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Friday, December 9, 2016

¿Cómo ve China a Trump?

Keyu Jin, a professor of economics at the London School of Economics, is a World Economic Forum Young Global Leader and a member of the Richemont Group Advisory Board.
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¿Cómo ve China a Trump?

LONDRES – La asombrosa victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos ha sacudido al mundo. Si se considera desde el notable silencio del presidente mexicano Enrique Peña Nieto hasta la declaración del presidente francés Francois Hollande sobre que se abre un “período de incertidumbre”,  y el embelesamiento  apenas disimulado del Kremlin, se puede afirmar que Trump no ha sido recibido internacionalmente de la misma forma en la que se recibieron a otros presidentes estadounidenses. Sin embargo, un país se ha mantenido, en gran medida, impasible: China.


La postura de Trump sobre China es bien conocida: ha culpado a este país de todo, desde acciones de piratería informática que afectaron a su oponente (acciones que el gobierno de Estados Unidos considera que son el trabajo de Rusia) al cambio climático (que ha calificado como un engaño elaborado por China para socavar la competitividad de  EEUU). Y, ha prometido imponer un arancel del 45% a los productos chinos.
No obstante, la prudencia fluye a través de las venas confucianas de China. En lugar de sacar conclusiones precipitadas sobre las futuras políticas de Estados Unidos, y mucho menos tomar medidas prematuras, los líderes de China han permanecido neutrales en su respuesta frente a la victoria de Trump. Parecen tener confianza de que, a pesar de que la relación bilateral cambiará en algo, no se transformará de manera fundamental. Continuará siendo ni muy buena, ni muy mala.
Es de ayuda el hecho que Trump haya cesado sus críticas a China desde que se celebraron las elecciones. En cambio, publicó en Twitter un video de su nieta recitando un poema en chino mandarín – video que se convirtió en éxito instantáneo en China. Ya sea que pretendiera o no de manera explícita que dicha publicación sea un mensaje para China, la acción enfatiza la posibilidad de que realmente existe un abismo entre la retórica de campaña de Trump y sus posturas y planes reales.
Algunos en Occidente podrían pensar que la retórica por sí sola sería suficiente para enfurecer a los líderes de China. Pero la verdad es que los chinos están mucho más ofendidos por las reuniones de líderes nacionales con el Dalai Lama, como por ejemplo por la reunión que sostuvo el presidente Barack Obama en junio pasado. Y, como ha dejado en claro las elecciones pasadas en Estados Unidos, la retórica puede tener muy poca relación con la realidad.
Esto es aún más cierto cuando la retórica bajo escrutinio incluye promesas que perjudicarían a todos los involucrados, como lo harían los aranceles propuestos por Trump. La disponibilidad de productos baratos de China ha ejercido, durante mucho tiempo, una presión a la baja sobre los precios, incluso aquellos de productos no chinos, en el mercado estadounidense. Para los hogares de bajos ingresos, que son los más propensos a consumir productos importados baratos, esta situación ha sido una bendición, ya que incrementó, de manera efectiva, el poder adquisitivo de dichos hogares.
Si se bloquearan las importaciones chinas, los precios subirían, socavando el consumo, obstaculizando el crecimiento económico y exacerbando la desigualdad. Y, Estados Unidos ni siquiera estaría protegido de pérdidas de empleo en la industria manufacturera; los empleos sólo se desplazarían a Vietnam o Bangladesh, donde hoy en día los costos de mano de obra son aún más bajos que en China.
Lo mismo ocurre con los flujos de inversión – el segundo motor de la globalización – que a menudo se olvidan convenientemente en las discusiones sobre la relación económica entre Estados Unidos y China. China es uno de los mayores compradores de bonos del Tesoro de los Estados Unidos y continúa financiando el consumo y la inversión estadounidenses. China puede, incluso, ayudar a financiar los grandes proyectos de infraestructura que Trump ha prometido, reduciendo de esta forma la presión que dichos proyectos ejercerían sobre el presupuesto de Estados Unidos.
Así que es poco probable que Trump cambie mucho en términos de la política económica de Estados Unidos, al menos si sabe lo que es bueno para él. En el ámbito donde podría hacer algunos cambios es en la política exterior; pero, dichos cambios más probablemente complacerían a China en lugar de molestarla.
El gobierno de Obama ha estado comprometido durante varios años con un reequilibrio estratégico dirigido a Asia. En un momento en que China estaba acumulando rápidamente poderío, tanto económico como militar, Obama parecía estar comprometido a contener el ascenso de China como mejor podía, incluso involucró a Estados Unidos en disputas territoriales en el Mar de China Meridional.
Por el contrario, Trump, con su abordaje de política exterior denominado “Primero EE.UU.”, ha prestado poca atención a la disputa del Mar Meridional de China. Esta forma de actuar funciona perfectamente para China, país que acogería con beneplácito un menor involucramiento estadounidense en Asia – en especial en el Mar de China Meridional, así como en Taiwán.
Pero en este punto, también, existe una brecha entre la retórica y la realidad, y no se debe esperar ningún tipo de cambio radical. Poco después de las elecciones, Trump garantizó a los líderes de Japón y Corea del Sur el compromiso que tiene EE.UU. tiene con respecto a la seguridad de sus respectivos países, a pesar de que durante su campaña electoral Trump prometió exigir mayores pagos por la protección de Estados Unidos. Si se añade a lo expresado anteriormente la amenaza que plantea Corea del Norte, se llega a la conclusión de que una desestabilizadora retirada estratégica estadounidense sigue siendo un evento altamente improbable.
Si Trump cumple con su ofrecimiento de reparar las relaciones con Rusia, las probabilidades de que China vaya a librarse de la presión estadounidense se extenderían aún más. Sin tener que lidiar con Rusia, Estados Unidos tendría aún más tiempo para dedicarse a los asuntos asiáticos.
Además, un calentamiento de las relaciones Rusia-Estados Unidos podría conducir a cambios sutiles en las relaciones Rusia-China, mismas que se han profundizado desde la anexión de Crimea que llevó a cabo Rusia, situación que demolió las relaciones rusas con Occidente.
La victoria de Trump está lejos de ser inconsecuente. No es un presidente de los Estados Unidos común y corriente, y, prestándose una frase de Salena Zito de The Atlantic, Trump debe ser tomado en serio, aunque no literalmente en serio. Sin embargo, tal como los líderes de China parecen reconocer, como presidente no tendrá más remedio que, por lo general, colorear con sus propios matices dentro de los límites ya establecidos. Incluso si quiere desviarse más del consenso sobre política exterior, el sistema estadounidense limitará su capacidad para hacerlo.
Por lo tanto, en lugar de preocuparse por las predilecciones personales de Trump o de intentar predecir lo impredecible, los líderes de China siguen enfocados en lo que es realmente importante: la necesidad de una relación bilateral de cooperación. Otras potencias mundiales deberían hacer lo mismo.

