He sido testigo de algunos
resultados sorprendentes en las elecciones generales, de eventos
terribles de terrorismo, de triunfos y derrotas en el deporte cuando nos
detuvimos atónitos y nos preocupamos o maravillamos por un rato, pero
esos momentos nunca han durado mucho.
Lucy Kellaway Financial Times
No, le dije: estaba muy ocupada. Era una mentira descarada ya que rara vez he estado menos ocupada en tres décadas de vida de oficina. En vez, me quedé sentada en mi escritorio, retorciéndome las manos, estupefacta ante la burda tragicomedia de la política británica.
La razón por la que no podía hablar sobre los tacones altos en la radio era porque no podía hacerle frente. Si alguna vez me preocupé por lo que las mujeres llevaban en sus pies en el trabajo, ya no era así. El hecho de que 149,000 personas hubieran firmado una petición solicitando una prohibición a que los jefes las obligaran a llevar tacones en el trabajo no me interesaba. Estamos pasando por la mayor crisis política doméstica que he visto en mi vida; no era el momento, razoné, para apasionarme por los zapatos.
Ésta es sólo la segunda vez que recuerdo que la vida normal y cotidiana de oficina se haya detenido, y que haya permanecido así.
He sido testigo de algunos resultados sorprendentes en las elecciones generales, de eventos terribles de terrorismo, de triunfos y derrotas en el deporte cuando nos detuvimos atónitos y nos preocupamos o maravillamos por un rato, pero esos momentos nunca han durado mucho.
Uno de los más extraños y tranquilizantes aspectos de la vida de oficina es que tiene un impulso tan poderoso que sigue rodando, más o menos pase lo que pase. Aún en medio de la crisis financiera la vida laboral siguió, más o menos de forma normal. La única otra vez en la que recuerdo que todo se haya detenido fue después de los atentados del 9/11.
No sólo soy yo — la principal corresponsal de asuntos triviales del Financial Times — la que ha perdido el apetito para las cosas cotidianas.
Una persona seria que conozco en un bufete de abogados de la City de Londres me dice que casi nada se logró en su oficina la semana pasada. No solicitaron nuevos negocios y nadie se sintió motivado a hacer más que apenas lo mínimo con respecto a los negocios existentes.
Otro conocido, que tiene un alto cargo administrativo en una empresa bien conocida, me informó que se sentía tan letárgico e impotente que canceló todas menos las más esenciales reuniones y se quedó sentado en la oficina pegado a las noticias en la pantalla, sintiéndose cada vez más fuera de control.
En casa durante una mañana de la semana pasada, miré con envidia a un jardinero que había contratado, mientras él podaba un arbusto. Debe ser agradable, le dije, trabajar con plantas. Mis arbustos Pyracantha y Ceanothus no se pelearon por el Brexit, y no tienen opiniones sobre quién dirige el Partido Conservador o el Laborista.
Sacudió la cabeza y me dijo que estaba tan afectado como cualquiera — cada 15 minutos sacaba su celular del bolsillo para ver las últimas noticias — y se sentía en peligro de perder todo interés en la jardinería.
En vez me fui al trabajo, y leí más miserias sobre la economía del Reino Unido. La caída de la libra esterlina. La falta de compradores interesados en el mercado de propiedades. La disminución de los anuncios de nuevos trabajos. Y eso es antes de la catástrofe en la productividad que va a causar todo este letargo e incertidumbre general.
Entonces se me ocurrió que yo no soy impotente. Hay algo grande que puedo hacer. Puedo fingir que no está pasando nada y seguir adelante con el quehacer cotidiano de vivir y trabajar.
Si antes del Brexit mi trabajo era escribir sobre detalles incidentales de la vida de oficina, ése sigue siendo mi trabajo ahora. Llamé a la BBC y les dije que me había vuelto milagrosamente menos ocupada y que me encantaría venir a hablar sobre los tacones altos después de todo.
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