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Sunday, November 27, 2016

Fillon, ¿por fin un liberal en Francia?: propone menos gasto, menos impuestos y más mercado

Anuncia que bajará impuestos por 50.000 millones, despedirá a 500.000 empleados públicos y reducirá el gasto del 57% al 49% del PIB.

François Fillon propone medidas de liberalización económica
Cuando a Nicolas Sarkozy le preguntaron por la posibilidad de que François Fillon se presentase a las primarias de la derecha francesa, el ex presidente se tomó a broma su candidatura y presentó al ex primer ministro como un político poco relevante. El paso del tiempo fue debilitando la candidatura de Sarkozy y apuntalando la de Fillon, que fue ganando adeptos conforme avanzó el proceso de Los Republicanos, la nueva marca electoral de la vieja UMP.



En una sociedad tan inmovilista como la francesa, la posible elección popular de Fillon como aspirante al Elíseo se antoja, cuando menos sorprende. Podría decirse que Fillon es todo lo liberal que puede ser un candidato a la presidencia francesa. No hablamos, claro está, de la reencarnación de Margaret Thatcher, como afirman sus críticos, pero tampoco de un dirigente galo cualquiera. "Me quieren etiquetar como defensor de la economía liberal, yo sencillamente diría que soy un hombre pragmático", ha declarado.
Fillon fue la voz más reformista de la Era Sarkozy y llegó a declarar abiertamente que la República francesa está "quebrada". ¿Por qué no logró aplicar reformas de calado cuando estuvo al mando del gobierno? Sus defensores culpan al estallido de la Gran Recesión, al arrollador liderazgo de Sarkozy o a la presión de los sindicatos. Ahora, Fillon dice haber aprendido la lección y presenta un programa que podría resultar moderado en otros países pero que se antoja radical para los estándares franceses.

Y es que el favorito a la nominación presidencial de Los Republicanos quiere "relanzar la economía" con reformas de calado que se alejan del tono moderado y ambiguo de muchas de las propuestas de sus rivales en las primarias. Entre ellas, destaca su anuncio de bajar en 100.000 millones el gasto público o su plan para bajar en 50.000 millones los impuestos.

Las promesas de Fillon

En el plano fiscal, François Fillon reconoce que aumentará en 12.000 millones el gasto en seguridad, defensa y justicia. Sin embargo, su plan anuncia que el gasto anual se habrá reducido en 100.000 millones cuando su Presidencia haya concluido. Fillon ya empezó a revisar el gasto público en 2007, cuando lanzó una auditoría del sector público que fue interrumpida por la presión de los sectores más moderados de su partido. Ahora, el ex primer ministro promete retomar aquella iniciativa y anuncia medidas drásticas como la reducción de la plantilla de empleados públicos en 500.000 efectivos.
En lo tocante a los impuestos, Fillon quiere bajar en 40.000 millones los impuestos que soportan las empresas y también anuncia 10.000 millones de alivio fiscal para las familias. Su programa denuncia que "la Administración Hollande ha subido significativamente los impuestos de las clases medias" y subraya que "solamente rebajando la presión fiscal lograremos que las empresas sean más competitivas y las familias tengan más poder adquisitivo".
Fillon ha anunciado que, si llega a la Presidencia, impulsará una primera rebaja de impuestos a finales de 2017, con la entrada en vigor de medidas que ahorrarían 25.000 millones en las cotizaciones sociales que pagan las empresas. A esto se sumaría un posterior recorte del tipo general del Impuesto de Sociedades, que quiere llevar hasta el 25%.
El dirigente republicano también anuncia recortes de la fiscalidad que soportan los hogares que incluirían 3.800 millones menos por la vía de deducciones en el Impuesto sobre la Renta y 5.000 millones menos en el tramo de las cotizaciones sociales. Pero el paquete de reformas tributarias también incluiría la eliminación del Impuesto de Patrimonio (5.500 millones de euros) y la reducción de otros tributos como el Impuesto de Sucesiones o la Tasa de Transacciones Inmobiliarias.
El programa de Fillon también incluye una reforma del IVA, que subiría su tramo general en dos puntos aunque vería también reducidos algunos de sus tramos menores. El mandatario ha señalado que le preocupa la estabilidad fiscal y que, de no adoptar estas medidas recaudatorias, sus propuestas no lograrían llevar a Francia hacia el superávit presupuestario.
En cualquier caso, el grueso del ajuste anunciado recaería sobre el sector público, de manera que Fillon promete que el peso del gasto estatal sobre el PIB habrá bajado del 57% al 49% entre los años 2017 y 2022. Además, el aspirante a la nominación republicana también anticipa que la aplicación de su programa llevará el déficit del 4,7% del PIB planteado para 2017 a un escenario de equilibrio presupuestario en 2022. Sus medidas también frenarían la escalada de la deuda pública, que caería del 100% al 95% del PIB durante su mandato.

Fin a las 35 horas semanales

Fillon quiere favorecer el crecimiento empresarial cambiando la catalogación de las empresas. Hoy, una empresa mediana es aquella que tiene más de 10 trabajadores y una sociedad grande es la que emplea a más de 50. El republicano quiere que los nuevos umbrales sean, respectivamente, de 50 y 100 empleados. Esto supondría un notable ahorro en costes regulatorios, operativos, fiscales…
Su programa incluye el aumento de la jornada laboral a 39 horas, cambiando las leyes laborales del sector privado y elevando de manera automática las condiciones de trabajo de los empleados públicos. Además, Fillon habla abiertamente de "promover un cambio cultural que favorezca el emprendimiento, la adaptabilidad, la innovación y la asunción de riesgos", un discurso muy distinto a lo que escuchamos a menudo en los debates políticos de nuestro país vecino.

Fillon, ¿por fin un liberal en Francia?: propone menos gasto, menos impuestos y más mercado

Anuncia que bajará impuestos por 50.000 millones, despedirá a 500.000 empleados públicos y reducirá el gasto del 57% al 49% del PIB.

François Fillon propone medidas de liberalización económica
Cuando a Nicolas Sarkozy le preguntaron por la posibilidad de que François Fillon se presentase a las primarias de la derecha francesa, el ex presidente se tomó a broma su candidatura y presentó al ex primer ministro como un político poco relevante. El paso del tiempo fue debilitando la candidatura de Sarkozy y apuntalando la de Fillon, que fue ganando adeptos conforme avanzó el proceso de Los Republicanos, la nueva marca electoral de la vieja UMP.


Monday, October 31, 2016

¿Alguna vez México fue liberal?





“Alguna vez los mexicanos le dimos una probadita al liberalismo para después escupirlo intoxicados con una capirotada revolucionaria que aún nos postra en el lecho del fracaso.”

RICARDO VALENZUELA
Image result for COWGIRLS WORKING IN RANCHES
Mercados libres, gobierno limitado, estado de derecho, libertad para comerciar en todo el mundo, impuestos reducidos, políticos al servicio de los ciudadanos, no al revés, ciudadanos en igualdad, pero igualdad ante la ley. Un gobierno dedicado solamente a la protección de vida, libertad, propiedad y asegurar el cumplimiento de los contratos. ¿Hemos tenido en México un manjar de esta naturaleza? ¿Cómo se define un esquema tal? Se define como liberalismo, pero el original. 