¿Cómo ve China a Trump?

Keyu Jin, a professor of economics at the London School of Economics, is a World Economic Forum Young Global Leader and a member of the Richemont Group Advisory Board.
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¿Cómo ve China a Trump?

LONDRES – La asombrosa victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos ha sacudido al mundo. Si se considera desde el notable silencio del presidente mexicano Enrique Peña Nieto hasta la declaración del presidente francés Francois Hollande sobre que se abre un “período de incertidumbre”,  y el embelesamiento  apenas disimulado del Kremlin, se puede afirmar que Trump no ha sido recibido internacionalmente de la misma forma en la que se recibieron a otros presidentes estadounidenses. Sin embargo, un país se ha mantenido, en gran medida, impasible: China.

Thursday, July 7, 2016

Liberales y liberales

Liberales y liberales

Liberales y liberales









Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Como los seres humanos, las palabras cambian de contenido según el tiempo y el lugar. Seguir sus transformaciones es instructivo, aunque, a veces, como ocurre con el vocablo “liberal”, semejante averiguación puede extraviarnos en un laberinto de dudas.
En el Quijote y la literatura de su época la palabra aparece varias veces. ¿Qué quiere decir allí? Hombre de espíritu abierto, bien educado, tolerante, comunicativo; en suma, una persona con la que se puede simpatizar. En ella no hay connotaciones políticas ni religiosas, sólo éticas y cívicas en el sentido más ancho de ambas palabras.
A fines del siglo XVIII este vocablo cambia de naturaleza y adquiere matices que tienen que ver con las ideas sobre la libertad y el mercado de los pensadores británicos y franceses de la Ilustración (Stuart Mill, Locke, Hume, Adam Smith, Voltaire). Los liberales combaten la esclavitud y el intervencionismo del Estado, defienden la propiedad privada, el comercio libre, la competencia, el individualismo y se declaran enemigos de los dogmas y el absolutismo.


