Por: Carmelo Saavedra
La lucha contra la desiguadad o por la consolidación de los derechos sociales
son, realmente, lo que da forma al discurso político e ideológico de
los socialistas o intervencionistas, valga la redundancia. Aunque, a
decir verdad, en los últimos tiempos, la idea de derechos sociales
se ha ido incorporando también, desafortunadamente, como elemento
dinamizador del programa político y de la agenda de otras muchas
corrientes políticas e intelectuales, a pesar de que, erróneamente, haya
casos en los que pretendan erigirse como representantes o valedores del
liberalismo.
Dicho lo
anterior, habría que preguntarse en qué momento la socialdemocracia
–sistema estructural y hegemónico tanto en España como en Europa– se
quedó sin argumentos y se dispuso a elevar cada uno de sus propósitos a
la categoría moral de derechos.
Pero, sobre todo, habría que preguntarse por qué materializan esos
supuestos derechos en una avanzadilla contra la libertad de los
individuos y sus –esta vez sí– derechos más elementales, también
llamados derechos negativos o, en conjunto, libertad negativa. Nos referimos, por supuesto, a la vida, la libertad y la propiedad privada.
Debemos
afirmar, y es obligación de los liberales demostrarlo así, que la
socialdemocracia, su idea inherente de gran gobierno y su patrocinio de
la corrección política no tienen otro objeto más que el del intento de
derribar las diferencias entre los individuos, unas desigualdades que
son, inequívocamente, inevitables. Y de este propósito y de sus
consecuencias es testigo prácticamente la totalidad del siglo XX e,
incluso, el propio siglo XXI. Tanto en las décadas pasadas como
actualmente podemos contemplar cómo el fin de querer acabar con la
desigualdad ha resultado ser sumamente catastrófico y ruinoso. Pudimos
verlo desde la instauración de la Unión Soviética hasta su
desintegración entre finales de los años 80 y principios de los 90, y
podemos verlo hoy en el virus populista y totalitario que se ha
extendido a lo largo de América Latina desde principios de siglo y que
algunos parecen decididos a importar a España. Es por ello por lo que es
inaceptable interpretar los derechos fundamentales del hombre del modo
que se interpretan hoy; es decir, como la vía que justifica acabar con
la autonomía de los individuos o minimizarla a medida que las
competencias de los políticos y el Estado se amplían y se fortalecen.
Hoy, los
partidos políticos, numerosos intelectuales y, cómo no, los gobiernos
esgrimen que es el fortalecimiento de los llamados derechos sociales
la garantía para acabar con la pobreza y la desigualdad. Esto es falso.
Es falso porque, para impulsar los derechos sociales es condición sine qua non
que muchos individuos se vean coaccionados a abdicar de la libertad de
administrar sus propias vidas y su propiedad privada: su trabajo no
tiene ya el fin óptimo de desarrollar su propio proyecto vital, sino
también, parte del de los beneficiarios de los derechos sociales. Así, el concepto de sociedad ya no se percibe como un conjunto de ciudadanos libres e iguales ante la ley,
que no mediante esta, sino como un ente en el que, parafraseando a
Thomas Paine, una parte de los individuos es coaccionada para mantener
con su esfuerzo, su trabajo y el resultado de la combinación de ambos a
la otra parte. En consecuencia, es de justicia considerar que, a medida
que se conceden derechos sociales o se amplía la concesión de cualquiera de estos, la libertad de los ciudadanos se reduce.
Y, por tanto, podemos corroborar también que los derechos sociales no
implican una ampliación cualitativa de los derechos individuales o, como
los hemos llamado antes, derechos negativos, sino la limitación de estos y su progresiva eliminación. ¿Por qué es justo redistribuir la riqueza? ¿Por qué se la considera fundamental para cumplir con los derechos sociales?
Lo justo, en su lugar, debiera ser la eliminación de las barreras que
impiden a aquellos con rentas más bajas acceder a fuentes mayores de
recursos y de riqueza, y no castigar a quienes ya lo han hecho. De lo
contrario, los socialistas solo conseguirán, y de hecho así ha sido, menos desigualdad pero más pobreza.
Cuba podrá presumir de ser uno de los países menos desiguales del
mundo, pero es un país pobre. En cambio, en el otro extremo, Estados
Unidos puede ser uno de los países menos igualitaristas pero, en cambio,
uno de los más ricos. En efecto, pobreza y desigualdad son dos
conceptos que no han de ir intrínsecamente unidos. Y es que la forma en
que interactúan la igualdad y la desigualdad no es estática, sino dinámica y compleja.
La igualdad entre dos individuos será mayor si el mejor empeora y si el
peor mejora partiendo de la iniciativa y la responsabilidad de ambos.
Pero también será mayor si el origen está en una transferencia de
recursos, como el dinero o las diversas formas en las que se manifiesta
la riqueza. No obstante, si se arrebata parte de la riqueza al individuo
productivo para cederla al individuo improductivo, la consecuencia
lógica es la desincentivación de la productividad individual y, por
tanto, de la creación de riqueza. Y, naturalmente, en su lugar se
incentivarán la improductividad y el parasitismo. ¿Quieren los
individuos ser más iguales que otros o más desiguales? Pues depende. Una
persona querrá ser más igual a otra en aquello en lo que es peor que
ella, y, por el contrario, querrá ser más desigual en aquello que es
mejor que ella o tiene la capacidad de serlo. Por tanto, podemos afirmar
que la desigualdad ejerce un rol fundamental
en el seno de las sociedades, promoviendo el impulso creador y
manteniendo abiertas las puertas a una mayor capitalización que redunda
en beneficio del conjunto de los ciudadanos. Y esta la razón por la que
el culto a la igualdad, casi siempre disfrazado de envidia por el éxito
ajeno, tanto en política como en cualquier otro espacio, es notablemente
devastador, pues tiene la nefasta consecuencia de la perversión de las
relaciones entre los individuos.
Así pues,
es un gravísimo error de los partidos políticos y de los gobiernos
predicar o legislar contra la desigualdad y estigmatizar, e incluso,
penalizar la selección meritocrática, la creación de riqueza y el
alcance del éxito. Y esto último es incluso peor, pues parece existir un
amplio consenso para condenar mediática y públicamente el lucro y la
creación de riqueza, considerando a ambos como algo pernicioso cuando,
realmente, si se lleva a cabo lícitamente y sin perjuicio de la libertad
de las personas, es lo que inspira el desarrollo y el progreso de los individuos.
En cambio, entre más sobresale un individuo y mejores sean los
resultados de su iniciativa y de su esfuerzo, más habrá que demonizarlo.
Décadas de anticapitalismo, de propaganda igualitarista y corrección
política así lo han querido.
En
definitiva: ni el éxito es una vileza, ni sobresalir entre otros debe
derivar en una actitud censurable. Quienes sobresalen y triunfan, ya se
trate de un empresario, un deportista, un actor o un filántropo, merecen
reconocimiento y no rechazo. Reprimir la libre iniciativa de los
individuos o censurar a estos moralmente en beneficio de la igualdad y
de los derechos sociales suponen, en conjunto, la vía más rápida hacia
la mediocridad y el fracaso.
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