¿Alguna vez México fue liberal?





“Alguna vez los mexicanos le dimos una probadita al liberalismo para después escupirlo intoxicados con una capirotada revolucionaria que aún nos postra en el lecho del fracaso.”

RICARDO VALENZUELA
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Mercados libres, gobierno limitado, estado de derecho, libertad para comerciar en todo el mundo, impuestos reducidos, políticos al servicio de los ciudadanos, no al revés, ciudadanos en igualdad, pero igualdad ante la ley. Un gobierno dedicado solamente a la protección de vida, libertad, propiedad y asegurar el cumplimiento de los contratos. ¿Hemos tenido en México un manjar de esta naturaleza? ¿Cómo se define un esquema tal? Se define como liberalismo, pero el original. 


Monday, October 17, 2016

¿Cuál es el tamaño óptimo del estado para un liberal?

Durante años, dentro de los círculos liberales se han dado algunos debates para los que aún no se ha encontrado una respuesta. Uno de ellos es el peso que debe tener el Estado en una supuesta sociedad liberal. Tradicionalmente, todos los amantes de la libertad han estado de acuerdo en que el tamaño actual del estado es gigantesco, siendo necesario el recorte de este. Las divergencias han venido cuando ha tocado cuantificar hasta qué tamaño tiene que ser recortado este. Vamos a resumir las múltiples posturas que hay en este campo en dos: liberales clásicos o minarquistas y anarcocapitalistas.



Por un lado, los liberales clásicos defienden un estado pequeñito. Ven el papel de este como un bien hacia la sociedad, ya que la ausencia de Estado haría que el bienestar de la sociedad fuera menor que con la presencia de este. Afirman que es imprescindible la provisión pública de algunos bienes y servicios. Esto conlleva en que hay una cantidad de coacción óptima. A ojos de un minarquista, conforme se reduce el papel del Estado, mejora el bienestar de la población, hasta un punto en el que seguir reduciéndolo sería contraproducente. No hay un consenso dentro de este campo sobre cuál sería la óptima intervención pública, oscilando este porcentaje entre el necesario para prestar los bienes públicos (aquellos en los que no hay rivalidad en el consumo y que no es posible excluir de su disfrute a aquellos que no paguen) hasta lo necesario para prestar un mínimo Estado del Bienestar.
Por otro lado, los anarcocapitalistas defienden que el Estado debe desaparecer. Las funciones que actualmente realiza se deben bien privatizar (sanidad, educación…) o eliminar (políticas de igualdad, por ejemplo). La prioridad de un anarcocapitalista es eliminar cualquier coacción por parte del estado, por delante de los potenciales efectos beneficiosos que este pudiera acarrear. Además, si dichos efectos existieran, dicho servicio lo podría prestar una empresa privada.
Sin embargo, ambas posturas presentan dos problemas que ponen en jaque esta sociedad liberal. En primer lugar, los liberales clásicos al asumir que existe una cantidad de estado mayor de cero óptima, dejan la puerta abierta al crecimiento del estado. Utilizando este mismo argumento, cualquier persona de conciencia socialdemócrata puede argumentar que los cálculos que hizo el liberal para determinar el porcentaje de estado optimo son erróneos, necesitando aumentar el poder del estado. La realidad es que, ni el liberal ni el socialdemócrata podrán determinan cual es la cantidad de estado que maximizaría esa supuesta ecuación.
El anarcocapitalismo, por el contra, utiliza argumentaciones puramente teóricas de cómo funcionaria la provisión privada de bienes o servicios que nunca han sido suministrados por el mercado, al menos íntegramente. En caso de llevarse a cabo sin las suficientes garantías de que iba a funcionar, podría ocurrir que la población se rebelara y exigiera altos porcentajes de intervencionismo estatal para subsanar esa deficiencia. Dicho fracaso supondría volver al punto de partida y perder la posibilidad de durante mucho tiempo de volver a explorar esta vía.
¿Cual sería el mejor sistema? El estado debería ser tratado por los liberales como una enfermedad crónica. Esto implica que, con las armas que actualmente tenemos, trataríamos de reducirlo a lo mínimo que nos permitan el estado actual de conocimiento “farmacéutico”, y una vez reducido a su mínima expresión, aplicar medicamentos para que este no crezca. Paralelamente, deberíamos seguir investigando con el fin de encontrar la cura a dicha enfermedad. Es decir, seríamos minarquistas, hasta el punto en el que la coacción estatal fuera mínima dado el conocimiento actual de lo que puede y no puede ser provisto por el mercado. A su vez, tendríamos que mantenernos alerta sobre la evolución de este, evitando que creciera y con la vista puesta en los potenciales avances tecnológicos que permitieran ir quitando atribuciones al estado para dárselas al mercado.

¿Cuál es el tamaño óptimo del estado para un liberal?

Durante años, dentro de los círculos liberales se han dado algunos debates para los que aún no se ha encontrado una respuesta. Uno de ellos es el peso que debe tener el Estado en una supuesta sociedad liberal. Tradicionalmente, todos los amantes de la libertad han estado de acuerdo en que el tamaño actual del estado es gigantesco, siendo necesario el recorte de este. Las divergencias han venido cuando ha tocado cuantificar hasta qué tamaño tiene que ser recortado este. Vamos a resumir las múltiples posturas que hay en este campo en dos: liberales clásicos o minarquistas y anarcocapitalistas.


Tuesday, July 26, 2016

Liberal y socialista, ¿se parecen?

Alfredo Bullard describe la paradoja del socialismo: pretende solucionar un problema mediante el mecanismo que lo crea o profundiza.
Alfredo Bullard es un reconocido arbitrador latinoamericano y autor de Derecho y economía: El análisis económico de las instituciones legales. Bullard es socio del estudio Bullard Falla y Ezcurra Abogados.
Ambos parecen tener discursos parecidos. Hablan de la preocupación de que ciertos grupos pueden concentrar poder y obtener privilegios. Para los dos existe una forma de acumulación de riqueza no legítima.
Allí acaba la coincidencia y comienza la paradoja socialista. Para los liberales es la libertad la que permite combatir la acumulación ilegitima. Esa libertad se expresa en la competencia que no es otra cosa que la desconcentración de poder. Debe liberarse la entrada de agentes al mercado y darle el poder a los consumidores de elegir. Las utilidades deben obtenerse en el mercado, de las decisiones de los consumidores, y no en los pasillos de los ministerios. Así se evita la concentración.



