El desenlace de un no acuerdo narcoterrorista en Colombia
Por Mary Anastasia O'Grady
Un frente clave de las terroristas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) ha anunciado que se opone al acuerdo que sus líderes están negociando con el gobierno de Colombia en La Habana.
El Frente Primero Armando Ríos opera en la selva suroriental del país, es activo en el tráfico de drogas y en 2002 secuestró a la ex candidata presidencial Ingrid Betancourt. Uno de sus comandantes, Gentil Duarte, supo estar en el equipo negociador de las FARC.
Pero la semana pasada, el frente dijo que va a continuar “la lucha por la toma del poder por el pueblo y para el pueblo”. Según informes de prensa, se espera que otros grupos de las FARC rompan filas con los líderes a propósito de los acuerdos de La Habana tal y como han sido negociados hasta ahora.
Para decirlo de otro modo: las muchas concesiones del gobierno no son suficientes. Las FARC quieren más.
El mes pasado, el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, causó un alboroto entre la prensa internacional al viajar a La Habana para firmar un acuerdo bilateral de alto el fuego con líderes de las FARC. Muchos comentaristas de Estados Unidos y Europa adularon al presidente y su reivindicación de la paz.
Sin embargo, nada nuevo ha sucedido. Los negociadores de las FARC afirman que un alto el fuego ha estado en vigor desde el año pasado, y el ejército colombiano lleva meses sin hacer operaciones contra la guerrilla. Mientras tanto, las FARC continúan el tráfico de drogas y todavía utilizan el terror para controlar territorio, cobran “impuestos” sobre los cultivos de coca y extorsionan en forma generalizada. La algarabía de La Habana fue una prueba más de que la única cosa en lo que Santos es bueno es en la manipulación de la opinión pública. Le ha resultado mucho más difícil lograr, durante sus seis años en la presidencia, resultados reales para una nación empobrecida y aquejada por la delincuencia.
Durante más de cinco años, los criminales de guerra de las FARC han estado negociando en La Habana, cenando en restaurantes y bebiendo mojitos a costa de los contribuyentes colombianos. Una foto de los guerrilleros dando un divertido paseo en un catamarán apareció en Twitter.
De vez en cuando, Santos inventa trucos de relaciones públicas para mantener vivo el acuerdo de paz. En febrero de 2015 consiguió que el presidente Barack Obama nombrara a Bernard Aronson, un amigote de Bill Clinton, como enviado especial para el proceso, en un intento de darle una pátina de legitimidad. En septiembre, llegó el anuncio de un supuesto avance en la “justicia transicional” —para proporcionar inmunidad por los crímenes de guerra—, en coincidencia con la Asamblea General de las Naciones Unidas en Nueva York. Esos momentos de alto perfil han asegurado que ambos presidentes estén fuertemente comprometidos en que se firme un acuerdo, independientemente de si es bueno para Colombia o no.
Con un índice de aprobación que el mes pasado se hundió a 20%, Santos necesita crear de nuevo la ilusión de progreso. A la par de la ceremonia de la firma de alto el fuego, presidida por Raúl Castro, Santos dijo que un acuerdo final sería firmado el 20 de julio. Uno de los líderes las FARC en La Habana inmediatamente tuiteó que no sería prudente fijar una fecha límite y que “aún falta pelo pa’l moño”.
Las FARC, que saben cuánto anhela el presidente las palmaditas en la cabeza en los salones de Manhattan y París, estaban señalando su intención de sacarle más. Efectivamente, la semana pasada el gobierno reafirmó que planea crear en el congreso escaños especiales para los narcoterroristas sin tener que pasar por una elección. Para el Frente Primero Armando Ríos eso todavía “no es suficiente”.
Santos prometió inicialmente un referéndum nacional para aprobar cada uno de los puntos específicos del acuerdo final. Pero los líderes de las FARC insisten en que los miembros del grupo no tengan que pasar tiempo en la cárcel por sus muchos crímenes contra la humanidad, y exigen el derecho a entrar en la política, sin duda con el financiamiento de sus inmensas ganancias del tráfico de drogas. Estas concesiones requieren cambios a la Constitución que ocasionarían la desaparición del principio de igualdad ante la ley y permitiría que los delincuentes gobiernen.
La mayoría de los colombianos no lo apoya, así que Santos dio marcha atrás en su promesa de referéndum. En lugar de eso, está usando su mayoría simple en el Congreso para cambiar extralegalmente la Constitución. Esto establecerá un precedente para que futuros presidentes puedan reescribir la ley superior de la nación como les convenga, y por lo tanto abre el paso a una peligrosa concentración de poder en manos del ejecutivo.
Santos ya está jugando con dados cargados. El gobierno es un gran comprador de publicidad en Colombia y puede negar fácilmente negocios a los medios de comunicación que no están en línea. Ha gastado millones de dólares en espacios promocionales llamando a los colombianos a votar a favor del acuerdo. Quienes se oponen al pacto de Santos no reciben fondos públicos para su campaña. El gobierno también canaliza grandes sumas de dinero a los municipios que promuevan agresivamente los acuerdos de La Habana entre la población local.
Aun enfrentando a una significativa oposición popular, Santos intentó el mes pasado usar una táctica de miedo: “Tenemos información amplísima de que ellos se están preparando para volver a la guerra, y a la guerra urbana, que es más demoledora que la guerra rural. Eso es una realidad, lo sé”, dijo. “Si el plebiscito no se aprueba, volvemos a la guerra, así de sencillo”.
Fue un abierto intento de intimidación. También era falso. El ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, contradijo casi inmediatamente a su jefe al negar que el gobierno tuviera conocimiento alguno de tales intenciones de las FARC.
La desesperación de Santos no pasa inadvertida para las FARC, y esa es la razón por la que siguen aumentando sus exigencias. El problema es que no quieren la paz. Quieren una capitulación.
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