Albert Esplugas Boter
Prólogo a la edición española de La maquinaria de la libertad, de David Friedman, publicada por Innisfree (disponible en papel y en Kindle),
y vídeo de la presentación en Barcelona, junto a Guillem Laporta,
organizada por el Instituto Von Mises. La charla es en castellano y
catalán.
La familia Friedman se radicaliza un poco más con cada generación.
Milton Friedman, el Nobel de economía, defendía un Estado mínimo; su
hijo David, el autor del presente libro, apuesta por una sociedad sin
Estado; y el joven Patri, ansioso por poner en práctica el anarquismo de
su padre, dirige un instituto que promueve la colonización de alta mar.
No está claro que la nueva hornada pueda continuar con la tradición
familiar (¡ya han tocado techo!). Lo que sí está claro es que la estirpe
Friedman tiene el gen liberal, y que cada uno ha defendido la máxima de
la libertad (vive y deja vivir) a su manera, con remos distintos pero
siempre navegando en la misma dirección.
La Maquinaria de la Libertad hace navegar esa máxima hasta sus
últimas consecuencias, y lo hace de una forma heterodoxa, tal y como
corresponde a un personaje heterodoxo. No en vano David Friedman es
profesor de derecho, economista, físico, geek de la tecnología, amante
de la ciencia ficción y escritor de novelas fantásticas, y este
idiosincrásico perfil empapa su obra más popular y celebrada, ahora
traducida al español.
Jefferson dijo que el mejor gobierno es el que menos gobierna. Para
Friedman, el mejor gobierno es el que no gobierna en absoluto. Todas las
funciones del Estado se dividen, según nuestro autor, en dos
categorías: aquellas que pueden suprimirse o privatizarse hoy, y
aquellas que pueden suprimirse o privatizarse mañana. Y la mayoría
pertenecen al primer grupo. Desde la sanidad a los tribunales pasando
por la educación, la gestión de las calles o la policía, no hay servicio
que el mercado, de forma descentralizada y competitiva, no pueda
proveer mejor que el Estado. A esta corriente liberal anarquista, que no
encomienda ninguna tarea al Estado, se la conoce con el nombre de
anarcocapitalismo o anarquismo de mercado, y La Maquinaria de la
Libertad es uno de sus libros de cabecera.
El anarcocapitalismo es una corriente fundamentalmente contemporánea,
pese a sus precedentes. Nace en Estados Unidos a mediados del siglo XX y
toma cuerpo en la década de los 70, cuando irrumpe la literatura de
este nuevo movimiento. Entre las obras pioneras del género cabe destacar
The Market for Liberty (1970), de Linda y Morris Tannehill; Power &
Market (1970) y For a New Liberty: The Libertarian Manifesto (1973), de
Murray Rothbard; y por supuesto The Machinery of Freedom (1971), de
David Friedman. De todas ellas la de Friedman es la más desenfadada e
informal, aunque no por ello menos rigurosa y convincente. David
Friedman hilvana sus razonamientos teóricos con ejemplos y analogías
ilustrativas, ideas de negocio creativas, hipótesis futuristas y
especulaciones, fuertes dosis de sentido del humor y sano escepticismo.
Quizás por ello sea la obra anarcocapitalista que conecta mejor con el
profano.
A pesar de las conclusiones radicales a las que llega Friedman, no se
trata de una obra dogmática ni escrita desde el absolutismo moral.
Antes al contrario, Friedman reconoce que hay problemas que, dependiendo
del contexto, quizás no tengan una solución liberal, y argumenta
siempre desde un punto de vista pragmático, haciendo hincapié en las
consecuencias de las acciones más que en su moralidad intrínseca. El de
Friedman es un radicalismo razonable. Es precisamente su escepticismo y
su pragmatismo el que le llevan a defender un orden social sin Estado,
un anarquismo de propiedad privada, por entender que los incentivos que
éste instituye (competencia y soberanía del consumidor, experimentación
descentralizada, dispersión del poder coactivo) son los que más
favorecen la paz, la prosperidad y la felicidad. Friedman no busca el
sistema perfecto, busca el mejor sistema. Así, no basta con encontrar
defectos o debilidades al anarcocapitalismo. De eso ya se encarga el
propio Friedman. De lo que se trata es de compararlos con los fallos del
intervencionismo y comprobar si los estatistas no están intentando
matar una mosca a cañonazos, con los consiguientes daños colaterales.