Y se debe reconocer a cada individuo derechos individuales que los protejan de los intentos de expropiar su libertad: la vida, la integridad, las libertades de expresión y de contratar, la propiedad, el elegir con quién casarte.
Para ello el liberal quiere un Estado limitado. Porque en la experiencia es el Estado el que más favorece la concentración de poder.
La paradoja socialista aparece cuando plantean una solución al problema que conduce exactamente a caer en el problema. Mientras los liberales plantean reducir al Estado para liberar a los individuos, los socialistas plantean reforzar al Estado para conseguir lo mismo. Pero olvidan que al hacerlo crean precisamente el mecanismo a través del cual se distribuyen los privilegios que crean la concentración ilegítima del poder y de la riqueza.
Dicha posición tiene dos serias contradicciones: primero, pretende combatir la concentración de poder concentrando el poder; segundo, pretenden liberar al individuo quitándole libertad.
Como bien dice Carlos Rodríguez Braun, a través del Estado, la riqueza no se redistribuye de ricos a pobres, sino de grupos desorganizados a grupos organizados.
Los grupos organizados (los gremios, los sindicatos, ciertas empresas, los partidarios del gobierno) desarrollan capacidad de influencia sobre las decisiones políticas y generan la capacidad de desviar los recursos existentes para su privilegio con regulaciones, impuestos, prohibiciones, corrupción, etc. Por ejemplo, al prohibir las importaciones para proteger “la industria nacional (organizada)” permite acumular riqueza que sale de los bolsillos de los consumidores que no pueden organizarse de la misma manera.
Es el legado de la paradoja socialista. Se llama mercantilismo y que, con mucha ligereza, suele confundirse con el liberalismo, a pesar de ser su antónimo. Las reacciones de muchos socialistas a mi artículo de la semana pasada (“¿Qué es un socialista?”) es un claro ejemplo. La críticas al artículo muestran la confusión socialista de no distinguir un liberal de un mercantilista y de no advertir que un mercantilista está más cerca al socialismo.
Y es que atrapados en sus prejuicios crean coloridas piñatas de liberales (a las que denominan “neoliberales”) para pegarles con palos tan vacíos como sus ideas.
¿Cómo crean sus piñatas? Toman características de diversos grupos y las mezclan para crear un falso liberal. Construyen muñecos con atributos que pertenecen a los rivales del liberalismo. El “neoliberal” es un mamarracho impostado, creado al combinar un poco de conservadurismo, otro poco de mercantilismo, mucho de utilitarismo, algo de autoritarismo (los llaman “fachos”) y una dosis de intolerancia. Luego, para posicionar su idea, acuñan frases como “no hay que confundir libertad con libertinaje”, “tiene posiciones pro empresa”, “son anticonsumidores” o “defienden la libertad para proteger el estatus de los ricos y los poderosos”.
Lo que los socialistas pierden de vista es que al crear esa piñata están mirando su imagen reflejada en un espejo de feria, lo que no les permite advertir que lo que critican es lo que ellos mismos quieren crear.
Y es que tienen (a veces) buenas intenciones. Pero las ejecutan tan mal que terminan creando el monstruo que dicen querer combatir.
Los liberales (los verdaderos) combaten el mercantilismo no solo en la intención, sino en los hechos. Creen en una libertad responsable, donde la libertad se ejerce asumiendo las consecuencias de nuestros actos y no diluyéndola en un difuso colectivo al que califican como “social”.
¿Por qué temen tanto a los liberales? Como bien decía Bernard Shaw: “La libertad supone responsabilidad. Por eso la mayor parte de los hombres le teme tanto”.

Liberal y socialista, ¿se parecen?

Alfredo Bullard describe la paradoja del socialismo: pretende solucionar un problema mediante el mecanismo que lo crea o profundiza.
Alfredo Bullard es un reconocido arbitrador latinoamericano y autor de Derecho y economía: El análisis económico de las instituciones legales. Bullard es socio del estudio Bullard Falla y Ezcurra Abogados.
Ambos parecen tener discursos parecidos. Hablan de la preocupación de que ciertos grupos pueden concentrar poder y obtener privilegios. Para los dos existe una forma de acumulación de riqueza no legítima.
Allí acaba la coincidencia y comienza la paradoja socialista. Para los liberales es la libertad la que permite combatir la acumulación ilegitima. Esa libertad se expresa en la competencia que no es otra cosa que la desconcentración de poder. Debe liberarse la entrada de agentes al mercado y darle el poder a los consumidores de elegir. Las utilidades deben obtenerse en el mercado, de las decisiones de los consumidores, y no en los pasillos de los ministerios. Así se evita la concentración.


Saturday, July 9, 2016

El Mago del Norte

El Mago del Norte

El Mago del Norte










Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Isaiah Berlin fue un demócrata y un liberal, uno de esos raros intelectuales tolerantes, capaces de reconocer que sus propias convicciones podían ser erradas y acertadas las de sus adversarios ideológicos. Y la mejor prueba de ese espíritu abierto y sensible que contrastaba siempre sus ideas con la realidad a ver si las confirmaba o contradecía, la dio dedicando sus mayores empeños intelectuales a estudiar, no tanto a los filósofos y pensadores afines a la cultura de la libertad, como a sus más enconados enemigos, por ejemplo un Carlos Marx o un Joseph de Maistre, a los que dedicó ensayos admirables por su rigor y ponderación. Tenía la pasión del saber y, a quienes promovían las cosas que él detestaba, como el autoritarismo, el racismo, el dogmatismo y la violencia, antes que refutarlos, quería entenderlos, averiguar cómo y por qué habían llegado a defender causas y doctrinas que agravaban la injusticia, la barbarie y los sufrimientos humanos.


