Héroe de nuestro tiempo
El agente federal Jack Bauer no come, ni
bebe, ni duerme, porque esas funciones orgánicas le harían perder tiempo
en la misión que, a él y al puñado de sus compañeros de la Unidad
Antiterrorista, situada en Los Ángeles, les absorbe la vida entera:
luchar contra la miríada de poderosas organizaciones internacionales de
fanáticos y mercenarios que odian a Estados Unidos y quieren destruirlo,
infectándolo con gases deletéreos, epidemias bacteriológicas o en un
apocalipsis nuclear.
Cuando mi amigo Bobby Dañino me regaló la
primera serie --seis discos con cuatro horas de episodios cada uno-- de
24 (Twenty Four), se lo agradecí, advirtiéndole que nunca veía ese tipo
de programas y que probablemente tampoco haría una excepción con su
regalo. Me desdigo: lo vi de principio a fin y he visto, asimismo, las
cuatro series siguientes y me propongo no perderme un solo episodio de
la sexta
que comenzará a difundirse en Estados Unidos a partir del próximo año.
No conozco a nadie que se haya asomado a esa serie sin quedar enganchado
a ella como yo y me parece perfectamente comprensible el éxito que ha
tenido en su país de origen y en casi todo el resto del mundo y,
merecidísimos, los premios Emmy que acaban de obtener sus productores y
actores.
Las razones de ese éxito son las mismas
que causaron la enorme difusión de los mejores folletines del siglo XIX,
los que escribían Alejandro Dumas y Eugenio Sue, por ejemplo, o, siglos
atrás, de las novelas de caballerías: bosques de historias de
trepidante acción en las que justicieros individuales deshacen los
entuertos de las autoridades y de los poderosos, de manera que
prevalezca siempre la justicia, y en las que, al trasluz de sus gestas
heroicas, se llega a palpar una realidad viviente, doméstica, y a
conjurar los grandes demonios que atormentan al subconsciente colectivo.
Luego del 11-S, el terrorismo ha pasado a ser el íncubo obsesionante en
todos los países occidentales --con razón-- y es secretamente
tranquilizador saber que en el seno de ese imperio todopoderoso, al que
se creía invulnerable, golpeado con tanta eficacia como crueldad por los
fanáticos islamistas, existe aquella banda de hombres y mujeres fríos,
eficientes, extraordinariamente diestros en el manejo de la tecnología,
las armas y la resistencia física y psicológica a las peores violencias,
que siempre se las arreglan para detectar las conspiraciones y
atentados y frustrarlos (aunque, a veces, con elevadísimos costos).
Cada serie dura un solo día, y cada
episodio ocurre en una hora, pero en ese breve tiempo suceden tantas
cosas que uno tiene la sensación de que todo aquello se prolonga en
verdad a lo largo de semanas o meses. Los guionistas cambian y como es
lógico hay episodios más logrados que otros pero el formato está tan
bien concebido, los personajes tan bien dibujados en sus estereotipos, y
los altibajos de la acción tan bien graduados para mantener la
expectativa y la ansiedad, con toques de sentimentalismo y de humor que
equilibran las escenas de violencia, a veces casi intolerables, que la
historia, con todas sus exageraciones e inverosimilitudes, fluye con
naturalidad y mantiene capturada la atención del espectador como las
mejores películas policiales.
Uno de sus aciertos es la alternancia
constante de lo privado y lo público en el desarrollo de la acción. Esta
pasa de las discusiones más trascendentes en el cogollo del poder, la
Casa Blanca, el presidente de Estados Unidos, sus ministros, los jefes
militares y policiales, a las menudas pellejerías familiares de los
agentes federales, héroes y heroínas de perfil legendario en el campo de
batalla y, todos ellos, sin excepción, víctimas de sórdidos y
lastimosos problemas conyugales, con maridos o mujeres, hijos o madres
que les causan incontables quebrantos, y preocupados, como el común de
los mortales, por si el modesto salario del que viven cubrirá los gastos
del mes, conservarán o perderán sus empleos y si, en los próximos
ascensos, figurarán entre los beneficiados.
Jack Bauer (un Kiefer Sutherland que, me
temo, no podrá sacudirse ya nunca del magnífico personaje que ha
encarnado) es un ejemplo emblemático de estos contrastes: presidentes y
ministros lo admiran, le consultan, le encargan las misiones más
delicadas, y, al mismo tiempo, su celo profesional solo le acarrea
inconvenientes, y, por su misma consecuencia, es un peligro para todo el
mundo, empezando por sus jefes y sus subordinados. Para poder filtrarse
en una banda de traficantes de droga mexicanos que colaboran con los
terroristas se volvió un adicto a la heroína y esto, en vez de
enriquecer su foja de servicios, hace que lo echen de su puesto (pero
después lo reincorporan, por supuesto). Su vida sentimental es un
desastre: asesinan a su mujer y su amante queda horrorizada de él cuando
ve la glacial serenidad con la que tortura a reales o supuestos
culpables para obtener información.