Murray Rothbard, el principal valedor del anarcocapitalismo moderno,
acusaba a Friedman de no odiar al Estado, de analizar su existencia y su
justificación desde una perspectiva meramente académica, como si el
Estado fuera un error intelectual y no una banda mafiosa que pisotea
sistemáticamente los derechos de los individuos y mereciera nuestra
condena moral[1]. Friedman le daba la razón, sin arrepentirse[2].
Su enfoque tiene la ventaja de estar libre de servidumbres, pues no
siente el impulso de hacer que sus argumentos lleven a una determinada
conclusión coherente con unos principios éticos concretos. Por eso
resulta especialmente convincente cuando de hecho llega a las mismas
conclusiones anarquistas que Rothbard.
La defensa que hace Friedman del capitalismo es eminentemente
utilitarista: la libertad es deseable no porque tengamos un derecho
natural a ella sino por ser útil para conseguir los fines sociales que
queremos (paz, prosperidad y felicidad para el mayor número). Pero
Friedman no es un utilitarista al uso. Sus intuiciones éticas le llevan a
rechazar el utilitarismo como criterio último (no está dispuesto a
sacrificar la libertad de una persona para incrementar la felicidad de
otras dos), lo cual queda patente en varios pasajes de su obra[3].
No obstante, Friedman considera que los argumentos utilitaristas son
más persuasivos. Además, él es economista, la ética no es su
especialidad. Por ejemplo, Friedman piensa que las drogas deberían poder
consumirse y venderse legalmente como cualquier otro producto en el
mercado. Opina que los individuos tienen derecho a hacer con su cuerpo
lo que les plazca, incluido ingerir sustancias adictivas y perjudiciales
para su salud. Pero si alega esta razón probablemente solo convencerá a
quienes compartan las mismas intuiciones éticas. Sin embargo, si
explica que las leyes antidroga generan delincuencia debido al aumento
de los precios y a las disputas en el mercado negro, y que la falta de
transparencia permite una adulteración aún más perjudicial para los
consumidores, entonces es posible que pueda convencer incluso a gente
que no cree que los individuos tengan derecho a ingerir lo que les
plazca.
En este sentido La Maquinaria de la Libertad no es una obra exclusiva
o principalmente para liberales. Es una obra para todos los públicos,
socialistas de izquierda y derecha. Friedman ataca la concepción
marxista de la explotación y el interés, las licencias y regulaciones
que en nombre de la competencia la constriñen a favor de determinados
lobbies, la redistribución horizontal (el vecino de clase media subsidia
tu sanidad mientras tú subsidias la suya), o el funcionamiento de la
democracia vis a vis el del mercado en la provisión de servicios.
Tomemos este último. Friedman compara el poder de influencia de un grupo
de renta baja en democracia y en el mercado. En un caso se enfrenta a
un lobby con más votos, en otro caso a un grupo con una renta más alta.
Al pujar por servicios, la desigualdad en democracia tiene unos efectos
desfavorables mucho mayores: votando el lobby con más votos siempre
gana, pero comprando el grupo con más renta ve como ésta mengua cada vez
que puja, así que solo podrá ganar la puja algunas veces. En
democracia, además, se produce lo que la mayoría vota, pero en el
mercado se produce todo aquello que cualquiera (ya sea mayoría o
minoría) esté dispuesto a comprar. Por eso, afirma Friedman, los pobres
en nuestra sociedad suelen estar peor atendidos cuando el servicio lo
ofrece el Estado (educación, protección policial) que cuando lo ofrece
el mercado (ropa, comida).
