De cada cual según su capacidad; a cada cual según sus necesidades
Una máxima colectivista habitual,
que enunciada tal cual atrae a muchos en una primera lectura, salvo que sean
conscientes de la verdadera dureza y fondo exacto de la proposición. Ayn Rand
en la novela “La Rebelión de Atlas” pone a jugar a los personajes considerando
esa máxima : “De cada cual según su capacidad; a cada cual según sus
necesidades”…nada es más duro nada más antihumano, he aquí un extracto del
texto de la novela en donde se explicitan sólo algunas consecuencias.
Extracto de la Rebelión de Atlas ( Ayn Rand):
-En la fábrica donde trabajé
veinte años ocurrió algo extraño. Fue cuando el viejo murió y se hicieron cargo
sus herederos. Eran tres: dos hijos y una hija que pusieron en práctica un
nuevo plan para dirigir la empresa. Nos dejaron votar y todo el mundo, o casi
todo el mundo, lo hizo favorablemente, porque no sabíamos en realidad de qué se
trataba. Creíamos que ese plan era bueno, o mejor dicho, pensamos que se
esperaba de nosotros que lo creyésemos bueno. Consistía en que cada empleado en
esa fábrica trabajaría según su habilidad o destreza, y sería recompensado de
acuerdo a sus necesidades. Nosotros... pero ¿qué le ocurre, señora? ¿Por qué me
mira de ese modo?
-¿Cómo se llamaba esa fábrica? –
preguntó Dagny con voz apenas perceptible.
-Twentieth Century Motor Company,
señora. En Starnesville, Wisconsin.
-Continúe.
-Votamos por el plan en una gran
reunión a la que asistimos unos seis mil, es decir, todos los que trabajábamos
allí. Los herederos de Starnes pronunciaron largos discursos, no demasiado
claros, pero nadie hizo preguntas. Ninguno estaba seguro de cómo funcionaría
ese plan, pero todos pensábamos que nuestros compañeros lo habían comprendido.
Si alguien tenía dudas al respecto, se sentía culpable y debía mantener la boca
cerrada, porque todo aquel que se opusiera al plan hubiese parecido un
desalmado, al que no era justo considerar humano. Nos dijeron que aquel plan
significaba la concreción de un ideal muy noble. ¿Cómo íbamos a pensar lo
contrario? ¿No habíamos oído decir durante toda nuestra vida, a nuestros padres
y maestros, y a los pastores religiosos, leído en todos los periódicos y visto
en todas las películas, y escuchado en todos los discursos públicos que aquello
era recto y justo? Quizá nuestra conducta en la reunión podía ser comprensible
hasta cierto punto. Votamos por el plan, y conseguimos lo previsto. Usted sabe,
señora, que quienes trabajamos durante los cuatro años del plan en la fábrica
Twentieth Century somos hombres marcados. ¿Qué se supone que es el infierno?
Maldad, pura y simple, ¿verdad? Pues bien, eso es lo que vimos allí y lo que
ayudamos a construir. Creo que estamos condenados por eso y quizá no se nos
perdone nunca...
"¿Sabe cómo funcionó aquel
plan y cuáles fueron sus efectos en nosotros? – continuó explicando el
vagabundo –. Es como verter agua en un depósito en cuya parte inferior hay un
caño por el que se vacía con más rapidez de la que usted lo llena y cada balde
que echa dentro ensancha ese desagüe cada vez más, entonces cuanto más uno
duramente trabaja, más se le exige; primero trabaja cuarenta horas semanales,
luego cuarenta y ocho, y, más tarde, cincuenta y seis, para pagar la cena del
vecino, la operación de su mujer, el sarampión del niño, la silla de ruedas de
su madre, la camisa de su tío, la educación de su sobrino, o para el niño que
ha nacido en la casa de al lado, o el que va a nacer; en fin para cuantos lo
rodean, y que han de recibirlo todo, desde pañales a dentaduras postizas,
mientras uno trabaja desde el amanecer hasta la noche, un mes tras otro y un
año tras otro, sin tener más para mostrarles a esas personas que el propio
sudor, sin otra expectativa que la complacencia de los demás para el resto de
su vida, sin descanso, sin esperanza, sin fin... De cada uno según sus
capacidades, para cada uno de acuerdo con sus necesidades...
