Wednesday, November 30, 2016

Cómo Lula da Silva defraudó al mundo

Mary Anastasia O'Grady dice que Lula da Silva le vendió al mundo la idea de que su socialismo no derivaría en problemas económicos, que esta vez sería distinto.

Mary Anastasia O'Grady es editora de la columna de las Américas del Wall Street Journal.
Durante el fin de semana, los Juegos Olímpicos de 2016 se inauguraron en Rio sin incidentes mayores. Esto parece casi un milagro después de semanas de informes desalentadores sobre construcciones de mala calidad, fuerzas de seguridad mal preparadas y congestiones de tráfico monumentales. Está por verse si deportistas, visitantes y residentes locales pueden pasar las próximas dos semanas sin una catástrofe.
No se suponía que iba a ser así. Cuando en 2009 Rio ganó el derecho a ser la ciudad anfitriona de estos Juegos tampoco se contemplaba que Brasil se vería como se ve hoy, con un déficit presupuestario equivalente a 8% del Producto Interno Bruto, una inflación cercana a 10%, dos años de contracción económica y un pozo negro de escándalos de corrupción.



En 2009, Luiz Inácio Lula da Silva, del Partido de los Trabajadores, llevaba más de seis años al frente del país y era una especie de estrella mundial del rock. Su retórica denigraba el liberalismo económico de los años 90 mientras promovía una nueva y mejorada marca de socialismo con un toque de samba.
Buena parte de la región compró la versión 2.0 de Estado grande que vendió Lula da Silva. Las preocupaciones sobre el regreso del populismo latinoamericano de corte izquierdista y su potencial amenaza al espíritu empresarial y al crecimiento económico fueron respondidas con afirmaciones de que esta vez sería diferente.
Lula da Silva era un hombre de izquierda, pero no era Hugo Chávez, explicaba la creencia popular. Una portada de 2009 de la revista The Economist tenía el título de Brasil despega. El artículo citaba una proyección de la consultora PwC que decía que para 2025 São Paulo sería la quinta ciudad más rica del mundo. En su mayoría los expertos estuvieron de acuerdo: Brasil estaba en camino de asumir el lugar que le correspondía como una superpotencia económica global.
En 2011, después de dos mandatos, Lula da Silva dejó la presidencia, que quedó en manos de su sucesora Dilma Rousseff, también del PT. Se suponía que los Juegos Olímpicos de 2016 habrían de mostrar el paraíso socialista que habían cultivado: una utopía urbana que mezclaba vivienda asequible, grandes empresas industriales nacionales y redes ordenadas de transporte público para proporcionar una experiencia de vida tranquila y ambientalmente certificada.
En lugar de eso, apenas semanas antes de la inauguración los lavamanos se desprendían de las paredes en la Villa Olímpica. La delegación de Australia abandonó el lugar luego de haber encontrado, entre otras cosas, cables eléctricos expuestos cerca de charcos de agua.
La Bahía de Guanabara, donde se llevan a cabo las competencias de natación al aire libre y náutica, es un gigantesco cultivo de bacterias. Una nueva línea de metro que se suponía llevaría a los visitantes a los Juegos termina casi 13 kilómetros antes del destino final prometido.
La empresa de seguridad que fue contratada para requisar a los espectadores fue despedida hace 10 días por no cumplir con el contrato. Los organizadores pasaron apuros la semana para contratar y capacitar un equipo de reemplazo.
El mundo parece anonadado. No debería estarlo. Rio es un microcosmos del Brasil de Lula, donde la burocracia dirige las cosas de arriba abajo y los seres humanos son algo que se considera por añadidura. Lo único que falta en la analogía de Rio, hasta ahora, es la corrupción que floreció a nivel federal durante los 14 años de gobierno del PT.
Los políticos de Brasil aspiran a la grandeza del primer mundo pero insisten en preservar instituciones del tercer mundo. No es porque no entiendan la eficacia de las instituciones independientes y los pesos y contrapesos. Es precisamente porque la entienden.
El presidente Fernando Henrique Cardoso, del Partido de la Social Democracia Brasileña, fue una excepción a la regla. Durante su mandato de ocho años antes de Lula da Silva, Brasil descubrió la estabilidad macroeconómica usando políticas responsables del banco central, un tipo de cambio flotante y la meta de superávits fiscales. El banco central adoptó una mayor transparencia, previsibilidad y una meta de inflación, lo que generó confianza entre los mercados. El banco central también asumió un papel de supervisor de los bancos estatales para evitar el exceso de financiación del Estado o sus compinches.
Durante el gobierno de Lula da Silva y luego en el de Rousseff —quien ganó las elecciones en 2010 y 2014— el compromiso con la disciplina fiscal se erosionó gradualmente. La estatal Caixa Econômica Federal y el Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES) expandieron rápidamente el crédito. Esto era arriesgado y tenía el potencial de aumentar la inflación, pero el banco central ignoró el problema.
Mientras Lula da Silva y luego Rousseff promovían Brasil como un país de clase mundial, hicieron poco por reducir la carga del gobierno sobre los emprendedores. La clasificación del Banco Mundial de 2016 sobre la facilidad de hacer negocios en 189 países coloca a Brasil en el puesto 174 en la categoría de “apertura de una empresa”, 169 en la de “obtención de permisos de construcción”, 130 en “registro de la propiedad”, 178 en el “pago de impuestos” y 145 en “comercio transfronterizo”. Esto no suena a superpotencia.
A finales de julio, Lula da Silva fue acusado por un tribunal federal de Brasil de obstrucción a la justicia en una investigación de corrupción. Rousseff enfrenta un juicio político de destitución por maquillar las cuentas del gobierno y actualmente está bajo el enjuiciamiento del Senado. Si el fraude político por llevar a una nación a la ruina fuera un delito, los dos ya habrían sido condenados.

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