La Maquinaria de la Libertad también supone un desafío para los
liberales clásicos, aquellos que creen que los servicios de gendarmería
(ley, tribunales, policía y defensa nacional) solo pueden ser provistos
en régimen de monopolio público y financiados con impuestos. Friedman
propone un escenario en el que todos los servicios, incluidos los
anteriores, son comprados y vendidos en el mercado. Si no tuviera que
pagar impuestos, Pedro podría contratar los servicios legales y de
protección de la agencia A, y su vecino Juan los servicios de la agencia
B. Cada uno contrataría la protección que se adecuara más a sus
preferencias y a su bolsillo, y las empresas competirían entre sí para
ofrecer un mejor servicio a sus clientes, tal y como hacen hoy
Securitas, Prosegur, FBS o los tribunales de arbitraje, a años luz de la
ineficiencia estatal. Las agencias ofertarían un determinado código
legal (o se vincularían a tribunales con un determinado código legal),
al cual se sometería a los que agredieran a sus clientes. Si el acusado
perteneciera a otra agencia de protección, la disputa entre ambas se
resolvería de la forma más económica, o sea, pacíficamente. Como es
habitual en el mundo de la empresa, los litigios entre agencias de
protección se llevarían a tribunales de arbitraje de reconocida
solvencia y reputación estipulados de antemano. El resultado sería una
variedad de agencias de protección en un mismo territorio, compitiendo
en precio y calidad para atraer clientes y con acuerdos previos para
llevar a los tribunales cualquier acusación o disputa que surja entre
sus clientes.
Pero si cada agencia o tribunal puede ofertar leyes distintas, ¿no
sería demasiado complejo, imprevisible y caótico el marco legal al que
deben atenerse los ciudadanos? En primer lugar, no olvidemos que
actualmente también estamos sujetos a distintos códigos dependiendo de
con quién nos relacionamos: en la empresa, en el club deportivo, en la
congregación religiosa, en la asociación del barrio, en nuestra
comunidad de vecinos etc. En segundo lugar, la tendencia a la diversidad
legal, propio de un sistema descentralizado que busca ajustarse a las
preferencias dispares de los individuos, se vería compensada por la
presión a la estandarización legal, que simplifica y agiliza las
transacciones. Las compañías papeleras compiten entre ellas, ofrecen
precios y tipos de papel de distinta calidad, pero todas venden DIN-A4 y
otros formatos estándar para que sean compatibles con cualquier
impresora. Miles de empresas e instituciones financieras también
compiten entre sí, pero se acogen al estándar VISA de tarjetas de
crédito para que sus clientes puedan comerciar con más facilidad. La
sana competencia no está reñida con cierto grado de estandarización si
eso beneficia a los clientes.
El anarquismo de Friedman, pues, es un anarquismo sin monopolio
público de la fuerza, no un anarquismo sin ley y orden. Este matiz es
fundamental, porque los críticos que solo ven hombres de paja acusan a
los anarcocapitalistas de ingenuos por defender un sistema poblado por
santos, donde todos cooperan y nadie utiliza la fuerza. Friedman no
habla de abolir el uso de la fuerza para combatir el crimen, sino de
privatizarlo y descentralizarlo. La naturaleza humana es la que es, y
nadie (salvo los comunistas) pretende cambiarla. Pero la imperfecta
naturaleza humana no exige que haya una sola "agencia de protección" con
jurisdicción sobre un territorio (el Estado) en lugar de múltiples
agencias compitiendo entre ellas en ese mismo territorio. Antes al
contrario: el planteamiento anarcocapitalista es que, si tiene que haber
coacción, es mejor dispersarla que concentrarla. Si está dispersa,
tienes a dónde acudir en caso de que una de las facciones cometa abusos.
Si está concentrada, el potentado tiene poder absoluto. Pensemos en
términos de estados a escala internacional. Si un gobierno mundial se
volviera totalitario, no habría a donde huir. Pero con 200 estados, pese
a los costes de emigrar, tenemos la opción de exiliarnos si las cosas
se tuercen en uno de ellos. El anarcocapitalismo lleva esta lógica de la
descentralización y el voto con los pies hasta sus últimas
consecuencias. Sería como derribar las barreras de entrada en el mercado
de los estados (en lugar de 200 habría miles) y que no hiciera falta
emigrar para elegir cuál contratamos.