"Nos dijeron que formábamos
una gran familia, que todos participábamos en la empresa juntos, pero no todos
trabajábamos ante la luz de acetileno diez horas diarias, ni padecíamos a la
vez un dolor de vientre. ¿Cómo establecer, de un modo exacto, la capacidad de
unos y las necesidades de otros? Cuando todo se hace en común, no es posible
permitir que cualquiera decida sobre sus propias necesidades, ¿verdad? Si lo
hace, pronto acabará pidiendo un yate, y si sus sentimientos son los únicos
valores en que podemos basarnos, nos demostrará que es cierto. ¿Por qué no? Si
no tengo derecho a tener un auto, hasta que caiga en una sala de hospital por
haber trabajado para proporcionarle un coche a cada holgazán y a cada salvaje
del mundo, ¿por qué no puede exigirme también un yate, si aún sigo de pie, si
no he colapsado? ¿No? ¿Por qué no? Y entonces, ¿por qué no exigirme también que
prescinda de la crema de mi café, hasta que él haya podido pintar su
habitación...? ¡Oh, bien!... Acabamos decidiendo que nadie tenía derecho a
juzgar sus propias necesidades o sus propias convicciones, y que era mejor
votar sobre ello. Sí, señora, votábamos en una reunión pública que se celebraba
dos veces al año. ¿De qué otro modo podíamos hacerlo? ¿Imagina lo que sucedía
en semejantes reuniones? Bastó una sola para descubrir que nos habíamos
convertido en mendigos, en unos mendigos de mala muerte, gimientes y llorones,
ya que nadie podía reclamar su salario como una ganancia lícita, nadie tenía
derechos ni sueldos, su trabajo no le pertenecía sino que pertenecía a ‘la
familia’, mientras que ésta nada le debía a cambio y lo único que podía
reclamarle eran sus propias ‘necesidades’, es decir, suplicar en público un
alivio a las mismas, como cualquier pobre cuando detalla sus preocupaciones y
miserias, desde los pantalones remendados al resfriado de su mujer, esperando
que ‘la familia’ le arrojara una limosna. Tenía que declarar sus miserias,
porque eran las miserias y no el trabajo lo que se había convertido en la
moneda de aquel reino, así que se convirtió en una competencia de seis mil
pordioseros, en la que cada uno reclamaba que su necesidad eran peor que la de
sus hermanos. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? ¿Quiere saber lo que ocurrió?
¿Quiere saber quiénes mantuvieron la calma, sintiendo vergüenza y quiénes se
aprovecharon de la situación?
"Pero eso no fue todo. En la
misma reunión se descubrió otra cosa. La producción de la fábrica había
disminuido en 40 por ciento en el primer semestre, y se llegó a la conclusión
que alguien no había trabajado ‘de acuerdo con su destreza o capacidad’. ¿Quién
era? ¿Cómo averiguarlo? La ‘familia’ votó también sobre eso. Así se determinó
quiénes eran los más capacitados, y a éstos se los sentenció a trabajar horas
extra cada noche durante los siguientes seis meses. Horas extras sin paga,
porque no se pagaba por el tiempo trabajado, ni por la tarea realizada, sino tan
sólo según las necesidades.
"¿Quiere que le cuente lo
que sucedió después? ¿Y en qué clase de seres nos fuimos convirtiendo, los que
alguna vez habíamos sido seres humanos? Empezamos a ocultar nuestras
capacidades y conocimientos, a trabajar con lentitud y a procurar no hacer las
cosas con más rapidez o mejor que un compañero. ¿Cómo actuar de otro modo,
cuando sabíamos que rendir al máximo para ‘la familia’ no significaba que
fueran a darnos las gracias ni a recompensarnos, sino que nos castigarían?
Sabíamos que si un sinvergüenza arruinaba un grupo de motores, originando
gastos a la compañía, ya fuese por descuido o por incompetencia, seríamos
nosotros los que pagaríamos esos gastos con horas extra y trabajando hasta los
domingos. Por eso, nos esforzamos en no sobresalir en ningún aspecto.
