lengua hebrea) y bajo la supervisión general del Arzobispo de
Barcelona, leemos que “Fuerzan a interpretar la bienaventuranza de los
pobres de espíritu, en sentido moral de renuncia y desprendimiento
interior de las riquezas”[19]. Y más adelante, en la misma obra, se
insiste que “La clara fórmula de Mateo -bienaventurados los pobres de
espíritu- da a entender que ricos o pobres, lo que han de hacer es
despojarse interiormente de toda riqueza mediante la omnipotente ayuda
de Dios y según los deseos de Cristo y, convencidos de la propia
debilidad, confiar únicamente en él”[20].
Por otra parte, en el Apocalipsis (XII-9)
se dice “Conozco tu tribulación y tu pobreza -aunque eres rico- y las
calumnias de los que se llaman judíos sin serlo y son en realidad una
sinagoga de Satanás” y en Proverbios (11-18) leemos que “Quien confía en
su riqueza ése caerá”. También en Salmos (62-11) se afirma que “A las
riquezas, cuando aumenten, no apeguéis el corazón”. En la Biblia con el
concepto de pobreza “se recalca entonces la actitud del alma y la
disposición interior”[21]. En el Deuteronomio (VIII-18) leemos la
advertencia siguiente: “Acuérdate que Yavé, tu Dios, es quien te da la
fuerza para que te proveas de la riqueza”. Y en 1 Timoteo V-8 se nos
dice que “Si alguno no provee para los que son suyos, y especialmente
para los que son miembros de su casa, ha repudiado la fe y es peor que
una persona sin fe”. En esa parábola del joven rico se muestra cómo ese
rico optó por lo material en lugar de Dios (Marcos X-24, 25, 28 y 29) ya
que “Nadie puede servir a dos señores” (Mateo VI-24). En la parábola
del joven rico, tantas veces tergiversada, conviene destacar que para
aclararle la idea a sus discípulos Jesús dice “¡Cuán difícil es para los
que confían en las riquezas entrar en el reino de Dios!” (Marcos X-24) y
a continuación concluye “Más fácil es pasar un camello por el ojo de
una aguja que no entrar un rico semejante en el reino de Dios”[22].
Resulta de gran importancia percatarse
que dos de los mandamientos se refieren a la propiedad: no robar y no
codiciar los bienes ajenos. La aludida Enciclopedia enseña que “La
propiedad, concepto jurídico derivado del legítimo dominio, aparece en
la Biblia como inherente al hombre”[23] y que “Los Hechos de los
Apóstoles refieren a la que los fieles vendían sus haciendas para
provecho de todos, pero no hacen de tal conducta - que sus consecuencias
fueron catastróficas, ya que hizo de la Iglesia Madre una carga para
las demás iglesias - una norma, y menos pretende condenar la propiedad
particular”[24].
Cuando algunas iglesias aluden al
“capitalismo salvaje”, se pone de manifiesto que no se comprende el
significado del capitalismo que se basa en el respeto a los derechos de
las personas. Los abusos no son consecuencia del capitalismo sino de la
falta de capitalismo, del mismo modo que cuando se habla de la
Inquisición, de la vida licenciosa de algunos Papas o del caso
Galileo[25] o cuando Santo Tomás de Aquino -a pesar de sus notables
contribuciones filosóficas- recomendaba la quema de los herejes[26], no
son manifestaciones de un “cristianismo salvaje” sino de ausencia de
cristianismo.
En este contexto, resulta de gran
importancia recordar una declaración de la Comisión Teológica
Internacional de la Santa Sede[27]: “De por sí, la teología es incapaz
de deducir de sus principios específicos normas concretas de acción
política; del mismo modo, el teólogo no está habilitado para resolver
con sus propias luces los debates fundamentales en materia social [...]
Las teorías sociológicas se reducen de hecho a simples conjeturas y no
es raro que contengan elementos ideológicos, explícitos o implícitos,
fundados sobre presupuestos filosóficos discutibles o sobre una errónea
concepción antropológica. Tal es el caso, por ejemplo, de una notable
parte de los análisis inspirados por el marxismo y el leninismo. Si se
recurre a análisis de ese género, ellos no adquieren suplemento alguno
de certeza por el hecho de que una teología los inserte en la trama de
sus enunciados”.