Algunas críticas simplistas al anarcocapitalismo tienen poco
recorrido. Ayn Rand, la célebre novelista y filósofa liberal, estaba
obcecada en su defensa de un código legal objetivo y uniforme, obviando
que la experimentación descentralizada, la diversidad y la competencia
son tan necesarios en el ámbito de la ley y el orden como en el de
cualquier otro servicio. Su argumento de que las agencias de protección
batallarían entre ellas cada vez que sus respectivos clientes tuvieran
una disputa tampoco se sostiene habida cuenta de lo costoso que
resultaría ese estado de guerra permanente en contraste con solucionar
los conflictos en un tribunal de arbitraje, como es común hoy en día.
También en la actualidad surgen frecuentes disputas entre ciudadanos de
distintos Estados que se resuelven pacíficamente en los tribunales sin
que aquellos se declaren la guerra[4].
Otras objeciones, no obstante, tienen más enjundia. Tyler Cowen, por
ejemplo, en su crítica a las tesis de Friedman sostenía que si las
agencias de protección pueden cooperar entre sí para resolver sus
conflictos y adherirse a determinados estándares legales también pueden
cooperar entre sí para formar un cártel que acabe deviniendo en Estado[5].
La cooperación funciona en las dos direcciones. Si el conjunto de
agencias puede reprimir a otra agencia que se comporta de forma agresiva
(o se dedica a amparar a clientes criminales), el conjunto de agencias
también puede cooperar para reprimir la entrada de nuevos competidores o
empresas que no quieran adherirse al pacto colusorio general. Como se
trata de una industria "network" (los servicios ofrecidos son más
valiosos cuantos más usuarios están asociados al mismo), aquellas
empresas que estén fuera del network (y no tengan acuerdos de resolución
de conflictos con las demás agencias) serán menos atractivas para los
consumidores y perderán su patrocinio.
Bryan Caplan y Edward Stringham recogen el testigo y responden a Cowen[6],
argumentando que la cooperación en las industrias network se da a
distintos niveles, no es un "todo o nada" (o se coopera en todo o no se
coopera en absoluto). Hay industrias network, como la financiera, que
cooperan en algunos ámbitos (tarjetas de crédito) pero compiten en los
demás. Caplan y Stringham acusan a Cowen de confundir la estandarización
con la colusión. En el caso de la estandarización, las empresas
cooperan (estandarizan su producto) porque eso es lo que desean los
consumidores. Si éstos quieren que sus DVD funcionen en cualquier
reproductor, o que una tarjeta de crédito pueda utilizarse en cualquier
cajero automático, sus productores tenderán a ofrecer un producto
estandarizado. La empresa que quiera salirse del network verá caer su
demanda, pues para la gente tendrá menos valor tener un DVD que no puede
reproducirse en cualquier aparato o ser miembro de un banco que emite
tarjetas que no funcionan en todos los cajeros. Pero una colusión en
precios altos entre distintas empresas, por ejemplo, no es un estándar
que los consumidores quieran. Así, cualquier empresa individual tendrá
incentivos para salirse del cártel y ofrecer el producto un poco más
barato (y acaparar así más mercado). Por eso un estándar que sirve a los
consumidores es más estable que un cártel que abusa de ellos. Es cierto
que en el caso específico de la industria de la seguridad y la defensa,
puesto que su negocio es precisamente el uso de la fuerza, un cártel
podría emplearla para suprimir disidentes o nuevos competidores. En este
sentido el cártel podría ser estable una vez formado. La cuestión es si
llegaría a formarse teniendo las empresas incentivos económicos para no
hacerlo y acaparar más mercado.
Cowen tampoco contempla en su crítica que en una misma industria a
menudo hay varios network compitiendo entre sí. En el ámbito de las
tarjetas de crédito, miles de empresas cooperan bajo el network VISA,
pero éste a su vez compite con el MasterCard o el American Express. Las
deseconomías de escala compensan la presión hacia un único estándar.