"Recuerdo a un joven que
empezó lleno de entusiasmo por ese noble ideal, un muchacho brillante, sin
estudios, pero con una inteligencia asombrosa. El primer año ideó un plan de
trabajo que nos ahorró miles de horas-hombre y lo entregó a ‘la familia’, sin
pedir nada a cambio, aunque tampoco hubiera podido hacerlo. Se portó como creía
correcto, lo hacía por el ideal, según dijo. Pero cuando en una votación lo
declararon el más inteligente de todos, y lo sentenciaron a trabajar de noche
porque no habíamos conseguido extraerle aún lo suficiente, cerró la boca y el
cerebro. Le aseguro que el segundo año no aportó ninguna idea nueva.
"¿Qué era eso que siempre
nos habían dicho acerca de la competencia descarnada del sistema de ganancias,
donde los hombres debían competir por ver quién realizaba mejor trabajo que sus
colegas? ¿Cruel, no es así? Deberían haber visto lo que ocurría cuando todos
competíamos por realizar el trabajo lo peor posible. No existe medio más seguro
para destruir a un hombre, que ponerlo en una situación en la que no sólo desee
no mejorar, sino que, además, día tras día se esfuerza en cumplir peor sus
obligaciones. Dicho sistema acaba con él mucho antes que la bebida o el ocio, o
el vivir haciendo malabares para tener una existencia digna. Pero no podíamos
hacer otra cosa, estábamos condenados a la impotencia. La acusación que más
temíamos era la de resultar sospechosos de capacidad o diligencia. La habilidad
era como una hipoteca insalvable sobre uno mismo. ¿Para qué teníamos que
trabajar? Sabíamos que el salario básico se nos entregaría del mismo modo, trabajáramos
o no, recibiríamos la ‘asignación para casa y comida’, como se la llamaba, y
más allá de eso no había chances de recibir nada, sin importar el esfuerzo. No
podíamos planear la compra de un traje nuevo para el año siguiente porque quizá
nos entregarían una ‘asignación para vestimenta’, o quizá no. Dependía de si
alguien no se rompía una pierna, necesitaba una operación o traía al mundo más
niños, y si no había dinero suficiente para adquirir ropas nuevas para todos,
no lo habría para nadie.
"Recuerdo a cierto hombre
que había trabajado duramente toda su vida porque siempre había querido que su
hijo fuera a la universidad. Bueno, el muchacho terminó la secundaria durante
el segundo año del plan, pero ‘la familia’ no quiso entregar al padre ninguna
asignación para que siguiera sus estudios. Dijeron que su hijo no podía ir a la
universidad hasta que hubiera suficiente dinero para que los hijos de todos
pudieran hacerlo. El padre murió al año siguiente en una riña de bar. Una pelea
sobre nada en particular, en la que salieron a relucir navajas. Ese tipo de
altercados se estaban haciendo muy frecuentes entre nosotros.
"También, había un viejo
viudo y sin familia que tenía una afición: los discos fonográficos. Creo que
era todo cuanto pudo desear conseguir de la vida. En otros tiempos solía
ahorrar en comida para poder comprar algún disco nuevo de música clásica. Pues
bien: no le dieron "asignación" para discos por considerarlo ‘un lujo
personal’ pero durante esa misma reunión, una niña fea y desagradable, de ocho
años, llamada Millie Bush, que era la hija de alguno, consiguió que votaran
para comprarle un par de aparatos de oro para sus dientes, porque se trataba de
una ‘necesidad médica’ según el psicólogo que consideró que sino se enderezaban
sus dientes, la niña tendría un complejo de inferioridad. El viejo amante de la
música se dio a la bebida, hasta tal punto que rara vez lo veíamos sobrio. Pero
había algo que no podía olvidar. Cierta noche, mientras se tambaleaba por una
calle, vio a Millie Bush y empezó a darle puñetazos hasta dejarla sin un
diente, ni uno solo.
"La bebida era lo único que
nos proporcionaba algún consuelo y todos nos volcamos a ella en mayor o menor
grado. No pregunte de dónde sacábamos el dinero. Cuando todos los placeres
decentes quedan prohibidos, existen siempre medios para llegar a los vicios. No
se entra a robar a un bar durante la noche ni se registran los bolsillos de un
compañero para comprar sinfonías clásicas o adquirir accesorios de pesca, pero
sí para emborracharse y olvidar. ¿Accesorios de pesca? ¿Escopetas de caza?