En resumen y para concluir, toda persona
de bien desea el mayor bienestar y justicia para todos. No hay debates
sobre las metas, de lo que se trata es de comprender cuáles son los
caminos idóneos para lograr aquellos objetivos. El voluntarismo, la
soberbia y la presunción del conocimiento es lo que tiende a establecer
ingenierías sociales y otros pretendidos diseños del ser humano sin
comprender la sabiduría del orden natural y el significado de la
libertad y la responsabilidad individual. Como es sabido, la expresión
“moral” no tiene sentido sin libertad. En esta instancia del proceso de
evolución cultural donde queda establecido el monopolio de la fuerza, el
liberalismo está indisolublemente unido a la división horizontal de
poderes, a la independencia de la justicia y a todos los contralores
administrativos necesarios para fraccionar y limitar el poder político. A
diferencia de la teoría del “filósofo rey” propiciada por Platón, la
sociedad abierta “a la Popper” establece marcos ético-institucionales
para que los gobernantes hagan el menor daño posible y se encuentren
embretados al cumplimiento de su misión específica de la protección del
derecho de todos los que viven en su jurisdicción. Más aún, las
subdivisiones jurisdiccionales y las consiguientes naciones, siempre
desde la perspectiva de la sociedad abierta, sólo tienen sentido para
evitar los riesgos del abuso de poder de un gobierno universal. Como ha
dicho Robert Nozick[28] los partidarios de la libertad toman seriamente
el imperativo categórico kantiano de que nadie debe usar como medio a
otros para sus propios fines.
Definido en abstracto el liberalismo como
el respeto irrestricto del prójimo es frecuentemente aceptado pero,
cuando se tratan temas concretos, la falta de respeto y el consecuente
desvío de los postulados liberales se hacen evidentes. Tal vez el
ejemplo más claro de esto último sea el tema educativo: no parece
comprenderse la importancia decisiva de la competencia en esta materia
y, en la mayor parte de los casos, se sigue insistiendo que un “comité
de sabios” debe imponer programas y bibliografías a sus conciudadanos en
lugar de abrir las puertas de par en par para que entre mucho oxígeno
en un proceso evolutivo que requiere de contrastes y alternativas muy
diversas para atender la diversidad de potencialidades y de vocaciones
de personas que habitualmente son tratadas como una masa de carne y de
producción en serie[29]. Este es sólo un ejemplo de la falta de respeto:
con la intención de resolver la mayor parte de los problemas
habitualmente se propone recurrir a la fuerza manejando la vida y la
hacienda del prójimo como si se tratara de una pertenencia personal del
gobernante de turno.
Las libertades no se arrancan de una sola
vez ni comienzan por sustracciones decisivas, es un proceso lento de
acostumbramiento y anestesia. El parámetro para medir el resultado final
de la invasión gubernamental en las vidas privadas es, como se ha
mencionado, el gasto público y su participación en la renta nacional.
Antes de la primera guerra dicha participación era entre el 2 y el 5
porciento en los países civilizado y más prósperos de la tierra, hoy en
día navegamos entre el 30 y el 50 porciento[30]. Somos en este sentido
como siervos de la gleba con la diferencia de que muchas veces recibimos
inseguridad a cambio. Me ha parecido útil cerrar este breve ensayo con
una cita de Alexis de Tocqueville a los efectos de estar alerta de lo
que podría bautizarse como el efecto anestesia (o el atropello gradual):
“Se olvida que en los detalles es donde es más peligroso esclavizar a
los hombres. Por mi parte, me inclinaría a creer que la libertad es
menos necesaria en las grandes cosas que en las pequeñas, sin pensar que
se puede asegurar la una sin poseer la otra”.[31]
El texto fue escrito para la
revista “Contribuciones”, de la Fundación Adenauer de Argentina y
gentilmente cedido a los Especiales de LiberPress para su reproducción
por el autor.
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