Un buen ejemplo de todo ello es el volumen titulado The Magus of the North. J.G. Hamann and the Origins of Modern Irrationalism (1993), colección de notas y ensayos que Berlin no llegó a integrar en un libro orgánico y que recopiló y prologó Henry Hardy, su discípulo, al que nunca podremos agradecerle bastante su extraordinaria labor de rastreo y edición de las decenas de trabajos que Isaiah Berlin, por su escaso interés en publicar y su maniático perfeccionismo, dejó dispersos en revistas académicas o inéditos. Yo creía haber leído todos los trabajos del gran pensador liberal, pero éste se me había escapado y acabo de hacerlo, con el mismo absorbente placer que todo lo que escribió.
Lo extraordinario de estas notas, artículos y bocetos de ensayos que a lo largo de su vida dedicó Berlin al teólogo y filósofo alemán Johann Georg Hamann (1730-1788), enemigo mortal de la Ilustración y portavoz afiebrado del irracionalismo, es que, a través de ellas, este reaccionario convicto y confeso resulta una figura simpática y en muchos sentidos hasta moderna. Su defensa de la sinrazón –las pasiones, el instinto, el sexo, los abismos de la personalidad- como parte integral de lo humano y su idea de que todo sistema filosófico exclusivamente racionalista y abstracto constituye una mutilación de la realidad y la vida son perfectamente válidas y sus audaces teorías, por ejemplo sobre el sexo y la lingüística, en cierto modo prefiguran algunas de las posiciones libertarias y anárquicas más radicales, como las de un Michel Foucault. Asimismo, resulta profética su denuncia de que, si continuaba por el camino que había tomado, la filosofía del futuro naufragaría en un oscurantismo indescifrable, máscara del vacío y la inanidad, que la pondría fuera del alcance del lector común.
Donde estas coincidencias cesan es en aquella encrucijada en la que aparece Dios, a quien Hamann subordina todo lo que existe y que es, para el místico germano, la justificación y explicación única y final de la historia social y los destinos individuales. Su rechazo de las generalizaciones y de lo abstracto y su defensa de lo particular y lo concreto hicieron de él un confaloniero del individualismo y un enemigo mortal de lo colectivo como categoría social y signo de identidad. En este sentido fue, de un lado, dice Berlin, un precursor del romanticismo y de lo que dos siglos más tarde sería el existencialismo (sobre todo en la versión católica de un Gabriel Marcel), pero, del otro, uno de los fundadores del nacionalismo e, incluso, al igual que Joseph de Maistre, del fascismo.
Hamann nació en Königsberg, hijo de un barbero cirujano, en el seno de una familia pietista luterana, y su infancia transcurrió en un medio de gentes religiosas y estoicas, cuyos antepasados desconfiaban de los libros y la vida intelectual; él, sin embargo, fue un lector voraz y se las arregló para entrar a la universidad donde adquirió una formación múltiple y algo extravagante de historia, geografía, matemáticas, hebreo, teología, a la vez que por su cuenta aprendía francés y escribía poemas. Comenzó a ganarse la vida como tutor de los hijos de la próspera burguesía local y, durante algún tiempo, pareció ganado por las ideas que venían de la Francia de Voltaire y Montesquieu. Pero no mucho después, durante una estancia en Londres vinculada a una misteriosa conspiración política, y luego de unos meses de disipación y excesos que lo llevaron a la ruina, experimentó la crisis que cambiaría su vida.
Ocurrió en 1757. Sumido en la miseria, aislado del mundo, se sepultó en el estudio de la Biblia, convencido, según escribiría más tarde, como Lutero, que el libro sagrado del cristianismo era “una alegoría de la historia secreta del alma de cada individuo”. Emergió de esa experiencia transformado en el conservador y reaccionario pendenciero y solitario que, en panfletos polémicos que se sucedían como puñetazos, criticaría con ferocidad todas las manifestaciones de la modernidad allí donde aparecieran: en la ciencia, en las costumbres, en la vida política, en la filosofía y, sobre todo, en la religión. Había regresado, y con celo ardiente, al protestantismo luterano de sus ancestros. Se hizo de adversarios y enemigos por doquier por su carácter intratable. Solía, incluso, enemistarse con gentes que lo respetaban y querían ayudarlo, como Kant, lector suyo y quien trató de conseguirle un puesto en la Universidad. De él dijo que “era un pequeño homúnculo agradable para chismear un rato pero totalmente ciego ante la verdad”. A Herder, que fue su admirador confeso y se consideraba su discípulo, nunca le tuvo el menor aprecio intelectual. No es extraño, por eso, que su vida transcurriera casi en el anonimato, con pocos lectores, y fuera sumamente austera, debido a los oscuros empleos burocráticos con los que ganaba su sustento.
Después de muerto, el Mago del Norte, como Hamann gustaba llamarse a sí mismo, fue pronto olvidado por el escaso círculo que conocía sus obras. Isaiah Berlin se pregunta: “¿Qué hay en él que merezca ser resucitado en nuestros días?” La respuesta da lugar al mejor capítulo de su libro: The Central Core (El núcleo central). Lo verdaderamente original en Hamann, explica, es su concepción de la naturaleza del hombre, en las antípodas de la visión optimista y racional que de ella promovieron los enciclopedistas y filósofos franceses de la Ilustración. La criatura humana es una creación divina y, por lo tanto, soberana y única, que no puede ser disuelta en una colectividad, como hacen quienes inventan teorías (“ficciones”, según Hamann) sobre la evolución de la historia hacia un futuro de progreso, en el que la ciencia iría desterrando la ignorancia y aboliendo las injusticias. Los seres humanos son distintos y también sus destinos; y su mayor fuente de sabiduría no es la razón ni el conocimiento científico sino la experiencia, la suma de vivencias que acumulan a lo largo de su existencia. En este sentido, los pensadores y académicos del siglo dieciocho le parecían auténticos “paganos”, más alejados de Dios que “los ladrones, mendigos, criminales y vagabundos –los seres de vida “irregular”-, que, por la inestabilidad y los tumultos de su arriesgada existencia podían muchas veces acercarse de manera más honda y directa a la trascendencia divina.
Era un puritano y, sin embargo, en materia sexual propugnaba ideas que escandalizaron a todos sus contemporáneos. “¿Por qué un sentimiento de vergüenza rodea a nuestros gloriosos órganos de la reproducción?”, se preguntaba. A su juicio, tratar de domesticar las pasiones sexuales debilitaba la espontaneidad y el genio humano y, por eso, quien quería conocerse a fondo debía explorarlo todo, e, incluso, “descender al abismo de las orgías de Baco y de Ceres”. Sin embargo, quien en este dominio se mostraba tan abierto, en otro sostenía que la única manera de garantizar el orden era mediante una autoridad vertical y absoluta que defendiera el individuo, la familia y la religión como instituciones tutelares e intangibles de la sociedad.
Aunque este libro de Isaiah Berlin es una amalgama de textos, adolece de repeticiones y da a veces la impresión de que hay muchos vacíos que quedaron por llenar, se lee con el interés que él sabía imprimir a todos sus ensayos a los que siempre convertía, no importa de qué trataran, en una fiesta de las ideas.
© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2014.

El Mago del Norte

El Mago del Norte

El Mago del Norte










Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Isaiah Berlin fue un demócrata y un liberal, uno de esos raros intelectuales tolerantes, capaces de reconocer que sus propias convicciones podían ser erradas y acertadas las de sus adversarios ideológicos. Y la mejor prueba de ese espíritu abierto y sensible que contrastaba siempre sus ideas con la realidad a ver si las confirmaba o contradecía, la dio dedicando sus mayores empeños intelectuales a estudiar, no tanto a los filósofos y pensadores afines a la cultura de la libertad, como a sus más enconados enemigos, por ejemplo un Carlos Marx o un Joseph de Maistre, a los que dedicó ensayos admirables por su rigor y ponderación. Tenía la pasión del saber y, a quienes promovían las cosas que él detestaba, como el autoritarismo, el racismo, el dogmatismo y la violencia, antes que refutarlos, quería entenderlos, averiguar cómo y por qué habían llegado a defender causas y doctrinas que agravaban la injusticia, la barbarie y los sufrimientos humanos.

Monday, June 27, 2016

Carlos Rangel, el precursor venezolano

Ian Vásquez destaca la importancia de las ideas del venezolano Carlos Rangel a 40 años de la publicación de “Del buen salvaje al buen revolucionario”.