Pero más allá de los incentivos estrictamente económicos Friedman
destaca el papel relevante que pueden jugar los valores morales de las
personas y su percepción de lo que es legítimo en un determinado
contexto. En la actualidad la policía y el ejército también podrían
sublevarse y tomar el control de las instituciones, y sin embargo no lo
hacen. Es razonable pensar que existen ciertas restricciones morales
internas que se lo impiden y que podrían darse igualmente en una
sociedad anarquista. Incluso a nivel internacional los Estados están
lejos de entrar en colusión tanto como teóricamente podrían, o de
neutralizar a la mayoría de los estados "disidentes", ya se trate de
paraísos fiscales, dictaduras opresoras, amenazas comerciales etc. El
argumento de Cowen no explica por qué en lugar de surgir un cártel
estatal mundial los estados respetan (relativamente) la soberanía de los
demás estados y compiten entre sí en múltiples ámbitos.
Friedman, especialista en análisis económico del derecho, explica que
en la actualidad los costes de la legislación se externalizan (todos
pagan por lo que quieren algunos), lo que resulta en una sobreproducción
de leyes y políticas ineficientes. En un escenario de ley privada cada
uno paga lo que contrata, y esta internalización de costes presiona a
favor de un marco legal más liberal. Por ejemplo, las leyes actualmente
reprimen muchos "crímenes sin víctima" (aquellos en los que la supuesta
víctima ha consentido, como el consumo y la compra-venta de drogas, la
prostitución, el suicidio asistido, el juego, llevar el velo o no
ponerse el cinturón de seguridad). Votar a favor de esta legislación es
gratis, y los costes de investigar, perseguir, juzgar y encarcelar a los
infractores se reparten entre todos los contribuyentes. No obstante, en
un escenario de ley privada el coste de imponer tus valores personales,
fuerza mediante, corre de tu propia cuenta. Si te molesta que el vecino
consuma pornografía o fume un porro ya no puedes esperar que el Estado
le reprima con el dinero de todos, tendrás que contratar los servicios
adicionales de una agencia con un código penal más puritano. Y como la
gente está dispuesta a pagar más para proteger su persona y su propiedad
que para reprimir los vicios inofensivos de los demás, tenderían a
producirse leyes liberales[7].
Friedman sugiere así un matiz importante que otros autores
anarcocapitalistas pasan por alto: un escenario anarquista (sin
monopolio público de la violencia) no tiene que ser necesariamente
liberal. Es concebible que las agencias y tribunales que
descentralizadamente producen leyes para sus clientes ofrezcan normas
antiliberales (si es que hay demanda para ello), y los conflictos que
surjan entre clientes de agencias con códigos ideológicamente dispares
se resuelvan con trade-offs y compensaciones dependiendo de qué facción
está dispuesta a pujar más.
La mayoría de autores anarcocapitalistas saltan del escenario
estatista al escenario anarquista dando por supuesto que en este último
habría una fuerte mayoría social que demanda leyes liberales. Dada la
naturaleza de esa transición (parece lógico que la oposición al Estado
implique una oposición generalizada a normas liberticidas) es probable
que así sea, pero no es baladí considerar, como hace Friedman, qué
sucedería si la sociedad anarquista no estuviera tan uniformemente
comprometida con los valores de la libertad (o con el tiempo dejara de
estarlo). Su análisis es igualmente útil para explorar las consecuencias
de la diversidad de opiniones dentro del propio movimiento liberal en
un escenario anarquista. Por ejemplo, si la opinión pública estuviera
dividida (como lo está el liberalismo) entre partidarios del derecho al
aborto y antiabortistas, o entre partidarios de la pena capital y
detractores, ¿qué tipo de leyes se producirían? Pues, siguiendo a
Friedman, cabe especular que agencias con distintas normas encontrarían
el modo de coexistir pacíficamente, haciendo concesiones y
compensaciones para evitar enfrentamientos violentos que dispararían sus
costes.