¿Cámaras fotográficas? No existían asignaciones para ese tipo de pasatiempos.
La ‘diversión’ fue lo primero que quedó descartado.
"¿Es que acaso no se supone
que uno debe avergonzarse por cuestionar cuando alguien nos pide que dejemos
algo que nos da placer? Hasta nuestra ‘asignación para cigarrillos’ quedó
reducida a dos paquetes mensuales, porque, según dijeron, el dinero debía
usarse para comprar leche para los niños. La producción de niños fue la única
que no disminuyó, sino que, por el contrario, se hizo cada vez mayor. La gente
no tenía otra cosa que hacer y, por otra parte, no tenían por qué preocuparse,
ya que los niños no eran una carga para ellos, sino para ‘la familia’. En
realidad, la mejor posibilidad para obtener un respiro durante algún tiempo,
era una ‘asignación infantil’, o una enfermedad grave.
"Pronto nos dimos cuenta de
cómo funcionaba aquello. Quien quisiera jugar limpio, tenía que privarse de
todo, perder el gusto por los placeres, aborrecer fumar o masticar chicle,
preocupado de que hubiese alguien que necesitara más esas monedas. Sentía vergüenza
de la comida que tragaba, preguntándose quién la habría pagado con sus horas
extras, pues sabía que esa comida no era suya por derecho propio y prefería ser
engañado antes que engañar. Podía aprovecharse, pero no hasta el punto de
chupar la sangre de otro. No se casaba ni ayudaba en sus hogares para no ser
una nueva carga para ‘la familia’. Además, si conservaba cierto sentido de la
responsabilidad, no podía casarse y tener hijos, puesto que no le era posible
planear, prometer, ni contar con nada. Pero los desorientados y los
irresponsables se aprovecharon. Trajeron niños al mundo, se casaron, y trajeron
consigo a todos los indignos parientes que tenían en todo el país, y a cada
hermana soltera que quedaba embarazada y con el fin de obtener ‘asignaciones
por incapacidad’, contrajeron más enfermedades de las que cualquier médico
podía atender, arruinaron sus ropas, sus muebles y sus casas, pero ¡qué
importaba!: ‘la familia’ pagaba todo. Así, encontraron más modos de tener
‘necesidades’ que los que nadie hubiera podido imaginar, desarrollaron una
habilidad especial para eso, la única habilidad que mostraban.
"¡Por Dios, señora! ¿Se da
cuenta de lo que sucedió? Se nos había dado una ley con la cual vivir y que
llamaban ley moral, que castigaba a quienes la cumplían. Cuanto más tratábamos
de vivir de acuerdo con esa ley, más sufríamos y cuando más la burlábamos,
mayores recompensas obteníamos. La honestidad era una herramienta entregada a
la deshonestidad ajena. Los honestos pagaban, mientras los deshonestos
cobraban. El honesto perdía y el deshonesto ganaba. ¿Cuánto tiempo puede un ser
humano permanecer bueno con semejante ley? Éramos un buen grupo de personas
decentes al principio. No había demasiados oportunistas entre nosotros.
Conocíamos bien nuestra tarea, nos sentíamos orgullosos de ella, y trabajábamos
para la mejor fábrica del país, propiedad del viejo Starnes, que sólo admitía
en su plantel a los más selectos obreros. Al cabo de un año del nuevo plan, no
quedaba entre nosotros ni una sola persona decente. Aquello era maldad, la
clase de maldad horrible e infernal con la que los predicadores solían
asustarnos, pero que uno nunca imaginamos que existiera. No es que el plan haya
incentivado a algunos cuantos bastardos, sino que transformó a la gente decente
en cretinos, sin que se pudiera obrar de otra manera... ¡y a eso llamaban ideal
moral!