Ian Vásquez es Director del Centro para la Libertad y la Prosperidad Global del Cato Institute.
Venezuela está a punto de colapsar. La crisis que ha engendrado la revolución bolivariana es total: económica, política y social. La escasez de prácticamente todo lo importante –comida, electricidad, medicinas, agua– ha derivado en colas interminables, hambre, una creciente ola de saqueos y conflicto social, y una crisis humanitaria. La gente se muere por falta de medicamentos o equipos médicos que funcionen. En el 2015, la tasa de mortalidad de bebés de menos de un mes de vida se incrementó en los hospitales públicos en cien veces respecto del 2012. La tasa de mortalidad de madres en los mismos hospitales casi se quintuplicó.



Ante esta realidad, el presidente Nicolás Maduro, en vez de anunciar reformas, ha respondido de manera delirante. Ha declarado un estado de emergencia, una mayor militarización de la sociedad y una profundización del experimento socialista en el que culpó de los problemas del país a una guerra económica librada por los empresarios y Estados Unidos.
Es propicio que este año se conmemore el aniversario 40 de la publicación del libro clásico del pensador Carlos Rangel (1929-1988) que todo venezolano debe leer: “Del buen salvaje al buen revolucionario”. Rangel criticó de la manera más severa las ideas que entonces estaban en plena moda en América Latina –la planificación central, la supuesta dependencia de los países pobres de los ricos, la necesidad de la ayuda externa para salir de la pobreza, y demás conceptos de moneda corriente–. Rangel fue, como dice el escritor Plinio Apuleyo Mendoza, un precursor por anticipar cambios que eventualmente se dieron en buena parte de la región pero no en su propio país.
El pensamiento de Rangel tiene más vigencia hoy que nunca en Venezuela. América Latina, según Rangel, se ha dirigido a base de mitos y ha sido vulnerable a “ofertas políticas construidas sobre la mentira, o que apelan a la verdad solo a medias”. Así, la idea de que existió un paraíso en América antes de la llegada de los europeos, se convirtió en tiempos modernos en la idea del buen revolucionario que reivindicaría la era del buen salvaje. El fracaso de América Latina –especialmente comparado a Estados Unidos– se debe a factores externos. Desde el descubrimiento, los europeos han utilizado a América Latina para proyectar sus fantasías, frustraciones y sentimientos de culpabilidad, que en el tiempo se convirtieron “en los venenos con que se alimentaron los mismos latinoamericanos”, según el intelectual francés Jean-François Revel.
Los venezolanos reconocerán ese divorcio con la realidad. Para dar tan solo dos ejemplos actuales de esto, la ley chavista de “precios justos” crea escasez y mercados negros de precios astronómicos, y la hiperinflación ha llevado a la devaluación acelerada del “bolívar fuerte”.
Es asombroso qué tan clarividente fue Rangel sobre el destino venezolano. En 1983 dio un discurso ante una asociación empresarial donde aclaró que en Venezuela “nunca hemos tenido una economía libre” y que lo que existía desde el principio era un sistema basado en “el monopolio, el privilegio y la corrupción” que era absolutamente “antagónico a la economía de mercado”. A diferencia del análisis de la élite venezolana, Rangel creía que los problemas no se debían al mercado libre, sino a la “hipertrofia del Estado”.
Y ese problema, a su vez, se agravó “por dos factores nuevos: el socialismo y el petróleo”. La élite política venezolana estaba imbuida de ideas socialistas y creía que, bajo la democracia, se podían resolver los problemas del país con mayor dirigismo estatal, financiado, por supuesto, con los ingresos petroleros.
Mucho antes de la llegada de Hugo Chávez, Rangel se preocupó por el “suicidio de la democracia” venezolana en que “los gobiernos […] posponen decisiones impopulares y prefieren tirarles dinero a los problemas”. Rangel entendió antes que otros que no se puede sostener un sistema democrático que no sea basado en una economía relativamente libre. En un ensayo en que anticipó la ideología incoherente del socialismo bolivariano, Rangel destacó el desprecio que tuvo Karl Marx por Simón Bolívar, a quien Marx tildó de “canalla cobarde, miserable y ordinario”.
Después del chavismo, Venezuela seguirá teniendo abundancia de petróleo y un legado estatista de larga tradición. Urge que a Rangel lo lean los venezolanos, y especialmente la oposición.

Carlos Rangel, el precursor venezolano

Ian Vásquez destaca la importancia de las ideas del venezolano Carlos Rangel a 40 años de la publicación de “Del buen salvaje al buen revolucionario”.

Ian Vásquez es Director del Centro para la Libertad y la Prosperidad Global del Cato Institute.
Venezuela está a punto de colapsar. La crisis que ha engendrado la revolución bolivariana es total: económica, política y social. La escasez de prácticamente todo lo importante –comida, electricidad, medicinas, agua– ha derivado en colas interminables, hambre, una creciente ola de saqueos y conflicto social, y una crisis humanitaria. La gente se muere por falta de medicamentos o equipos médicos que funcionen. En el 2015, la tasa de mortalidad de bebés de menos de un mes de vida se incrementó en los hospitales públicos en cien veces respecto del 2012. La tasa de mortalidad de madres en los mismos hospitales casi se quintuplicó.


Wednesday, June 22, 2016

¿Era Keynes un liberal? Ralph Raico


Es hoy práctica común clasificar a John Maynard Keynes como uno de los principales liberales de la historia moderna, tal vez el “grande” más reciente en la tradición de John Locke, Adam Smith y Thomas Jefferson.#
Como estos hombres, se sostiene por lo general, Keynes era un creyente sincero (de hecho, ejemplar) en la sociedad libre. Si difería de los liberales “clásicos” en unas pocas cosas evidentes e importantes, era simplemente porque trataba de actualizar la idea liberal esencial para ajustarla a las condiciones económicas de una nueva era.
No cabe duda de que a lo largo de su vida Keynes apoyó distintos valores culturales genéricos, como la tolerancia y la racionalidad, que a menudo se consideran como “liberales” y, por supuesto, siempre se calificó a sí mismo como liberal (así como liberal, en el sentido de simpatizante del Partido Liberal Británico). Pero nada de esto tiene mucho peso cuando se trata de clasificar el pensamiento político de Keynes.#