La Maquinaria de la Libertad describe el mejor sistema al que se
puede aspirar. La pregunta es cómo vamos de aquí hasta allí. Que el
anarco-capitalismo sea naturalmente estable no resuelve la cuestión de
cómo llegamos a él en primer lugar. Tampoco cabe sugerir una hipotética y
expedita transición de un Estado mínimo a una sociedad sin Estado,
dando por resuelta la cuestión de cómo llegamos al Estado mínimo
partiendo del Leviatán actual. Sobre todo porque hay buenas razones para
pensar que el Estado mínimo es un escenario inestable que tiende al
Leviatán.
Imaginemos dos mesas en un restaurante, con 20 comensales en cada
una. En la primera los costes se socializan, esto es, las facturas
individuales se sumarán y se dividirán por 20. En la segunda mesa los
costes se internalizan: cada persona paga por lo que consume. ¿Qué mesa
habrá gastado más al final de la velada? En la primera cada comensal
piensa: "si pido un plato más caro el precio se reparte entre los
demás". Y como todos piensan lo mismo, piden en promedio platos más
caros, disparando la factura.
En el contexto estatal, argumenta Friedman, los individuos tienden a
despreciar los costes de que otros reclamen prestaciones y regulaciones
(pues se diluyen entre todos los contribuyentes) y al mismo tiempo
tienden a codiciar las prebendas estatales (cuyos beneficios recoge en
exclusividad el recipiente). El resultado no es otro que una demanda
creciente de prestaciones y regulaciones por parte de la población. Así
es como el Estado mínimo, legitimando los impuestos y la socialización
de costes, no lo es por mucho tiempo. Los intentos de limitar esta
tendencia a través de una constitución, separación de poderes y otros
mecanismos internos resultan a la larga infructuosos. Como decía Anthony
de Jasay, es como poner un cinturón de castidad a una doncella y dejar
la llave al pie de la cama[8].
Si es el propio Estado el que se pone los límites (a través del
parlamento, el tribunal constitucional, etc.) puede modificarlos o
reinterpretarlos cuando se vea empujado a ello. La historia de los
Estados Unidos ilustra que el propósito y el significado original de una
constitución cuasi-minarquista no resiste la presión del Estado por
crecer y rebasar los límites que ésta impone. Así pues, quizás la
disyuntiva sea entre el Leviatán y la sociedad sin Estado, siendo
cualquier propuesta intermedia inestable a largo plazo.
Pero, ¿por qué estamos encasillados en el primer equilibrio, que es
el peor? Siendo estable, es lógico que ahora sea difícil salir de él.
Pero al menos deberíamos poder explicar por qué la sociedad ha vivido
bajo Estados la mayor parte de su historia moderna (con algunas
excepciones relevantes, como la Islandia medieval[9], el "no tan salvaje" oeste[10] o los comerciantes sujetos al derecho mercantil[11]).
Friedman afirma que detrás del marco institucional actual está la
percepción popular de que el Estado es necesario. En este sentido, para
superarlo basta con convencer a la gente de que no es así, con libros
como La Maquinaria de la Libertad o ejemplos prácticos que ilustren las
ventajas del mercado vis a vis el Estado: fondos de inversión que
aporten pensiones más altas que la Seguridad Social, escuelas privadas
que eduquen mejor que las públicas, empresas de seguridad que
proporcionen mayor protección que la policía nacional o tribunales de
arbitraje que solucionen disputas de una forma más eficiente que el
sistema de justicia público.
Con todo, puede que haya razones más profundas, y menos racionales,
que expliquen el arraigo del estatismo. Daniel Klein lo llama "el
romance" de la gente con el Estado[12].