"¿Para qué habríamos de
desear trabajar? ¿Por amor a nuestros hermanos? ¿Qué hermanos? ¿Para los
aprovechadores, los sinvergüenzas, los holgazanes que veíamos a nuestro
alrededor? Si eran simuladores o incompetentes, si no querían trabajar o
estaban incapacitados para hacerlo, ¿qué nos importaba a nosotros? Si
quedábamos reducidos para toda la vida al nivel de su capacidad, fingida o
real, ¿para qué preocuparnos? No teníamos manera de saber cuáles eran sus
verdaderas condiciones, carecíamos de medios para controlar sus necesidades. Lo
único que se sabía era que estábamos convertidos en bestias de carga, luchando
ciegamente, en un lugar que era mitad hospital, mitad almacén, sin marchar
hacia ningún objetivo, excepto la incompetencia, el desastre y las
enfermedades. Éramos bestias colocadas allí como instrumentos de aquél que
quisiera satisfacer las necesidades de otro.
"¿Amor fraternal? Fue allí
cuando aprendimos a aborrecer a nuestros hermanos por primera vez en la vida.
Los odiábamos por todas las comidas que ingerían, por los pequeños placeres que
disfrutaban, por la nueva camisa de uno, el sombrero de la esposa de otro, una
salida familiar, o la pintura de la casa, porque todo eso nos era quitado a
nosotros, era pagado con nuestras privaciones, nuestras renuncias y nuestro
hambre. Empezamos a espiarnos unos a otros, con la esperanza de sorprendernos
en alguna mentira acerca de nuestras necesidades y disminuir las asignaciones
en la próxima reunión. Y empezamos a servirnos de espías, que informaban acerca
de los demás, revelando, por ejemplo, si alguien había comido pavo el domingo,
posiblemente pagado con el producto de apuestas. Empezamos a meternos en las
vidas ajenas, provocamos peleas familiares para lograr la expulsión de algún
intruso. Cada vez que veíamos a alguno saliendo en serio con una chica, le
hacíamos la vida imposible, y así arruinamos numerosos compromisos
matrimoniales, porque no queríamos que nadie se casara, no queríamos más gente
a la que alimentar.
"En los viejos tiempos, el
nacimiento de un niño era celebrado con entusiasmo y generalmente ayudábamos a
las familias a pagar sus facturas de la clínica si estaban apretadas. Pero
luego, cuando nacía un niño, estábamos varias semanas sin dirigirle la palabra
a sus padres. Para nosotros, los niños eran como las langostas para los
agricultores. En otras épocas ayudábamos a quien tuviera enfermos en su casa,
pero luego... Voy a contarle un solo caso. Se trataba de la madre de un hombre
que llevaba con nosotros quince años. Era una anciana afable, alegre e
inteligente, que nos llamaba por nuestros nombres de pila, y con la que todos
solíamos simpatizar. Un día se cayó por la escalera del sótano, y se fracturó
la cadera. Sabíamos lo que eso significaba, a su edad, y el médico dijo que
tenía que ser internada en un hospital de la ciudad para someterla a un
tratamiento costoso y prolongado. La anciana murió la noche antes de ser
traslada a la ciudad para su internación. Nunca se pudo establecer la causa de
su fallecimiento. No sé si fue asesinada, nadie lo dijo, nadie hablaba del
tema. Todo cuanto sé es que... y esto es lo que no puedo olvidar... es que yo
también deseé que muriera. ¡Que Dios nos perdone! Tal era la hermandad, la
seguridad, la abundancia que se suponía que el famoso plan nos iba a brindar.
"¿Qué motivo había para que
se predicara esta clase de horror? ¿Sacó alguien algún provecho de todo esto?
Sí, los herederos de Starnes. No vaya usted a contestarme que sacrificaron una
fortuna y que nos entregaron la fábrica como regalo, porque también en esto nos
engañaron. Es verdad que entregaron la fábrica, pero los beneficios, señora,
dependen de aquello que se quiere conseguir. Y no había dinero en el mundo que
pudiese comprar lo que los herederos de Starnes buscaban porque el dinero es
demasiado limpio e inocente para tal cosa.