Prima facie, Keynes como liberal modelo es ya paradójico debido a su adopción de la doctrina mercantilista. Cuando apareció en 1936 La teoría general del empleo, el interés y el dinero (Keynes 1973b), W.H. Hutt estaba a punto de enviar a la imprenta su El economista y la política (1936). En años posteriores, Hutt sometería al sistema de Keynes a una crítica detallada y devastadora (Hutt 1963, 1979), pero en ese momento solo pudo insertar apresuradamente algunas observaciones iniciales. Lo que le chocó más fue que el renombrado economistas “nos quiera hacer creer que los mercantilistas tenían razón y que sus críticos clásicos estaban equivocados” (una postura expuesta en el capítulo 23 de la Teoría General) (Hutt 1936, p. 245).
Hutt estaba escribiendo desde el punto de vista de la ciencia económica. Aquí nos estamos ocupando de la totalidad del liberalismo como filosofía social. Si, como he argumentos en otros lugares (Raico 1989, 1992, 1999, pp. 1–22), la doctrina liberal se caracteriza históricamente por un rechazo del paternalismo del estado absolutista del bienestar, se caracteriza aún más por su rechazo al componente mercantilista en el absolutismo del siglo XVIII. ¿Cómo es posible entonces que un escritor que trate de rehabilitar el mercantilismo puede contarse entre los grandes liberales?#
En defensa de Keynes, Maurice Cranston responde que nadie negaría la inclusión de John Locke en las filas liberales a pesar de sus adhesión al mercantilismo (1978, p. 111). Es discutible que Locke aceptara el mercantilismo: Karen Vaughn (1980) ha dado motivos para creer otra cosa. Pero incluso si hubiera sido un mercantilista, ese hecho no apoyaría el argumento de Cranston. A Locke se le considera correctamente como un gran liberal no por sus opiniones el teoría y política económica, cualquiers que hayan sido, sino en virtud de su explicación libertaria de los derechos naturales y lo que creía que se deducía de esa explicación.#

El sistema keynesiano

Según sus defensores y él mismo, el giro de Keynes hacia el neomercantilismo era necesario por su descubrimiento de defectos fundamentales en la economía clásica. La teoría clásica, prosigue esta afirmación, resultaba impotente para explicar las causas tanto del alto desempleo crónico británico en la década de 1920 como de la Gran Depresión, mientras que La teoría general hacía ambas cosas. Lograba esta proeza exponiendo los graves defectos propios de la economía de mercado no dirigida, efectuando así una “revolución” en el pensamiento económico.
Sin embargo, las crisis concretas a las que reaccionó Keynes eran ellas mismas producto de políticas públicas equivocadas. La persistencia del desempleo en Gran Bretaña se remonta en parte a la decisión de Winston Churchill como canciller del tesoro de volver al oro a la poco realista paridad anterior a la guerra y en parte a las altas prestaciones de desempleo (en relación con los salarios) disponibles después de 1920. La Gran Depresión se produjo principalmente por la gestión monetaria del gobierno, en particular por el Sistema de la Reserva Federal en Estados Unidos. Ambas crisis son susceptibles de explicación por medio del análisis económico “ortodoxo”, sin requerir ninguna “revolución” teórica (Rothbard 1963; Johnson 1975, pp. 109-112; Benjamin y Kochin 1979; Buchanan, Wagner y Burton 1991).#
Como apuntaba Hutt, Keynes daba la espalda en su Teoría general a todas las autoridades reconocidas, de Hume y Smith a Menger, Jevons y Marshall y a Wicksell y Wicksteed. Esos pensadores, cualquiera que fuera su grado de adhesión al laissez faire estricto, al menos sostenían que la economía de mercado contenía factores autocorrectores que hacían temporales las depresiones económicas. Keynes, descartando a sus predecesores (y contemporáneos) “ortodoxos”, se alineaba con lo que él mismo llamaba ese “bravo ejército de herejes”, Silvio Gesell, J.A. Hobson y otros reformistas sociales y socialistas críticos del capitalismo a los que los economistas de la corriente principal había rechazado por chiflados (Friedman 1997, p. 7).
En un conocido ensayo de 1934, Keynes ya se había incluido en el bando de estos “herejes”, los escritores “que rechazan la idea de que el sistema económico existente sea, en ningún sentido significativo, autocorrector (…) El sistema no es autocorrector y, sin una dirección deliberada, es incapaz de traducir nuestra pobreza actual en nuestra abundancia potencial” (1973a, pp. 487, 489, 491). La Teoría General pretendía proporcionar el marco analítico para justificar esta postura.
Los cambios en precios, salarios y tipos de interés, según Keynes, no cumplen con la función a ellos atribuida en la teoría económica estándar: tender a generar un equilibrio de pleno empleo. El nivel de salarios no tiene ningún efecto sustancial en el volumen del empleo, el tipo de interés no sirve para equilibrar ahorro e inversión, la demanda agregada normalmente es insuficiente para producir pleno empleo y así sucesivamente. Las suposiciones falsas, las incoherencias conceptuales y los non sequiturs que vician estas extravagantes firmaciones se han expuesto frecuentemente (por ejemplo, en Hazlitt 1959, [1960] 1995; Rothbard 1962, p. 2 y passim; Reisman 1998, pp. 862-894).# Tal y como resume el asunto James Buchanan: “Sencillamente, no hay evidencias que sugieran que las economías de mercado sean inherentemente inestables” (Buchanan, Wagner y Burton 1991, p. 109).
En todo caso, no todo sistema que contenga elementos del orden del mercado de la propiedad privad puede considerarse razonablemente como liberal. Es conocido que, en la historia moderna, hubo un sistema que  incluía la propiedad privada y permitía a los mercados operar de forma restringida y limitada. Sin embargo, sus supervisores insistían en el papel primordial del estado, sin el que creían que la vida económica se derrumbaría en la anarquía. El liberalismo económico apareció como una reacción contra este sistema, al que se le llama mercantilismo.
Igualmente crucial para la cuestión son las formas en que los errores de Keynes socavaron la confianza en el orden de libre mercado y abrieron el camino al colosal crecimiento del poder del estado.
Murray Rothbard apunta que Keynes proponía un mundo en el que los consumidores son robots ignorantes y los inversores sistemáticamente irracionales, dirigidos por sus ciegos “espíritus animales” y que concluía que el volumen general de la inversión tenía que confiarse a un deus ex machina, una “clase externa al mercado (…) el aparato del estado” (Rothbard 1992, pp. 189–91). Keynes se refiere a este proceso como “la socialización de la inversión”. Como declara en la Teoría general, “espero ver al Estado, que está en disposición de calcular la eficiencia marginal de lo bienes de capital a largo plazo y basándose en el desarrollo social general, tomando un mayor responsabilidad en la organización directa de las inversiones” (1973b, p. 164). Defendía la creación de un Consejo Nacional de Inversiones. Todavía en 1943, estimaba que dicha autoridad influiría directamente en “dos tercios o tres cuartos de la inversión total” (Seccareccia 1994, p. 377).#
Robert Skidelsky insiste en que en estos casos Keynes no tenía en mente el estado en el sentido de un gobierno central (1988, pp. 17-18), sino más bien esos “cuerpos autónomos dentro del Estado” de los que hablaba en 1924, “cuerpos cuyo criterio de acción dentro de su propio campo es solamente el bien público como ellos lo entienden y de cuya deliberación están excluidos los motivos de las ventajas privadas” (Keynes 1972, pp. 288–89). Sin embargo Skidelsky parece olvidar los problemas de esta concepción que suena tan bien.
Keynes nunca especificó cómo iban a operar esos cuerpos, nunca dio ninguna razón para creer que estarían en disposición de calcular la “eficiencia marginal del capital” (un concepto tremendamente confuso en cualquier caso; ver Hazlitt 1959, pp. 156-170; Anderson [1949] 1995, pp. 200-205) y nunca indicó por qué sutiles medios se mantendría incólume a motivos de ventajas privadas (incluyendo las ideológicas personales).# Además, como Keynes concedía que estos “cuerpos semiautónomos” estarían “sujetos en último término a la soberanía de la democracia expresada mediante el Parlamento” (1972, pp. 288-289), ¿cómo podía impedirse que se convirtieran en la práctica en agencias del estado centralizado?
Si el centro de la doctrina del liberalismo es que, dada la adhesión institucional a los derechos a la vida, la libertad y la propiedad, puede contarse en buena medida con que la sociedad civil se organice por sí misma y si el ejemplo exhibido de este conciso liberalismo es la capacidad de la economía de mercado no dirigida de funcionar satisfactoriamente, entonces la “revolución keynesiana” señala el abandono del liberalismo.
En unos pocos años, el keynesianismo triunfo entre economistas ilustres en la universidad y el gobierno, convirtiéndose tras la Segunda Guerra Mundial en la doctrina oficial en los países desarrollados. Los administradores del Plan Marshall y sus aliados en la Comisión Económica de Naciones Unidas para Europa lo ordenaban, igual que los administradores del Programa de Recuperación Europea. A Italia, por ejemplo, “ambas agencias le reclamaban constantemente que reinflara” (de Cecco 1989, pp. 219-221).#
Aunque Alemania Occidental, bajo el liderazgo de Ludwig Erhard y aconsejado por economistas como Wilhelm Röpke, se resistía, en Gran Bretaña, ambos partidos mayoritarios defendían la gestión keynesiana de la demanda como medio para el pleno empleo, ahora el principal objetivo. En Estados Unidos, la Ley de Empleo de 1946 reconocía el papel primordial del gobierno federal en garantizar el máximo empleo a través de operaciones fiscales. Los resultados de esta revolución fueron desastrosos.
Antes de Keynes, el equilibrio presupuestario había sido el objetivo de los gobiernos, al menos de los países civilizados. El keynesianismo invirtió esta “constitución fiscal”. Al hacer a los gobiernos responsables de políticas fiscales “contracíclicas” e ignorando la tendencia miope de los políticos a acumular déficits, puso las bases para aumentos sin precedentes en los impuestos y la deuda pública de las décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial (Buchanan 1987; Rowley 1987b; Buchanan, Wagner y Burton 1991).
A veces se sostiene que Keynes “no era keynesiano” en el sentido de que no puede hacérsele responsable de la aplicación de su teoría por sus seguidores. Aún así, ¿con qué otro liberal “grande” o “modelo” tenemos un círculo de acólitos altamente influyentes que lo interpreten en un sentido acusadamente antiliberal? Como observa sardónicamente Michael Heilperin: “Si [Keynes] fue un liberal, entonces fue ese extraordinario tipo de liberal cuyas recomendaciones prácticas promueven constantemente el colectivismo” (1960, p. 125).