La serie es implacable en su presentación
de la clase gobernante: ministros, generales, senadores, el propio
presidente de la República, son, a menudo, mediocres, corruptos,
ineptos, ávidos, dispuestos a sacrificarlo todo para mantener su cuotas
de poder. Sin Jack Bauer y sus compañeros de la Unidad Antiterrorista
los conspiradores y enemigos de Estados Unidos, movidos por el fanatismo
religioso o por la simple codicia, ganarían todas las batallas y
pondrían de rodillas al sistema. Entre los propios militares y policías
suele predominar una visión pedestre de lo que está en juego: no tomar
decisiones es preferible a tomarlas siempre que haya un riesgo que ponga
en peligro la estabilidad burocrática. A diferencia de los terroristas,
que, sobre todo si son árabes, muestran una convicción de acero que se
traduce en su predisposición al martirio, quienes llevan las riendas del
poder en Estados Unidos parecen, con algunas escasas excepciones,
desvaídos pobres diablos incapacitados para las tareas que tienen sobre
las espaldas, siempre dubitativos, no tanto por escrúpulos morales y
apego a la ley como por su horizonte intelectual y cívico rastrero, sus
mezquinos apetitos y su falta de idealismo y de imaginación. Solo en
Estados Unidos, una sociedad que ha hecho un verdadero deporte de la
autoflagelación, puede, una serie popular de televisión que ven decenas
de millones de telespectadores, mostrar una imagen tan absolutamente
deleznable y feroz de sus políticos y autoridades.
Es verdad que para compensar esas
carencias están allí Jack Bauer y los suyos. Ahora bien: estos cruzados
están lejos de ser epítomes de lo que debería ser una conducta
democrática. Ellos y sus jefes creen, o, en todo caso actúan como si
creyeran, que ceñirse a la ley es incompatible con una acción eficaz
contra el terror, y, por lo tanto, la violan todas las veces que lo
creen necesario. La Unidad Antiterrorista tiene un centro de torturas en
su propio local y especialistas en practicarla, a fin de arrancar
confesiones a verdaderos o falsos culpables. Todo vale para conseguir la
información indispensable: desde chantajear a una madre hasta dar
tormento a un niño o someter a un detenido a descargas eléctricas. Desde
luego que, entre las licencias que los agentes se toman, figura la de
secuestrar a diplomáticos o ciudadanos extranjeros y, llegado el caso,
asesinar a enemigos y cómplices para evitar el riesgo de que, si son
procesados, puedan escapar al castigo o revelar hechos comprometedores
para los propios servicios de seguridad estadounidenses. Así, aunque 24
(Twenty Four) no lo diga de manera explícita, claramente muestra que la
filosofía de Jack Bauer es la adecuada, dadas las circunstancias: al
terrorista contemporáneo solo se lo derrota con sus propias armas. El
problema es que si este criterio prevalece el terrorista ha ganado, pues
la democracia ha aceptado sus reglas de juego.
¿Es demasiado forzado entrar en
semejantes elucubraciones con una serie televisiva que solo persigue
divertir, y lo consigue estupendamente, y no hace alarde de pretensiones
ideológicas ni siquiera políticas? Tal vez lo sea. Pero la verdad es
que la ficción en particular, y la cultura en general, no son nunca
gratuitas, tienen siempre unas raíces que se hunden en una problemática
social, y este es uno de los factores que determinan el éxito o el
fracaso de los productos artísticos. Aunque una ficción sea
inmediatamente reconocida como algo que no es una objetiva
representación de la vida, si en ella, de algún modo, a veces muy
indirecto y alegórico, el espectador --o lector-- no se siente
expresado, provocado, retratado, difícilmente se identificaría con sus
personajes y sucesos y se dejaría seducir por ella al extremo de vivir
sus mentiras como si fueran verdades.
24 (Twenty Four) nos atrapa en sus redes
por lo bien hecha que está, la excelencia de sus guiones y montajes y la
impecable actuación de sus actores y sus técnicos, pero todo ello no
hubiera servido de gran cosa si esta ficción no rezumara por todos sus
poros unos de los terrores contemporáneos, que, como el pánico a la
peste negra en la edad media, o a la tuberculosis en el siglo XIX, se ha
apoderado de los espíritus occidentales desde 11-S: la bomba que hará
volar en pedazos el avión, el metro o el tren en que viajamos, o la
operación que infectará de microbios homicidas el agua que bebemos o el
aire que respiramos, e interrumpirá nuestro sueño tranquilo o nuestro
trabajo en la oficina con aquella cegadora explosión que nos convertirá
en polvo radioactivo. En esas condiciones, consuela fantasear que allá,
en la sombra, insomnes, incansables, feroces, Jack Bauer y sus
compañeros, esos terribles justicieros, a la manera del Amadís o de
D'Artagnan, se llenan de sangre y de horror para salvarnos, y
permitirnos vivir con la conciencia tranquila.
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