"El más joven, Eric Starnes,
era un sometido, sin valor ni energía para hacer nada en especial. Resultó
electo director del departamento de Relaciones Públicas que no hacía nada y
tenía a sus órdenes a un personal ocioso, por lo cual no tenía por qué quedarse
en la oficina. Su paga, en realidad no debería llamarla así, porque no se
‘pagaba’ a nadie... la limosna que se votó para él, era muy modesta, algo así
como diez veces mayor que la mía, pero a Eric no le importaba el dinero, porque
no hubiera sabido qué hacer con él. Pasaba el tiempo entre nosotros,
demostrándonos su compañerismo y su espíritu democrático. Le encantaba que la gente
le demostrase afecto. Su mayor empeño consistía en recordarnos a cada instante
que nos habían dado la fábrica. Ya no podíamos soportarlo.
"Gerald Starnes era nuestro
director de producción. Nunca pudimos averiguar la medida de su rastrillaje de
ganancias, pero hubiéramos necesitado todo un equipo de contadores y otro de
ingenieros para saber de qué modo todo aquel dinero pasaba por una tubería
directa o indirectamente a su despacho. Sin embargo, nada figuraba como
beneficio particular, sino como medios con los que pagar los gastos de la
compañía. Gerald tenía tres automóviles, cuatro secretarias y cinco teléfonos,
y solía organizar fiestas con champán y caviar, que ningún gran magnate que
pagara impuestos en el país podía permitirse. Gastó más dinero en un año que el
que ganó su padre en los dos últimos de su vida. En su despacho encontramos
unos cuarenta kilos de revistas, llenas de artículos sobre nuestra fábrica y
nuestro noble plan, con grandes retratos de Gerald Starnes, en los que se lo
mencionaba como un ‘gran paladín social’. Por la noche le gustaba entrar en las
tiendas vestido de etiqueta, con gemelos de brillantes, del tamaño de monedas,
desparramando la ceniza de su puro por doquier. Un bruto con plata que no tiene
otra cosa que exhibir aparte de su dinero, ya es un tipo desagradable, pero al
menos no necesita mostrar que el dinero es suyo y uno puede contemplarlo con la
boca abierta si lo desea. Pero cuando un bastardo como Gerald Starnes se exhibe
de ese modo y declara una y otra vez que no le preocupa la riqueza material y
que sólo sirve a ‘la familia’, que todos aquellos lujos no son para él sino en
beneficio del bien común porque es preciso mantener el prestigio de la firma y
del noble plan de la misma... entonces es cuando uno aprende a aborrecer a esos
seres como nunca se ha aborrecido a ningún ser humano.
"Pero su hermana Ivy era
peor. A ella realmente no le importaba la riqueza material. La asignación que
recibía no era mayor que la nuestra, y siempre iba con zapatos chatos y faldas
simples y camisas, con el fin de demostrar su indiferencia. Era directora de
Distribución, a cargo de nuestras necesidades, la que, en realidad, nos tenía
agarrados del cuello. Se suponía que la distribución se realizaba por votación,
por la voz de la gente, pero cuando la gente son seis mil voces roncas que
tratan de decidir sin ningún criterio, medida o razón, cuando no existen reglas
y cada uno puede pedir lo que quiera sin tener derecho a nada, cuando cada cual
ejerce el derecho sobre la vida ajena pero no sobre la suya, todo acaba como
efectivamente terminó: Ivy Starnes acabó siendo la voz del pueblo. Al finalizar
el segundo año, abandonamos aquella farsa de las ‘reuniones de familia para
proteger la eficacia productora y economizar tiempo’, que solían durar diez
días, y todas las peticiones fueron enviadas directamente a la oficina de la
señorita Starnes. No, no eran enviadas. Mejor dicho, cada peticionante en
persona debía presentarse allí y ella elaboraba una lista de distribución que
nos leía en una reunión que duraba tres cuartos de hora. Luego votábamos. Había
diez minutos para la discusión y las objeciones, pero no formulábamos ninguna,
para ese tiempo ya nos habíamos dado cuenta. Nadie puede dividir la renta de
una fábrica entre miles de obreros, sin una norma con que medir el valor de la
gente. La de la señorita Ivy era la adulación a su persona. ¿Desinteresada? En
los tiempos de su padre todo su dinero no le hubiera permitido hablar al tipo
más bajo de su empresa en el modo como ella solía hablarles a nuestros más
hábiles obreros y a sus esposas. Tenía unos ojos pálidos, vidriosos, fríos y
muertos. Si se quería conocer la maldad absoluta, bastaba con observar cómo
resplandecían sus ojos cuando alguien le respondía a un cuestionamiento para
entonces ya no recibir más que la "asignación básica". Al observar
aquello, comprendíamos el motivo real de quienes fueran capaces de apreciar la
consigna: ‘De cada cual según su capacidad; a cada cual según sus necesidades’.
