La guerra nuestra de cada día
Por Carlos Alberto Montaner
Digámoslo rápido. El enfrentamiento actual que divide a medio planeta, y especialmente a los latinoamericanos, es entre el neopopulismo o democracia autoritaria contra la democracia liberal.
En la esquina neopopulista del ring comparecen, a la izquierda, el estatismo, el clientelismo, la Teología de la Liberación, Marx, Eduardo Galeano, Che Guevara, Ernesto Laclau, Hugo Chávez, Evo Morales, Fidel Castro, “todos revolcaos”, más el caudillismo, el gasto público intenso y un tenso etcétera con el puño cerrado.
En la esquina liberal se encuentran Hayek y Mises, la responsabilidad individual, la empresa privada, el estado de derecho, Adam Smith, los Tigres de Asia, la exitosa reforma chilena, Ronald Reagan, Margaret Thatcher, Mario Vargas Llosa, el estado pequeño, Carlos Rangel, Sebastián Piñera, Mauricio Macri y todo lo que cuelga.
Este eje de confrontación es relativamente nuevo.
El siglo XIX fue el de liberales a la antigua usanza contra conservadores, también de viejo cuño. El XX vio, primero, la batalla entre las supuestas virtudes de la hispanidad frente a los defectos de los anglosajones (el Ariel de Rodó). La revolución mexicana de 1910 se cocinó en esa salsa antiimperialista.
A lo que siguió la aparición del marxismo y del fascismo, primos hermanos que acabaron pareciéndose mucho. Los años veinte fueron los del psiquiatra argentino José Ingenieros, con alma y paraguas rojos, y los de José Carlos Mariátegui y sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana.
Poco después, en la Italia de Mussolini un joven militar argentino observaba con admiración la experiencia fascista. Se llamaba Juan Domingo Perón y a su regreso a Buenos Aires puso en marcha su “Tercera vía”. Ni comunismo, ni capitalismo: justicialismo. O sea, peronismo puro y duro. Era la expresión criolla del fascismo.
Tras la Segunda Guerra, inmediatamente vino la Guerra Fría. Antes y durante, América Latina se llenó de espadones santificados por Washington. El eje de confrontación pasaba entonces por los cuarteles contra los comunistas, o todo lo que oliera a ellos.
En esos años cuarenta se abrió paso otra fuerza: la izquierda democrática. Comenzaron a triunfar en Guatemala (Juan José Arévalo), Costa Rica (José Figueres), Cuba (Carlos Prío), Venezuela (Rómulo Betancourt), y Puerto Rico (Luis Muñoz Marín). Eran demócratas anticomunistas que procedían de la izquierda. Luchaban contra el militarismo desde posiciones anticomunistas.
Constituían, además, una dulce variante vegetariana del populismo. Creían en el estado benefactor, paternalista, y no rechazaban las medidas estatistas. En el campo económico reinaba su majestad Lord Maynard Keynes y los políticos utilizaban el presupuesto nacional y el gasto público para impulsar la economía. Maravilloso. Estaban intelectualmente legitimados para dilapidar fortunas. Simultáneamente, distribuían las rentas y ejecutaban reformas agrarias que casi nunca lograron sus objetivos.
En 1959 volvió a cambiar el signo de la lucha. Fidel y Raúl Castro, junto al Che Guevara, con la inocente ayuda de otros grupos democráticos, derrocaron la dictablanda militar de Batista, con el objeto de establecer una dictadura comunista calcada del modelo soviético. Se proponían, fundamentalmente, destruir los gobiernos de la izquierda democrática, definiendo al adversario por sus relaciones con Estados Unidos y con la propiedad.
Si eran pronorteamericanos y promercado, aunque fueran de izquierda y respetaran las libertades, eran enemigos. Cuba atacó a Uruguay, Venezuela, Perú, Panamá, a todo lo que se moviera o respirara. También, claro, a los viejos dictadores militares como Somoza, Trujillo o Stroessner, pero no por tiranos, sino por proamericanos y procapitalistas. La isla era “un nido de ametralladoras en movimiento”. Estados Unidos se sumó a la guerra y desembarcó marines en República Dominicana para, decían, “evitar otra Cuba”.
Con Allende en 1970 se inició el peligroso juego de la democracia autoritaria y terminó a tiros tres años más tarde. Pinochet, que era un hombre de Allende, acabó bombardeándolo. Sin embargo, como el general no sabía una palabra de economía, les entregó esas actividades misteriosas a unos jóvenes chilenos graduados de las Universidades de Chicago y de Harvard. Pronto comenzaron a darle la vuelta a la situación.
Era la primera vez que en América Latina se oyó hablar de Friedrich Hayek (Premio Nobel en 1974), o de Milton Friedman (1976). A mediados de los años ochenta era evidente que el populismo había hundido a América Latina en un charco de corrupción, inflación y gasto público irrefrenable. Se habló entonces de la “década perdida”.
Surgió así el primer ciclo liberal de América Latina. Todos procedían de otra cantera ideológica, pero eran personas flexibles e inteligentes. Entre otros, incluía al boliviano Víctor Paz Estenssoro, que regresaba al poder en 1985 a enmendar los desaguisados de 1952; a Oscar Arias, Carlos Menem, Carlos Salinas de Gortari, César Gaviria y Luis Alberto Lacalle.
Más que las convicciones liberales los movía la certeza del fracaso populista. Desgraciadamente, las acusaciones de corrupción contra Salinas y Menem, más el aumento desmedido del gasto público en Argentina, desacreditaron aquella reforma liberal y los enemigos comenzaron a atacar “la larga noche neoliberal”.
En 1999, finalmente, comenzó a gobernar Hugo Chávez y se inició otra fase de democracia autoritaria. Ésta que ahora llega a su fin y le da paso al nuevo ciclo de la democracia liberal. Esperemos que dure.
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