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Wednesday, June 22, 2016

Las contradicciones internas del Estado, Murray Rothbard

Capítulo XXIII del libro La Ética de la Libertad de Murray Rothbard.

Uno de los más graves problemas que se plantean en los debates acerca de la necesidad del gobierno es el hecho de que tales discusiones se sitúan inevitablemente en el contexto de siglos de existencia y de dominio del Estado, un dominio al que ya se han habituado los ciudadanos. El irónico emparejamiento de las dos certezas del dicho popular («no hay nada más seguro que la muerte y los impuestos») demuestra que el público se ha resignado a la presencia del Estado como un poder funesto pero inevitable de la naturaleza para el que no existe posible alternativa. Ya los escritos de La Boéthie en el siglo XVI supieron ver que el Estado se cimenta en la fuerza de la costumbre. Para desprendernos de las pautas de lo acostumbrado no debemos, como es natural, contentarnos con comparar el Estado hoy existente con una magnitud desconocida, sino que debemos partir del cero social, mediante la ficción lógica del «estado de naturaleza», y contraponer los argumentos a favor del establecimiento del Estado a aquellos otros que propugnan una sociedad libre.



Supongamos, por ejemplo, que arriba súbitamente a una determinada región un importante número de personas y se ponen a considerar bajo qué clase de convenios o disposiciones sociales quieren vivir. Una persona o un grupo argumenta como sigue (haciendo suyo el razonamiento típico a favor del Estado): «Si a cada uno de nosotros se nos permite permanecer libres bajo todos los aspectos, y más en concreto si a cada uno de nosotros se nos permite conservar las armas y el derecho a la autodefensa, estallarán guerras de todos contra todos y la sociedad se vendrá abajo. Por consiguiente, vamos a depositar todos nuestras pistolas y nuestro poder de adoptar decisiones últimas y de establecer y defender nuestros derechos en la familia Álvarez. Ella nos guardará de nuestros instintos depredadores, mantendrá la paz social y consolidará la justicia.» Sería absolutamente normal que los componentes del grupo (a excepción tal vez de los miembros de la familia Álvarez) se pararían a reflexionar un momento sobre este esquema claramente absurdo. Bastaría la simple pregunta: «¿Quién nos defenderá de los Álvarez, sobre todo si nos vemos privados de las armas?» para echar por tierra el proyecto. Y, sin embargo, este es el tipo de argumentación al que ahora ciegamente nos adherimos, por la simple razón de que la «familia Álvarez» ha venido gobernando tanto tiempo que ya con esto «legitima» su dominio. El empleo del modelo de estado natural nos ayudará a liberarnos de las telarañas de la costumbre para ver al Estado tal cual es, para advertir que el emperador está desnudo.
Si contemplamos con mirada fría y lógica la teoría del «gobierno limitado», podremos advertir que se trata de una quimera, ya que desarrolla una «utopía» inconsistente e irrealista. En primer lugar, no hay razón alguna para suponer que una vez que la «familia Álvarez» —o los gobernantes estatales— han conseguido hacerse con el monopolio forzoso de la violencia, dicho monopolio se «limitará» a la protección de las personas y las propiedades. El hecho cierto, atestiguado por la historia, es que los gobiernos no han respetado estas «limitaciones». Y hay muy buenas razones para dar por supuesto que nunca lo harán. En primer lugar, porque, una vez establecido el canceroso principio de la coacción —de las rentas coactivas y del monopolio forzoso de la violencia— y legitimado como el genuino núcleo de la sociedad, existen excelentes motivos para suponer que este precedente se expandirá y se hermoseará. El interés económico de los gobernantes estatales les empujará a trabajar activamente en favor de esta expansión. Cuanto más se amplíen los poderes coactivos del Estado más allá de los límites mimosamente marcados por los teorizadores del laissez-faire, mayor será el deseo y la capacidad de la casta dominante que maneja el aparato del Estado por acrecentarlos. Esta clase dominante, impaciente por maximizar su poder y su riqueza, ampliará las facultades estatales y arrollará toda débil oposición, a medida que vaya ganando terreno su legitimidad y la de sus aliados intelectuales y se vayan estrechando los canales del libre mercado institucional opuestos al monopolio gubernamental de la coacción y al poder de tomar las decisiones últimas. En el mercado libre es una gozosa realidad que la maximización de la riqueza de una persona o de un grupo redunda en beneficio de toda la comunidad; pero en el reino de la política, en el ámbito del Estado, la maximización de la renta y de la riqueza acontece de modo parasitario, en beneficio exclusivo del Estado y de sus dirigentes, y a expensas del resto de la sociedad.