En el siglo XIX un liberal es sobre todo un librepensador: defiende el Estado laico, quiere separar la Iglesia del Estado, emancipar a la sociedad del oscurantismo religioso. Sus diferencias con los conservadores y los regímenes autoritarios generan a menudo guerras civiles y revoluciones. El liberal de entonces es lo que hoy llamaríamos un progresista, defensor de los derechos humanos (desde la Revolución Francesa se les conocía como los Derechos del Hombre) y la democracia.
Con la aparición del marxismo y la difusión de las ideas socialistas, el liberalismo va siendo desplazado de la vanguardia a una retaguardia, por defender un sistema económico y político —el capitalismo— que el socialismo y el comunismo quieren abolir en nombre de una justicia social que identifican con el colectivismo y el estatismo. (No en todas partes ocurre esta transformación de la palabra liberal. En Estados Unidos un liberal es todavía un radical, un socialdemócrata o un socialista a secas). La conversión de la vertiente comunista del socialismo al autoritarismo empuja al socialismo democrático al centro político y lo acerca —sin juntarlo— al liberalismo.
En nuestros días, liberal y liberalismo quieren decir, según las culturas y los países, cosas distintas y a veces contradictorias. El partido del tiranuelo nicaragüense Somoza se llamaba liberal y así se denomina, en Austria, un partido neofascista. La confusión es tan extrema que regímenes dictatoriales como los de Pinochet en Chile y de Fujimori en Perú son llamados a veces “liberales” o “neoliberales” porque privatizaron algunas empresas y abrieron mercados. De esta desnaturalización de lo que es la doctrina liberal no son del todo inocentes algunos liberales convencidos de que el liberalismo es una doctrina esencialmente económica, que gira en torno del mercado como una panacea mágica para la resolución de todos los problemas sociales. Esos logaritmos vivientes llegan a formas extremas de dogmatismo y están dispuestos a hacer tales concesiones en el campo político a la extrema derecha y al neofascismo que han contribuido a desprestigiar las ideas liberales y a que se las vea como una máscara de la reacción y la explotación.
Dicho esto, es verdad que algunos gobiernos conservadores, como los de Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en el Reino Unido, llevaron a cabo reformas económicas y sociales de inequívoca raíz liberal, impulsando la cultura de la libertad de manera extraordinaria, aunque en otros campos la hicieran retroceder. Lo mismo podría decirse de algunos gobiernos socialistas, como el de Felipe González en España o el de José Mujica en Uruguay, que, en la esfera de los derechos humanos, han hecho progresar a sus países reduciendo injusticias inveteradas y creando oportunidades para los ciudadanos de menores ingresos.
Una de las características del liberalismo en nuestros días es que se le encuentra en los lugares menos pensados y a veces brilla por su ausencia donde ciertos ingenuos creen que está. A las personas y partidos hay que juzgarlos no por lo que dicen y predican sino por lo que hacen. En el debate que hay en estos días en el Perú sobre la concentración de los medios de prensa, algunos valedores de la adquisición por el grupo El Comercio de la mayoría de las acciones de Epensa, que le confiere casi el 80% del mercado de la prensa, son periodistas que callaron o aplaudieron cuando la dictadura de Fujimori y Montesinos cometía sus crímenes más abominables y manipulaba toda la información, comprando a dueños y redactores de diarios o intimidándolos. ¿Cómo tomaríamos en serio a esos novísimos catecúmenos de la libertad? Un filósofo y economista liberal de la llamada escuela austríaca, Ludwig von Mises, se oponía a que hubiera partidos políticos liberales, porque, a su juicio, el liberalismo debía ser una cultura que irrigara a un arco muy amplio de formaciones y movimientos que, aunque tuvieran importantes discrepancias, compartieran un denominador común sobre ciertos principios liberales básicos.
Algo de eso ocurre desde hace buen tiempo en las democracias más avanzadas, donde, con diferencias más de matiz que de esencia, entre democristianos y socialdemócratas y socialistas, liberales y conservadores, republicanos y demócratas, hay unos consensos que dan estabilidad a las instituciones y continuidad a las políticas sociales y económicas, un sistema que sólo se ve amenazado por sus extremos, el neofascismo del Frente Nacional en Francia, por ejemplo, o La Liga Lombarda en Italia, y grupos y grupúsculos ultra comunistas y anarquistas.