Klein arguye que las personas se sienten atraídas por la idea de un
proyecto colectivo que trascienda sus humildes acciones y los coordine a
todos en pos de un fin común. Los individuos, en relación con el
Estado, experimentan un sentimiento de coordinación mutua, poseen una
percepción común de la naturaleza, el funcionamiento y la finalidad del
proyecto colectivo. En el mercado, este sentimiento de percepción
compartida está ausente. La coordinación es indirecta, cada individuo
persigue su propio interés, lo que resulta en intercambios que traen
prosperidad y armonía social. Pero a primera vista el mercado son
individuos corriendo en distintas direcciones, con intereses
enfrentados, sin que sea su intención hacer una sociedad más justa y
próspera. No en vano Adam Smith se refería a la mano invisible del
mercado. La imagen que transmite el Estado, por el contrario, es la de
un épico proyecto colectivo con la misión expresa de crear una sociedad
mejor. Esta visión es más romántica. El Gobierno establece instituciones
permanentes que nos aportan una experiencia compartida, y las
dramáticas pugnas electorales refuerzan la percepción de que nos
hallamos ante una empresa heroica.
Si la hipótesis de Klein es cierta, ¿qué futuro le espera al
liberalismo? El liberalismo raramente puede apelar a los instintos
románticos de la gente porque la libertad es una ética de mínimos ("haz
lo que quieras siempre y cuando respetes la libertad de los demás"), no
un proyecto positivo, de acción. Solo en circunstancias excepcionales,
como en la revolución americana, el liberalismo ha sido una empresa
genuinamente romántica. Por tanto, el estatismo juega con ventaja,
parece conectar mejor con las aspiraciones románticas de la gente. Una
opción es redefinir el conflicto ideológico de un modo tal que la
defensa de la libertad sea percibida como una lucha épica contra un
enemigo opresor y no como una mera disputa académica. Otra opción es
recurrir a la crítica racional y a la persuasión, o refutar los
prejuicios con ejemplos. Que la gente sea proclive al romanticismo
político no quiere decir que no pueda superarlo si ve que implica un
error intelectual.
Por otro lado, Klein sostiene que la prosperidad y los avances en la
comunicación y el transporte que el mercado ha introducido están minando
los cimientos del romance de la gente. Ya no estamos vinculados a un
solo grupo, que monopoliza nuestro sentimiento de pertenencia. Nuestra
experiencia común disminuye, tenemos varios puntos focales y
experimentamos estructuras menos jerarquizadas y más espontáneas o en
forma de red. Esta dislocación no ocurre solo con respecto a la
experiencia, también ocurre con respecto a la interpretación de la
realidad social. La cultura política oficial está perdiendo
protagonismo. La gente recurre a internet, a programas de radio o a la
televisión por cable para obtener la interpretación que quiere. El
intento de hacer del Estado un proyecto colectivo romántico es recibido
con creciente escepticismo, y eso también juega a favor de la causa
liberal.
¿Pero qué acciones concretas debe desempeñar el movimiento liberal si
quiere avanzar hacia una sociedad sin Estado? Friedman evita dar una
respuesta específica y unívoca a esta pregunta, y traza una analogía
sugerente: si el liberal rechaza los medios políticos (planificación
central, jerarquía) para organizar la sociedad, quizás también debiera
rechazar los medios políticos para intentar abolir la política. En este
sentido, el movimiento liberal no debería estructurarse como las
instituciones a las que intenta combatir, sino imitar las instituciones y
empresas propias del mercado. Así, en esta división del trabajo en el
seno del liberalismo, pueden convivir, cooperar e incluso competir entre
sí distintas organizaciones y aproximaciones.
El Nóbel de economía James Buchanan, en su reseña de la obra de Friedman[13],
anima al lector a plantearse alternativas radicales en una coyuntura en
la que el Estado, pese a fallar persistentemente, no deja de crecer.
Quizás el anarquismo de mercado merece ser tenido en cuenta después de
todo. Buchanan, que de hecho se declara filosóficamente anarquista
aunque crea que en la práctica no sería un sistema viable, hace un
último paralelismo que podría contentar a anarquistas y a minarquistas
por igual (¡o a ninguno de los dos!): si el Leviatán ha crecido a la
sombra de la filosofía del Estado limitado, quizás solo en el contexto
de una sociedad filosóficamente anarquista puede llegar a consumarse el
Estado mínimo. La Maquinaria de la Libertad, en cualquier caso, nos
muestra el horizonte de lo deseable y la dirección a seguir.
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