Los partidarios de gobiernos limitados se refugian a menudo en el ideal de un gobierno an-dessus de la mêlée, que se abstiene de tomar partido entre las facciones enfrentadas de la sociedad. Pero, ¿por qué habría de hacerlo? Si el Estado dispone de un poder sin restricciones, sus dirigentes tenderán a aumentar hasta el máximo posible su poder y su riqueza y a expandirlos, por tanto, más allá de los supuestos límites. El punto determinante es que en la utopía del Estado limitado y del laissez-faire no existen mecanismos institucionales para mantener al Estado dentro de unos límites bien establecidos. Debería bastar, a buen seguro, el sangriento registro de los Estados a través de la historia para probar que de todo poder, una vez adquirido, se usa y abusa. El poder corrompe, como advirtió sagazmente el libertario lord Acton.
Pero es que, además, y dejando aparte la ausencia de mecanismos institucionales para hacer que los forjadores de las decisiones últimas y detentadores del poder se «limiten» a la protección de los derechos, hay una grave contradicción interna inherente al ideal de un Estado neutral e imparcial. No hay, en efecto, algo así como impuestos «neutrales» o un sistema impositivo que pretenda ser tan imparcial frente al mercado que los impuestos no influyan en ningún sentido. Como declaraba terminantemente John C. Calhoun, a principios del siglo XIX, la simple existencia de los impuestos niega, por principio, la posibilidad misma de la pretendida neutralidad. Dado, en efecto, un determinado nivel impositivo, lo mínimo que puede ocurrir es que surjan dos clases sociales antagónicas: la de los «gobernantes», que ganan con y viven de los impuestos; y la de los «gobernados» que los pagan. En suma, las clases en conflicto de los «pagadores» netos y de los consumidores netos de impuestos. El resultado último es que los burócratas gubernamentales son necesariamente consumidores de tributos. Y otro tanto debe decirse de las personas o los grupos de personas subsidiadas a través de los inevitables gastos del gobierno.
Como subraya Calhoun:
… los agentes y empleados del gobierno configuran la porción de la comunidad que es receptora exclusiva de los beneficios de los impuestos. Sea cual fuere el montante tomado de la comunidad bajo la forma de impuestos, pasan, si no se pierden, al capítulo de gastos y desembolsos. Ambos —desembolsos e impuestos— constituyen la actividad fiscal del gobierno. Son magnitudes correlativas. Lo que se toma de la comunidad bajo el nombre de impuestos se transfiere a la porción de esta comunidad que es receptora de los desembolsos. Pero como los receptores son sólo una porción de la comunidad, se sigue, tomando juntas las dos partes del proceso fiscal, que sus acciones tienen inevitablemente resultados desiguales para los que pagan impuestos y para los que perciben sus ingresos. No puede ser de otra manera. Y ello sin contar con que lo que se obtiene de cada individuo bajo la forma de impuestos debe retornar a él bajo la de desembolsos, lo que convierte al proceso en ineficaz y absurdo…
Así, pues, el resultado forzoso de la desigual acción fiscal del gobierno es dividir a la comunidad en dos grandes clases: una formada por quienes pagan realmente los impuestos y soportan en exclusiva el peso del fardo del mantenimiento del gobierno; y otra constituida por los perceptores de sus ingresos, mantenidos por el gobierno a través de los desembolsos. O, en pocas palabras, dividir a la comunidad en pagadores y consumidores de impuestos.