"Allí residía el secreto de
todo. Al principio no dejaba de preguntarme cómo era posible que hombres
educados, justos y famosos, pudieran cometer un error semejante y presentar
como buena tal abominación, cuando cinco minutos de reflexión les hubieran
indicado lo que sucedería en caso de que alguien pusiera en práctica semejante
idea. Ahora comprendo que no obraron así por error, porque errores de este
tamaño no se cometen nunca inocentemente. Cuando alguien se hunde en alguna
forma de locura, imposible de llevar a la práctica con buenos resultados, sin
que exista, además, razón que la explique, es porque tiene motivos que no
quiere revelar. Y nosotros no éramos tampoco tan inocentes cuando votamos a
favor del plan, en la primera reunión. No lo hicimos sólo porque creyéramos que
la vieja y empalagosa farsa que nos presentaban fuera buena. Teníamos otro
motivo, pero la farsa nos ayudó a ocultarlo de nuestros vecinos y de nosotros
mismos. La farsa nos daba una posibilidad de hacer pasar como virtud algo de lo
que nos hubiéramos avergonzado. Ninguno votó sin pensar que dentro de una
organización de tal clase participaría en los beneficios de quienes eran más
hábiles que él. Nadie se consideró lo bastante rico y listo para no creer que
alguien lo sobrepasaría, y este plan lo participaría de la riqueza y la
inteligencia ajenas. Pero pensando conseguir beneficios de quienes estaban por
encima, olvidamos que había seres inferiores, que buscaban lo mismo de
nosotros, olvidamos a los inferiores que tratarían de explotarnos del mismo
modo que cada uno intentaría explotar a sus superiores. El obrero impulsado por
la idea de que sus necesidades le daban derecho a un automóvil como el de su
jefe, olvidó que todo pordiosero y vagabundo de la tierra empezaría a exigir un
refrigerador como el del obrero. Ése fue nuestro motivo real cuando votamos.
Tal es la verdad pero no nos gustaba reconocerlo y cuanto más lo lamentábamos,
más alto gritábamos nuestro amor hacia el bien común.
"Conseguimos lo que nos
habíamos propuesto, pero cuando nos dimos cuenta de lo que aquello
representaba, ya era demasiado tarde. Estábamos atrapados, sin lugar adónde
huir. Los mejores de entre nosotros abandonaron la fábrica en la primera semana
del plan. Así perdimos a los mejores ingenieros, supervisores, capataces y
obreros especializados. Todo el que se respete no quiere verse convertido en
vaca lechera de la comunidad. Algunos intentaron impedir el proyecto, pero no
lo consiguieron. Los hombres huían de la fábrica como de una zona infectada,
hasta que no quedaron más que los necesitados, sin habilidad ni condiciones.
"Si algunos de nosotros,
dotados de ciertas cualidades, optamos por quedarnos, fue porque llevábamos
allí muchos años. En los viejos tiempos, nadie renunciaba a Twentieth Century y
no podíamos hacernos a la idea de que aquellas condiciones ya no existieran
más. Transcurrido algún tiempo, nos fue imposible marcharnos, porque ningún
otro empresario nos habría admitido, y no se los puede culpar. Nadie, ninguna
persona respetable, quería tratar con nosotros. Los dueños de las tiendas donde
comprábamos empezaron a abandonar Starnesville a toda prisa, hasta que no nos
quedaron más que los bares, las salas de juego y algunos comerciantes
estafadores y aprovechadores, que nos vendían bazofia a precios exorbitantes.
