Pensamientos sobre la suerte
Por Alberto Benegas Lynch (h)
De entrada consigno que no hay tal cosa
como suerte propiamente dicha ya que los sucesos son consecuencia de
nexos causales o razones que los provocaron. Incluso el resultado de
tirar los dados no es debido a la suerte sino que deriva del peso de los
mismos, la fuerza con que fueron arrojados, el roce del paño y demás
elementos físicos presentes.
Cuando alguien dice que tuvo suerte de
encontrarse con fulano o mengano, en verdad es porque el sujeto en
cuestión no previó los procesos anteriores al encuentro que
inevitablemente lo produjeron.
En esta misma línea argumental, en rigor
no es pertinente aludir a la casualidad puesto que se trata de
causalidad en el campo de la física o la biología y las razones o
motivos en el campo de las ciencias sociales.
Es en un sentido coloquial que se afirma
que uno tuvo suerte de haber nacido en el seno de la familia que lo
hizo, la salud que tiene, el trabajo que obtuvo, el cónyuge con quien
convive, los hijos que tuvo y así sucesivamente, pero como queda dicho,
no es suerte en el sentido estricto del vocablo que no tiene lugar nunca
bajo ninguna circunstancia, tampoco se trata del azar o la fortuna como
equivalentes de la suerte.
A continuación dedicaremos algún espacio
a una obra especialmente pertinente para el tema que aquí abordamos,
pero antes es conveniente siquiera mencionar el aspecto central de lo
que se conoce como nuestro destino. Si hemos comprendido que los seres
humanos no somos solo kilos de protoplasma, no somos loros determinados,
sino que contamos con estados de conciencia, mente o psique y, por
ende, de libre albedrío para que tenga sentido el razonamiento, las
ideas autogeneradas, la responsabilidad individual, la moral y la propia
libertad, si hemos comprendido esto decimos, concluimos que cada uno de
nosotros forjamos nuestro propio destino en el ámbito de lo que hace a
nuestras decisiones, lo cual, claro está, no quiere decir que seamos
adivinos respecto a sucesos futuros que desconocemos por completo. La
incertidumbre constituye un rasgo que nos envuelve.
Mucho se ha escrito sobre la suerte pero
hay un libro que estimamos de gran interés en la materia sobre el que
aludimos en este breve escrito y es La suerte de Nicholas
Rescher con quien “he tenido la suerte” (en verdad un privilegio) de
comunicarme en su momento por la vía cibernética en distintas
oportunidades en relación a algunas de sus muchas obras. Rescher ha
enseñado en Oxford y Salamanca, de nacionalidad alemana pero radicado en
Estados Unidos donde presidió la American Philosophical Association y
fue director del Centro de la Filosofía de la Ciencia en la Universidad
de Pittsburg.
Rescher construye su libro en base al
antedicho uso coloquial del concepto de suerte y abre su trabajo
comentando “la suerte” que tuvo la población de Kokura en la Segunda
Guerra puesto que las nubes que la cubrían hizo que se abandonara el
proyecto de arrojar la bomba atómica y en su lugar se hizo sobre
Nagasaki con el consiguiente espanto y horror.
Este autor ve el tema de modo distinto
al que hemos comentado al comienzo de esta nota periodística y afirma
que como tenemos un conocimiento muy limitado y fragmentado “estamos
inevitablemente a merced de la suerte”. Apunta que esta visión permite
que cuando a uno le salen las cosas mal en lugar de asumir la
responsabilidad endosamos el hecho a la “mala suerte” y solo atribuimos
los éxitos al mérito propio: “la suerte es un utilísimo instrumento de
autoexculpación”.
En este libro, Rescher sostiene que el
asunto de la llamada suerte no procede de la suma cero, lo cual ilustra
con quien se gana la lotería que puede afirmarse que tuvo suerte
(siempre en el contexto de la definición del autor), de lo cual no se
desprende que pueda sostenerse que los que no se llevan el premio tienen
mala suerte porque no está presente el factor sorpresa o lo inusitado
sino que es la resultado de las probabilidades. Del mismo modo ocurre
con un accidente aéreo: suele decirse que los pasajeros accidentados en
un vuelo tuvieron mala suerte, pero no se habla de la buena suerte de
quienes en otros vuelos llegaron bien a destino ya que “la suerte es la
antítesis de la expectativa razonable” puesto que “supone un desvío
respecto a lo esperable”.
En este libro se destaca la manía de no
pocas personas que desde muy antiguo consultan oráculos, astrólogos y
equivalentes debido a “nuestra incapacidad predictiva” que es
consecuencia de nuestra colosal ignorancia.
En estrecha conexión con lo dicho, antes
he escrito y ahora reitero que hay autores que concluyen que los
aparatos estatales deber re-distribuir los talentos naturales puesto que
no son fruto del mérito de la persona que los posee sino del azar o la
suerte en el sentido coloquial de esas expresiones. Este es el caso de
Amartya Sen, John Elster, John Roemer, Ronald Dworkin y, sobre todo,
John Rawls.
En estos casos, la atención se centra en
la desigualdad de talentos que la naturaleza ha puesto en cada persona
lo cual no resulta de sus respectivos esfuerzos. Básicamente, aquellos
autores sostienen que sería injusta una sociedad que no redistribuyera
los frutos de esos talentos desiguales, descontados los que surgen como
consecuencia del esfuerzo individual, es decir, se limitan a los
talentos innatos.