El resultado final es crear entre ambas clases relaciones antagónicas en lo concerniente a la acción fiscal del gobierno, y ello en todo el curso de la política conectada con dicha acción. Cuanto más elevados son los impuestos y los desembolsos, mayores son las ganancias de una clase y las pérdidas de la otra, y viceversa… El efecto de todo aumento contributivo es enriquecer y reforzar a la una y empobrecer y debilitar a la otra.1
Calhoun da un paso más y señala que la Constitución no es capaz de mantener al Estado dentro de sus límites. Dado, en efecto, el monopolio del Tribunal Supremo, cuyos miembros son seleccionados por el propio gobierno, y garantizado, por tanto, el poder de tomar las decisiones últimas, los jueces, políticamente favorables al sistema, se inclinarán siempre por una interpretación amplia de los textos constitucionales que permita extender los poderes de los gobernantes sobre los ciudadanos; y, con el paso del tiempo, los que están «dentro» del sistema tenderán inexorablemente a imponerse a la minoría de los que están «fuera» y argumentan en vano en pro de una interpretación «estricta» que limite las facultades del Estado.2
Y no son éstas las únicas fatales deficiencias y las incongruencias del concepto del gobierno del laissez-faire. En primer lugar, los politólogos partidarios de este tipo de gobierno dan por supuesto, de ordinario, que el Estado es necesario para la creación y el desarrollo de la ley. Pero este supuesto es históricamente falso. La mayoría de las leyes, y más en particular los componentes más libertarios de las mismas, no han sido producidas por el Estado, sino por instituciones no estatales: pueden citarse aquí las costumbres tribales, los jueces y tribunales de la ley común, la legislación de los tribunales mercantiles, las leyes marítimas de los tribunales creados por los propios marineros. Los jueces competentes de la ley común y los ancianos de las tribus no se dedicaban a hacer leyes, sino a descubrirlas en los principios ya existentes y generalmente aceptados y aplicarlas a los casos específicos que se les planteaban o a las nuevas circunstancias tecnológicas e institucionales.3 Este mismo proceso se dio en el derecho privado romano. En la antigua Irlanda, sociedad con más de mil años de existencia cuando fue conquistada por Cromwell, «no había huellas de una justicia administrada por el Estado. Allí, escuelas competentes de juristas profesionales interpretaban y aplicaban el corpus común de la ley consuetudinaria y sus decisiones eran ejecutadas por los tuatha o agentes competentes y voluntarios. Estas normas consuetudinarias no eran, por lo demás, producto del capricho o de la casualidad, sino que se enraizaban conscientemente en la ley natural y eran, por tanto, accesibles a la razón humana.4 Pero es que, además, como añadidura a la inexactitud histórica de la opinión que considera que el Estado es necesario para el desarrollo de las leyes, Randy Barnett ha demostrado brillantemente que el Estado no puede, en virtud de su misma esencia, obedecer sus propias normas legales. Y si esto es así, se deduce que es, por fuerza, incompetente e intrínsecamente contradictorio como legislador. En una exégesis y reseña crítica a la obra fontanal de Lon L. Fuller The Morality of Law, Barnett observa que, para Fuller, las concepciones actuales del positivismo legal incurren en un persistente error: «El supuesto de que la ley debe ser considerada… como la proyección unidireccional de la autoridad, que tiene su origen en el gobierno y que es impuesta a los ciudadanos por este mismo gobierno.»5 Y puntualiza que la ley no es simplemente «vertical» —una normativa que desciende desde el Estado hasta los ciudadanos— sino también «horizontal», que surge del pueblo y que la gente aplica en sus mutuas relaciones. Y aduce, como ejemplo convincente de estas leyes «recíprocas» no estatales, el derecho internacional y el tribal, las normas privadas, etc. En su opinión, el error positivista nace de la incapacidad de reconocer un principio crucial de la propia ley, a saber, que el legislador debe obedecer las leyes que él mismo dicta a sus ciudadanos o, en sus propias palabras, «la ley promulgada presupone en sí misma la obligación, por parte del gobierno, de atenerse a sus propias normas en sus relaciones con sus súbditos.»6
Barnett señala con acierto que Fuller incurre en un importante error al no aplicar en la medida necesaria su propio principio, ya que lo imita a las «normas [de procedimiento] por las que se rigió la promulgación de las leyes en el pasado», cuando en realidad debería aplicarse a la sustancia de estas mismas leyes. Al no llevar el principio hasta sus últimas consecuencias lógicas, Fuller no acierta a ver la contradicción intrínseca en que incurre el Estado en cuanto legislador. Como Barnett indica:
Fuller no corona con éxito su intento porque no ha llevado lo bastante lejos su propio principio. De haberlo hecho, habría advertido que el sistema legal estatal no se ajusta al principio de la coherencia oficial con sus propias normas. Precisamente porque ven que el Estado viola intrínsecamente sus propias normas es por lo que los positivistas concluyen, en cierto sentido correctamente, que el Estado es un legislador sui generis.7
Pero —añade Barnett—, si Fuller hubiera desarrollado su principio hasta llegar a la afirmación de que «el legislador debe obedecer la sustancia de sus propias leyes», lo que habría descubierto, en realidad, es que «el Estado debe, en virtud de su misma naturaleza, quebrantar sus propias obligaciones».