¿Normas o discrecionalidad?

Frente a anteriores ideologías absolutistas y luego colectivistas, el liberalismo se caracteriza por su insistencia en las normas en la vida política y en la económica (cf. Hayek 1973, pp. 56–59). El estado de derecho como fundamento del Rechtsstaat es un ejemplo evidente, como la doctrina del laissez faire, a la cual incluso John Stuart Mill se sintió obligado se defender de boquilla como un principio (fácilmente anulable) (“En resumen, el laissez faire debería ser la práctica general”). La máxima flexibilidad y libertad en el ejercicio del poder no es una vía que elogien los liberales. “Un gobierno de leyes, no de hombres”, es un lema liberal muy conocido.#
Murray Rothbard señalaba que Keynes, por decirlo así, se oponía al principio por principio (1992, 177).# No es exagerado decir que Keynes era constitutivamente opuesto a las normas, o “dogmas”, como solía llamarlas. Esta actitud dominó su pensamiento a lo largo de su vida. En 1923 declaraba: “cuando hay que tomar grandes decisiones, el Estado es un cuerpo soberano cuyo propósito es promover el mayor bien para todos. Por tanto, cuando entramos en el ámbito de la acción del Estado, todo ha de considerarse y sopesarse por sus méritos” (1971a, pp. 56-57).
En sus últimos años, Keynes encontró “mucha sensatez” en la propuesta de que el estado “cubra el puesto vacante del empresario-jefe”, “interfiriendo en la propiedad y gestión de empresas particulares (…) valorando [solo] el caso y no siguiendo el dogma” (1980, p. 324). En una carta a F.A. Hayek a propósito del libro de éste recientemente publicado Camino de servidumbre, Keynes le reprendía por no darse cuenta de que “los actos peligrosos pueden realizarse con seguridad en una comunidad que piense y sienta correctamente, que podría ser la vía al infierno si fuera ejecutada por aquéllos que piensan y sienten erróneamente” (1980, pp. 387-388).
La oposición a actuar estrictamente por principio, afirma Robert Skidelsky, es lo esencial del “segundo renacimiento del liberalismo” de Keynes (después del “Nuevo liberalismo” de la escuela de Hobhouse: Keynes pretendía “sobreimponer una filosofía de gestión (…) una filosofía de intervención ad hoc, basada en el pensamiento desinteresado” (1988, p. 15). Alec Cairncross indica: “Odiaba la esclavitud de las normas. Quería que los gobiernos tuvieran discrecionalidad y quería que los economistas acudieran en su auxilio en el ejercicio de esa discrecionalidad” (1978, pp. 47-48). Aún así, son precisamente la naturaleza ad hoc de la aproximación de Keynes, su fe en un “pensamiento desinteresado” extrañamente incorpóreo y su predilección por la discrecionalidad del gobierno encumbrado por límites de principios los que van directamente contra lo esencial de la doctrina liberal.#
El verdadero liberalismo ha albergado tradicionalmente una profunda desconfianza en los agentes del estado, basándose en que su falta de competencia o de imparcialidad o de ambas cosas. La displicente confianza de Keynes en los expertos económicos cuyos sagaces consejos se pondrían en práctica por políticos que se negarían a sí mismo se contradice con esta sospecha completamente justificada y toda la evidencia histórica y teórica que la apoya. En términos contemporáneos, contradice las enseñanzas asociadas con la escuela de la elección pública.#