Hay varios problemas con este modo de
analizar la desigualdad. En primer término, los talentos que resultan
del esfuerzo individual están también conectados con lo innato en cuanto
a las potencialidades o capacidades para realizar el esfuerzo en
cuestión. El sujeto actuante puede decidir la utilización o no de esas
potencialidades pero éstas se encuentran distribuidas de distintos modos
entre las diversas personas. Por tanto, para seguir con el hilo
argumental de aquellos autores, habría que redistribuir el fruto de todos los talentos.
En segundo lugar, la información que pretende tener el planificador social respecto de los talentos no se encuentra disponible ex ante de
las respectivas acciones, ni siquiera para el propio sujeto. Los
talentos se van revelando a medida que se presentan oportunidades e
incentivos varios. Si los incentivos no existen, por ejemplo, porque los
resultados de su aplicación serían expropiados, esos talentos no
aparecerán. Por su parte, en la sociedad libre se abre la posibilidad
de que cada uno utilice sus conocimientos los cuales no son conocidos
por otros, por tanto, no resulta tampoco posible conocer los méritos de
cada uno, es decir, tampoco podemos saber cómo utilizó y con qué
esfuerzo esos conocimientos, lo contrario conduciría a la arbitrariedad.
En tercer lugar, no hay posibilidad de
comparación de talentos intersubjetivamente ni de establecer medidas
(montos posibles) entre el talento de un ingeniero y un pianista. Si se
respondiera que la valuación y la correspondiente diferenciación podría
realizarse a través de lo que se remunera en el mercado, quedarían en
pie dos objeciones. En primer lugar, seguiría sin saberse en qué
proporción utilizaron sus talentos y cuales fueron los méritos
respectivos. Uno podría haberse esforzado en el 5% de su capacidad y
obtener más que otro que se esforzó al máximo. En segundo término, no
parece congruente desconfiar del mercado y, sin embargo, finalmente
recurrir a ese proceso para la evaluación.
Cuarto, si fuera posible la equiparación
de los frutos de los talentos, es decir, la nivelación de ingresos y
patrimonios, se derrumbaría la función social respecto de la asignación
de recursos según sean las respectivas eficiencias, con lo que la
capitalización tampoco tendrá lugar con el resultado de una mayor
pobreza generalizada, especialmente para los de menores talentos y los
más indefensos frente a la vida. Por eso es que Simon Green (en Market Socialism: A Scrutiny)
afirma que esos “métodos fracasan y que la ambición subyacente es
incoherente. [En última instancia, l]a distinción entre igualdad de
ingresos e igualdad de talentos no puede sostenerse: la segunda se
convierte en la primera. Más aún, apuntar a la igualdad de talentos
disminuirá necesariamente la cantidad y calidad de aquellos recursos
disponibles para toda la comunidad y para beneficio de todos. El
igualitarismo radical resulta ser, después de todo, igualitarismo
milenario [el tradicional redistribucionismo] y con los mismos
resultados desastrosos”. Por su parte, independientemente de lo que
hemos dicho, en la obra mencionada Rescher nos dice que “los esfuerzos
en este sentido [la compensación por la suerte diversa] suelen estar
destinados al fracaso. Si tratáramos de compensar a las personas por su
mala suerte, simplemente crearíamos mayor margen para la intervención de
la suerte. Pues sea cual fuere la forma de compensación que se adopte
-dinero, mayores privilegios, oportunidades especiales-, lo cierto es
que algunas personas están en mejor posición de aprovecharlas que otras,
de modo que la suerte que echamos por la puerta regresa por la
ventana”. Habría que compensar la compensación y así sucesivamente.
Por último, también vinculado al punto anterior, Friedrich Hayek señala (en Los fundamentos de la libertad)
que la pretendida igualación por los méritos induciría al derroche y
revertiría la máxima del mayor resultado con el menor esfuerzo y haría
que se remunere de distinta manera por el mismo servicio (según lo que
se estime subjetivamente es el mérito).
Antes de resumir lo dicho, debemos
aclarar que en este escrito no nos desviamos al debate entre el mundo
determinado (de Copérnico a Newton) frente al mundo probabilísitico (a
partir de la física cuántica y luego por Popper pero en sentidos
distintos) porque estimamos que en este contexto complicaría
innecesariamente nuestro breve análisis.
En resumen, aunque en rigor la suerte no
existe puesto que los sucesos son consecuencia de nexos causales
anteriores en ciencias naturales o de motivos en ciencias sociales, se
suele recurrir a esa expresión de modo coloquial para aludir a
ocurrencias no previstas. En este último contexto se hace referencia a
la “ruleta de la vida” ya que la mayor parte de lo que tiene lugar está
sujeto a la incertidumbre, razón por la cual se requiere humildad que
en el plano político es una condición de la que adolecen los
planificadores de vidas y haciendas ajenas para enfrentar
acontecimientos que surgen en libertad de la coordinación de
conocimiento fraccionado y disperso que es “consecuencia de la acción
humana más no del diseño humano” como ha sentenciado Adam Ferguson hace
ya más de tres siglos.
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