Barnett subraya certeramente que las dos únicas y esenciales características del Estado son su capacidad de imponer tributos (es decir, de adquirir rentas mediante coacción, y por tanto mediante latrocinio) y de impedir que sus súbditos contraten con agencias defensivas distintas de la del gobierno (monopolio forzoso de la defensa).8 Y al actuar así viola las normas que impone a sus propios ciudadanos. Como este mismo autor explica:
El Estado dice, por ejemplo, que ningún ciudadano puede quitar a otro, por la fuerza y contra su voluntad, lo que le pertenece. Pero esto es cabalmente lo que él hace en virtud de su «legítimo» poder fiscal… Y, lo que es más esencial, el Estado dice que ninguna persona puede usar la violencia contra otra, salvo para defenderse cuando es este otro quien comienza a utilizarla. Ir más allá de este derecho de autodefensa sería una agresión de los derechos de terceros, violación de un deber legal. Y, sin embargo, el Estado impone a la fuerza, en virtud de su proclamado monopolio, su jurisdicción sobre personas que tal vez no han cometido ninguna mala acción. Con este proceder lleva a cabo una agresión contra los derechos de sus ciudadanos, es decir, realiza algo que sus normas dicen que los ciudadanos no pueden hacer.
El Estado, en suma, puede robar allí donde sus subditos no pueden, y puede agredir (ser el primero en recurrir a la violencia) a sus subordinados, pero prohibiéndoles al mismo tiempo ejercer este mismo derecho. Esto es lo que los positivistas tienen presente cuando dicen que la ley (refiriéndose a la promulgada por el Estado) es un proceso vertical unidireccional. Y esto es lo que desmiente cualquier pretensión de verdadera reciprocidad.9
Barnett concluye que el principio de Fuller —explicado de forma coherente— significa que en un auténtico y adecuado sistema legal el legislador «debe obedecer todas sus normas, tanto las de procedimiento como las sustantivas». Por consiguiente, «en la medida en que no lo hace ni puede hacerlo, no es ni puede ser un sistema legal y sus actos están fuera de la ley. El Estado qua Estado es, en conclusión, un sistema ilegal.»10
Otra de las contradicciones internas de la teoría del Estado del laissez-faire es la relativa a los impuestos. Si el Estado debe limitarse a la «protección» de las personas y de las propiedades, y si los impuestos deben ceñirse a proporcionar únicamente este servicio, ¿con qué criterios deciden las autoridades estatales cuánta protección hay que dar y cuántos impuestos fijar? Porque, contrariamente a lo que afirma la teoría del Estado limitado, la «protección» no es una «cosa» más colectiva y más global que cualesquiera otros bienes o servicios de la sociedad. Supongamos que podemos presentar otra teoría competidora según la cual el Estado debería «limitarse» a proporcionar libremente ropa a todos los ciudadanos. Este tipo de suministro difícilmente tendría limitaciones viables, aparte otros fallos de la teoría. En efecto, ¿cuánta ropa y a qué coste? ¿Deberán proporcionárseles a todos y cada uno de los ciudadanos modelos de Balenciaga, por poner un ejemplo? Y ¿quién decide cuántos vestidos, y de qué calidad, debe recibir cada persona? La «protección» puede abarcar desde un policía para toda una provincia hasta un guardaespaldas armado y un coche blindado para cada ciudadano, una propuesta que llevaría a la sociedad a la bancarrota a toda prisa. ¿Quién decide, pues, el nivel de protección, dado que es indiscutible que toda persona está mejor protegida frente al peligro de robo o de asalto si dispone de un cuerpo de guardaespaldas armados que si no lo tiene? En el mercado libre, las decisiones sobre la cantidad y la calidad de todos y cada uno de los bienes y servicios que se le pueden proporcionar a cada persona se toman a partir de las compras voluntarias de cada individuo concreto. Pero, ¿qué criterio puede aplicarse cuando es el gobierno quien toma las decisiones? La respuesta es: ninguno. Las decisiones gubernamentales se inscriben en el capítulo de lo puramente arbitrario.