En América Latina este proceso se da de manera más pausada y con más riesgo de retroceso que en otras partes del mundo, por lo débil que es todavía la cultura democrática, que sólo tiene tradición en países como Chile, Uruguay y Costa Rica, en tanto que en los demás es más bien precaria. Pero ha comenzado a suceder y la mejor prueba de ello es que las dictaduras militares prácticamente se han extinguido y de los movimientos armados revolucionarios sobrevive a duras penas las FARC colombianas, con un apoyo popular decreciente. Es verdad que hay gobiernos populistas y demagógicos, aparte del anacronismo que es Cuba, pero Venezuela, por ejemplo, que aspiraba a ser el gran fermento del socialismo revolucionario latinoamericano, vive una crisis económica, política y social tan profunda, con el desplome de su moneda, la carestía demencial —todo falta, la comida, el agua, hasta el papel higiénico— y las iniquidades de la delincuencia, que difícilmente podría ser ahora el modelo continental en que quería convertirla el comandante Chávez.
Hay ciertas ideas básicas que definen a un liberal. Que la libertad, valor supremo, es una e indivisible y que ella debe operar en todos los campos para garantizar el verdadero progreso. La libertad política, económica, social, cultural, son una sola y todas ellas hacen avanzar la justicia, la riqueza, los derechos humanos, las oportunidades y la coexistencia pacífica en una sociedad. Si en uno solo de esos campos la libertad se eclipsa, en todos los otros se encuentra amenazada.
Los liberales creen que el Estado pequeño es más eficiente que el que crece demasiado, y que, cuando esto último ocurre, no sólo la economía se resiente, también el conjunto de las libertades públicas. Creen asimismo que la función del Estado no es producir riqueza, sino que esta función la lleva a cabo mejor la sociedad civil, en un régimen de mercado libre, en que se prohíben los privilegios y se respeta la propiedad privada. La seguridad, el orden público, la legalidad, la educación y la salud competen al Estado, desde luego, pero no de manera monopólica sino en estrecha colaboración con la sociedad civil.
Estas y otras convicciones generales de un liberal tienen, a la hora de su aplicación, fórmulas y matices muy diversos relacionados con el nivel de desarrollo de una sociedad, de su cultura y sus tradiciones. No hay fórmulas rígidas y recetas únicas para ponerlas en práctica. Forzar reformas liberales de manera abrupta, sin consenso, puede provocar frustración, desórdenes y crisis políticas que pongan en peligro el sistema democrático. Este es tan esencial al pensamiento liberal como el de la libertad económica y el respeto a los derechos humanos. Por eso, la difícil tolerancia —para quienes, como nosotros, españoles y latinoamericanos, tenemos una tradición dogmática e intransigente tan fuerte— debería ser la virtud más apreciada entre los liberales. Tolerancia quiere decir, simplemente, aceptar la posibilidad del error en las convicciones propias y de verdad en las ajenas.
Es natural, por eso, que haya entre los liberales discrepancias, y a veces muy serias, sobre temas como el aborto, los matrimonios gay, la descriminalización de las drogas y otros. Sobre ninguno de estos temas existe una verdad revelada liberal, porque para los liberales no hay verdades reveladas. La verdad es, como estableció Karl Popper, siempre provisional, sólo válida mientras no surja otra que la califique o refute. Los congresos y encuentros liberales suelen ser, a menudo, parecidos a los de los trotskistas (cuando el trotskismo existía): batallas intelectuales en defensa de ideas contrapuestas. Algunos ven en ello un rasgo de inoperancia e irrealismo. Yo creo que esas controversias entre lo que Isaías Berlin llamaba “las verdades contradictorias” han hecho que el liberalismo siga siendo la doctrina que más ha contribuido a mejorar la coexistencia social, haciendo avanzar la libertad humana.
© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2014.
© Mario Vargas Llosa, 2014.

Liberales y liberales

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Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Como los seres humanos, las palabras cambian de contenido según el tiempo y el lugar. Seguir sus transformaciones es instructivo, aunque, a veces, como ocurre con el vocablo “liberal”, semejante averiguación puede extraviarnos en un laberinto de dudas.
En el Quijote y la literatura de su época la palabra aparece varias veces. ¿Qué quiere decir allí? Hombre de espíritu abierto, bien educado, tolerante, comunicativo; en suma, una persona con la que se puede simpatizar. En ella no hay connotaciones políticas ni religiosas, sólo éticas y cívicas en el sentido más ancho de ambas palabras.
A fines del siglo XVIII este vocablo cambia de naturaleza y adquiere matices que tienen que ver con las ideas sobre la libertad y el mercado de los pensadores británicos y franceses de la Ilustración (Stuart Mill, Locke, Hume, Adam Smith, Voltaire). Los liberales combaten la esclavitud y el intervencionismo del Estado, defienden la propiedad privada, el comercio libre, la competencia, el individualismo y se declaran enemigos de los dogmas y el absolutismo.