Nuestras asignaciones fueron perdiendo valor a medida que aumentaba el costo de
vida. En la empresa, la lista de los necesitados se fue estirando, al tiempo
que la de sus clientes se acortaba. Cada vez era menor la riqueza a dividir
entre más y más gente. En los viejos tiempos solía decirse que Twentieth
Century Motors era una marca tan buena como el oro. No sé qué pensarían los
herederos de Starnes si es que pensaban algo, pero tengo la impresión de que,
igual que todos los planificadores sociales y los salvajes insensatos, estaban
convencidos de que aquella marca era en sí misma una especie de emblema mágico
dotado de un poder sobrenatural que los mantendría ricos, igual que a su padre.
Pero cuando nuestros clientes empezaron a notar que nunca lográbamos entregar
un pedido a tiempo, y que siempre había algún defecto en los que entregábamos,
el mágico emblema empezó a operar en sentido inverso: la gente no aceptaba un
motor marca Twentieth Century ni regalado. Llegó un momento en que nuestros
únicos clientes fueron los que nunca pagaban ni pensaban hacerlo, pero Gerald
Starnes, embrutecido y engreído por su propia publicidad, empezó a ir de un
lado a otro con aire de superioridad moral, exigiendo que los empresarios nos
pasaran pedidos, no porque nuestros motores fueran buenos, sino porque
necesitábamos esos pedidos urgentemente.
"Por aquel entonces, una
ciudad fue testigo de lo que generaciones de profesores pretendieron no
observar. ¿Qué beneficios podría reportar nuestra necesidad a una central
eléctrica, por ejemplo, si sus generadores se paraban a causa de un defecto en
nuestros motores? ¿Qué beneficio reportaría a un hombre tendido en una camilla
de operaciones, si, de pronto, se le cortara la luz? ¿Qué bien haría a los
pasajeros de un avión si el motor fallaba en pleno vuelo? Y si adquirían
nuestros productos no por su calidad sino por nuestra necesidad, ¿la acción
moral del propietario de la central eléctrica, del cirujano y del fabricante
del avión sería buena, justa y noble?
"Sin embargo, tal era la ley
moral que profesores, directivos y pensadores habían querido establecer. Si
esto fue lo que ocurrió en una pequeña ciudad donde todos nos conocíamos,
¿imagina lo que hubiera sido a escala mundial? ¿Imagina lo que hubiera ocurrido
si hubiéramos tenido que vivir y trabajar, sujetos a todos los desastres y a
todos los inconvenientes del planeta? Trabajar pensando en que si alguien
fallaba en cualquier lugar, era uno quien debería pagarlo. Trabajar sin
posibilidad alguna de progreso, con la comida, la ropa, el hogar y las distracciones
pendientes de una estafa, una crisis de hambre o una peste en cualquier lugar
del mundo. Trabajar sin posibilidades de una ración extra, hasta que los
camboyanos tuvieran alimento suficiente o hasta que todos los patagónicos
hubieran ido a la universidad. Trabajar con un cheque en blanco, en poder de
cada criatura nacida, hombres a los que nunca vería, cuyas necesidades no
conocería, cuya laboriosidad, pereza o mala fe nunca podría llegar a aprender o
cuestionar. Tan sólo trabajar, trabajar y trabajar, dejando que las Ivys o los
Geralds del mundo decidieran qué estómagos habrían de consumir el esfuerzo, los
sueños y los días de su vida. ¿Es ésta la ley moral a aceptar? ¿Es éste un
ideal moral?
"Lo intentamos y aprendimos la lección. Nuestra agonía duró cuatro años, desde la primera reunión hasta la última, y todo terminó del único modo que podía terminar: en la quiebra. Durante la última reunión, Ivy Starnes fue la única que intentó forcejear un poco. Pronunció un corto, desagradable y agresivo discurso en el que dijo que el plan había fracasado porque el resto del país no lo había aceptado, que una sola comunidad no podía llevarlo a la práctica y triunfar en medio de un mundo egoísta y avaro; que el plan era un ideal noble, pero que la naturaleza humana no estaba a su altura. Un joven, el mismo que había sido castigado por habernos dado una idea útil durante el primer año, se puso de pie, mientras todos seguíamos sentados en silencio, y se dirigió a Ivy Starnes, que ocupaba el estrado. No dijo nada, sino que la escupió en la cara. Y ése fue el fin del noble plan de Twentieth Century.
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