En segundo lugar, es vano empeño buscar en los escritos de los partidarios del laissez-faire una teoría convincente de la tributación: no sólo cuántos impuestos deban pagarse, sino también quién está obligado a pagar. La teoría, generalmente aceptada, de «capacidad de pago» es, como ha señalado el libertario Frank Chodorov, la filosofía del salteador de caminos: sacar a las víctimas cuanto el atracador pueda llevarse. Pero difícilmente puede aceptársela como una filosofía social concluyente y se aleja totalmente, por supuesto, del sistema de pago del mercado libre. Si se obligara, en efecto, a todos y cada uno de los ciudadanos a pagar por cada bien y servicio de una manera proporcional a sus rentas, no podría existir ningún sistema de precios ni podría funcionar ningún sistema de mercado. (A David Rockefeller se le podría obligar a pagar un millón de dólares por una rebanada de pan.)11
Añádase que ningún partidario del laissez-faire ha sabido articular hasta el momento una teoría del tamaño del Estado: si el Estado ha de tener el monopolio forzoso de la violencia en un área territorial dada, ¿qué extensión ha de tener dicha área? Estos teorizadores no han prestado la debida atención al hecho de que el mundo ha vivido siempre en una «anarquía internacional», sin gobiernos ni monopolios forzosos para la toma de decisiones entre varios países. Y, a pesar de ello, las relaciones internacionales entre ciudadanos privados de diferentes países han funcionado en general suavemente y sin fricciones, a pesar de no tener un gobierno común. Una discusión sobre los términos de un contrato o sobre agravios de un ciudadano de Dakota del Norte con otro de Manitoba se tramita casi siempre sin alteraciones, de ordinario a través de cargos y requerimientos de uno de ellos ante tribunales cuyas sentencias son reconocidas por los tribunales de la otra parte. Las guerras y los conflictos se dan usualmente entre los Estados —no entre los ciudadanos privados— de los diferentes países.
Pero, ahondando un poco más, ¿reconocerá un partidario del laissez-faire el derecho de una región o de un país a separarse del resto? ¿Está legitimada Ruritania Occidental para separarse de Ruritania? Si no, ¿por qué no? Y si lo está, ¿puede marcarse un punto límite lógico para la oleada secesionista? ¿Puede secesionarse una región, y luego una ciudad de la región, y luego un barrio de la ciudad, y a continuación una calle del barrio y, finalmente, una persona particular de esta calle?12 Una vez admitido algún derecho de secesión, no existe ningún tipo de limitaciones lógicas para las secesiones individuales. Y esto desemboca, obviamente, en el anarquismo, ya que los individuos pueden secesionarse y montar sus propias agencias de defensa, con el consiguiente desmigajamiento del Estado.
Hay, para concluir, una incongruencia decisiva en el referido criterio del laissez-faire que se propone limitar la función del Estado a las tareas de protección de las personas y las propiedades. Si el Estado está legitimado para imponer contribuciones, ¿por qué no ha de exigir de sus súbditos impuestos que le permitan proporcionar otros bienes y servicios que pueden usar en su calidad de consumidores? ¿Por qué no habría de poder el Estado construir plantas siderúrgicas, fabricar y proporcionar zapatos, diques, servicios postales, etc.? Los consumidores usan todos y cada uno de estos bienes. Si los partidarios del laissez-faire objetan que el Estado no puede montar siderurgias o fábricas de calzado para proporcionar sus productos a los consumidores (gratis o por un precio) porque para desarrollar estas actividades tendría que recurrir a impuestos coactivos, esta misma objeción puede hacerse, como es evidente, respecto de la policía estatal o de los servicios de administración de justicia. El gobierno no actuaría más inmoralmente, según la teoría del laissez-faire, cuando proporciona viviendas o acero que cuando ofrece protección policial. No puede, pues, defenderse la hipótesis de un Estado limitado a la protección ni siquiera dentro del ideal mismo del laissez-faire, y mucho menos aún desde cualquier otra consideración. Es cierto que podría emplearse este modelo para prevenir las actividades coactivas de «segundo nivel» del gobierno (es decir, las que desbordan la coacción inicial de los impuestos), por ejemplo, los controles de precios o la ilicitud de la pornografía, pero ahora los «límites» se tornan borrosos y se les puede ampliar hasta un colectivismo virtualmente absoluto, en el que el gobierno sólo proporciona bienes y servicios, pero los proporciona todos.

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