Angus Deaton
Angus Deaton, the 2015 Nobel laureate
in economics, is Professor of Economics and International Affairs at
Princeton University’s Woodrow Wilson School of Public and International
Affairs. He is the author of The Great Escape: Health, Wealth, and the Origins of Inequality.
PRINCETON
– Fui criado en Escocia con la enseñanza de que los agentes de policía
eran aliados nuestros y que podía pedirles ayuda cuando la necesitase.
Imaginen mi sorpresa, cuando tenía 19 años y durante mi primera visita a
los Estados Unidos, al recibir una sarta de obscenidades de un policía
de Nueva York que dirigía el tráfico en Times Square después de que le
pedí instrucciones para llegar a la oficina de correos más cercana. En
mi confusión posterior, deposité los documentos urgentes de mi jefe en
un bote de basura que, para mí, de verdad se veía como un buzón.
Los
europeos tienden a percibir sus gobiernos de manera más positiva que
los estadounidenses, para quienes los fracasos y la impopularidad de sus
políticos federales, estatales y locales son bastante comunes. Con
todo, los distintos niveles de gobierno de los estadounidenses recaudan
impuestos y, a cambio, prestan servicios sin los que los ciudadanos no
podrían vivir sus vidas con facilidad.
Los
estadounidenses, como muchos otros ciudadanos de países ricos, dan por
sentado el sistema legal y normativo, las escuelas públicas, la
asistencia médica y la seguridad social para adultos mayores, las
carreteras, la defensa y la diplomacia, y las fuertes inversiones hechas
por el estado en investigación, particularmente en medicina.
Ciertamente, no todos estos servicios son tan buenos como podrían ser,
ni son tenidos en la misma estima por todos, pero en su mayoría, la
gente paga sus impuestos, y si la manera en que se gasta el dinero
ofende a algunos esto da lugar a un acalorado debate público, y
elecciones regulares le permiten al pueblo cambiar sus prioridades.
Todo
esto es tan obvio que apenas y es necesario mencionarlo –al menos para
aquellos que viven en países ricos con sistemas de gobierno eficaces–.
Sin embargo, la mayoría de la población mundial no vive bajo estas
circunstancias.
En
muchas partes de África y Asia, los estados carecen de la capacidad
para recaudar impuestos o prestar servicios. El contrato entre el
gobierno y los gobernados –de naturaleza imperfecta en los países ricos–
está a menudo totalmente ausente en los países pobres. El policía de
Nueva York se mostró poco más que descortés (y ocupado brindando un
servicio); en muchas partes del mundo, la policía se aprovecha de la
gente que se supone debería proteger, extorsionándola por dinero o
persiguiéndola a nombre de poderosos patronos.
Incluso
en un país de ingresos medios como India, las escuelas y clínicas
públicas se enfrentan a un absentismo (no castigado) masivo. Los médicos
privados le dan a la gente lo que (ellos piensan que) quieren
–inyecciones, suero intravenoso y antibióticos– pero el estado no los
regula, y muchos médicos no están calificados en absoluto.
En
los países en vías de desarrollo, los niños mueren por haber nacido en
el lugar equivocado –no debido a enfermedades exóticas e incurables,
sino a enfermedades comunes de la infancia que hemos aprendido a tratar
hace casi un siglo–. Estos niños continuarán muriendo si no cuentan con
un estado capaz de brindar atención médica materno infantil rutinaria.
De
igual forma, sin capacidad gubernamental, el control y la aplicación de
la ley no funcionan adecuadamente, de modo que a las empresas les
resulta difícil trabajar. Sin tribunales civiles que funcionen
debidamente, no hay garantías para que los empresarios innovadores
puedan exigir las recompensas de sus ideas.
La
ausencia de capacidad estatal –es decir, de los servicios y la
protección que la gente en los países ricos da por sentado– es una de
las principales causas de pobreza y marginación alrededor del mundo. Sin
estados eficaces que trabajen junto a ciudadanos activos y
comprometidos, hay pocas probabilidades de que tenga lugar el
crecimiento que se necesita para eliminar la pobreza mundial.
Desafortunadamente,
los países ricos del mundo están empeorando las cosas en la actualidad.
La ayuda externa –las transferencias de los países ricos a los países
pobres– tiene un gran mérito, especialmente en términos de la asistencia
médica, gracias a la cual, muchas personas, que de otra manera habrían
muerto, están vivas hoy en día. No obstante, la ayuda externa también
debilita el desarrollo de la capacidad estatal local.
Esto
se hace más evidente en países –principalmente en África– en donde el
gobierno recibe ayuda directamente y las corrientes de ayuda están
relacionadas en gran medida al gasto fiscal (a menudo más de la mitad
del total). Tales gobiernos no necesitan de un contrato con sus
ciudadanos, de parlamento ni de un sistema de recaudación de impuestos.
Si deben rendirle cuentas a alguien, es a los donantes; pero incluso
esto falla en la práctica, porque los países donantes, bajo la presión
de sus propios ciudadanos (quienes correctamente quieren ayudar a los
pobres), necesitan erogar dinero tanto como los gobiernos de los países
pobres necesitan recibirlo, si no es más.
¿Y qué tal si se prescinde de los gobiernos y se brinda ayuda directamente a los pobres (giving aid directly to the poor)?
Con seguridad, es probable que los efectos inmediatos sean mejores,
especialmente en países en donde poca de la ayuda de gobierno a gobierno
llega efectivamente a los pobres. Además, requeriría de una suma
sorprendentemente pequeña –alrededor de 15 centavos de dólar
estadounidense al día por parte de cada adulto en los países ricos– para
elevar a todos al menos al nivel de la línea de indigencia en la que se
subsiste con un dólar al día.
Con todo, esta no es la solución. Los pobres necesitan
que los gobiernos los conduzcan hacia una mejor vida; dejar al margen a
los gobiernos podría mejorar las cosas a corto plazo, pero dejaría sin
resolver el problema subyacente. Los países pobres no pueden depender
para siempre de la ayuda externa para mantener sus servicios de salud.
Este tipo de ayuda debilita lo que más necesita la gente pobre: un
gobierno eficaz que trabaje con ellos para el presente y el futuro.
Algo que está a nuestro alcance
es hacer campaña a favor de que nuestros propios gobiernos dejen de
hacer aquellas cosas que dificultan aún más a los países pobres en sus
esfuerzos por salir de la pobreza. Reducir la ayuda es una medida, pero
también lo es limitar el tráfico de armas, mejorar las políticas
comerciales y de subvención de los países ricos, facilitar asesoramiento
técnico que no esté vinculado a la ayuda, y desarrollar mejores
medicamentos para tratar enfermedades sin afectar a la gente rica. No
podemos ayudar a los pobres debilitando aún más sus ya débiles
gobiernos.
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