La utopía de Keynes

Keynes se dedicaba a menudo a reflexionar sobre la naturaleza de la sociedad futura, Como sus escritos están plagados de inconsistencias,# ha permitido a algunos de sus seguidores contestar que lo que quería básicamente era simplemente “un el pleno empleo al liberalismo clásico”, que “su modelo era mucho ‘capitalismo más pleno empleo’ y era relativamente optimista acerca de la posibilidad de un control macro” (Corry 1978, pp. 25, 28).
Sin embargo, a lo largo de la carrera de Keynes aparecen claras indicaciones de su deseo de un orden social mucho más radical: en sus palabras, una “Nueva Jerusalén” (O’Donnell 1989, pp. 294, 378 n. 27). Confesaba que había elucubrado “con las posibilidades de mayores cambios sociales que hay dentro de las filosofías actuales” incluso de pensadores como Sidney Webb. “La república de mi imaginación se encuentra en el extremo izquierdo del espacio celestial”, reflexionaba (1972, p. 309). Numerosas declaraciones esparcidas a lo largo de décadas iluminan este reconocimiento algo oscuro. Tomadas juntas, con firman el argumento de Joseph Salerno (1992) de que Keynes era un milenarista, un pensador que veía la evolución social como la búsqueda de un curso preordenado de lo que concebía como un final feliz: una utopía (O’Donnell 1989, pp. 288-294).
Keynes ansiaba una condición de “igualdad de satisfacción entre todos” (sea lo que sea lo que pudiera significar) (1980, p. 369), en la que el problema que afronte la persona media sería “cómo ocupar el ocio, que la ciencia y el interés compuesto le habrán hecho conseguir, para vivir sabiamente, agradablemente y bien” (1972, p. 328). El progreso tecnológico, alimentado por la inversión socializada, garantizaría automáticamente bienes de consumo para todos. En ese momento, aparecerán las cuestiones serias de la vida: “La evolución natural debería ser hacia un nivel decente de consumo par todos y cuando éste sea suficiente para todos, hacia la ocupación de nuestras energías en los intereses no económicos de nuestras vidas. Así que necesitamos ir reconstruyendo lentamente nuestro sistema social con la vista puesta en estos fines” (1982a, p. 393).
Dejando aparte la cuestión de quién decidiría cuándo es suficientemente alto el nivel de consumo, tenemos que preguntar: ¿Qué técnicas imaginaba Keynes que existían para crear esa reestructuración de la sociedad? Como siempre que ponderaba el futuro, la concreción no existe.# Lo que está claro es que el la utopía futura, el estado será el líder incontestable.# Al poner fin a la “anarquía económica”, el nuevo “régimen [será uno] que deliberadamente se dirija a controlar y dirigir las fuerzas económicas en interés de la justicia social y la estabilidad social” (1972, p. 305).#
El estado, según Keynes, decidiría incluso el nivel óptimo de población. Respecto de la eugenesia, Keynes a veces da una apariencia de indecisión: “puede que un poco más tarde llegue el momento en que la comunidad en su conjunto deba prestar atención a la cualidad innata, así como a las meras cifras de sus miembros futuros” (1972, p. 292; ver también Salerno 1992, pp. 13-14). Otras veces, es bastante concreto: “La gran transición en la historia humana” empezará “cuando el hombre civilizado se atreva a asumir el control consciente en sus propias manos, lejos del ciego instinto de la mera supervivencia predominante” (1983, p. 859).# Así que el estado (bajo su disfraz como “hombre civilizado”) también canalizará y supervisará la reproducción de la raza humana.
En estos asuntos, el estado estará guiado, a su vez, por intelectuales sabios y previsores del tipo del propio Keynes.# ¿Cómo iba a ser de otro modo? Dejada a su propio albedrío, la gente está virtualmente desamparada. Como declaraba Keynes: “Tampoco es verdad que el interés propio generalmente sea ilustrado: es más común que los individuos actúan por separado para promover sus propios fines sean demasiado ignorantes o débiles como para alcanzar siquiera éstos” (1972, p. 288). Como sostenía que en cuestiones económicas “la solución correcta implicará elementos intelectuales y científicos que están por encima de la gran masa de votantes más o menos incultos” 1972, p. 295), uno se pregunta cuánta “soberanía de la democracia” continuaría existiendo en su utopía.
Naturalmente, dados sus propios gustos, las artes desempeñarían un papel central en su punto de vista. Se quejaba de la mezquindad de las subvenciones estatales a las artes que era defendida por “los moradores subhumanos del Tesoro”. Esa política era incompatible con cualquier concepción más noble de “la tarea y propósito, el honor y la gloria [sic] del Estado”. Las subvenciones a las artes eran un medio para que el Estado cumpliera su obligación de elevar al “hombre común”, de llevarle a sentirse “mejor, más dotado, más espléndido, más despreocupado” (citado en Moggridge 1974, pp. 34-35).
Durante la Segunda Guerra Mundial, Keynes fue un importante portavoz de lo que luego sería el Consejo de las Artes. Su lema era “Muerte a Hollywood”. Se vio inmensamente satisfecho de ser capaz de informar que tres mil trabajadores fabriles ingleses en los Midlands habían reaccionado con “salvaje deleite” a una representación de ballet (citado en Moggridge 1974, pp. 41, 48). En el futuro, aparte de las subvenciones estatales, habría una inculcación de la apreciación del arte en las escuelas: ir a representaciones y visitar galerías de arte “será un elemento vivo en la educación de todos y la asistencia habitual al teatro y a conciertos, parte de una educación organizada” (1982b, p. 371). La completa banalidad de su cruzada patrocinada por el estado en busca de un aumento estético (clave para la realización de la utopía de Keynes) solo es superada por su deprimente aplastamiento espiritual.

Keynes y los “experimentos” totalitarios

Otro fundamento para dudar del liberalismo de Keynes concierne a su actitud en las décadas de 1920 y 1930 hacia los “experimentos” continentales de economía planificada. A veces mostraba un punto de vista de las políticas nacionalsocialista alemana y fascista italiana que resulta sorprendente en un supuesto pensador liberal modelo. Aquí se trata de dos textos: el prólogo a la edición alemana de la Teoría general (Keynes 1973b, pp. xxv–xxvii) y el ensayo “Autosuficiencia nacional” (Keynes 1933; también incluido en Keynes 1982a, pp. 233-246).
En el prólogo, Keynes observa que se está desviando de “la tradición clásica (u ortodoxa) inglesa”, que, señala, nunca dominó totalmente el pensamiento alemán- “La Escuela de Manchester y el marxismo, derivan ambos en definitiva de Ricardo. (…) Pero en Alemania siempre ha existido una gran porción de la opinión que no se ha adherido ni a una ni al otro (…) Por tanto, tal vez pueda esperar menos resistencia de los lectores alemanes que de los ingleses al ofrecer una teoría del empleo y producción como un todo, que se aleja en aspectos importantes de la tradición ortodoxa” (1973b, pp. xxv–xxvi). Para atraer aún más a sus lectores en la Alemania nacionalsocialista, Keynes añade: “Buena parte del siguiente libro tiene ejemplos y está explicado principalmente con referencia a las condiciones existentes en los países anglosajones. En todo caso la teoría de la producción en su conjunto, que es lo que el siguiente libro pretende ofrecer, es mucho más fácil de adaptarse a las condiciones de un estado totalitario, que la teoría de la producción y distribución de una producción dada bajo condiciones de libre competencia y de laissez faire” (1973b, p. xxvi).
Roy Harrod no menciona este prólogo en absoluto en su primer biografía (1951).# Robert Skidelsky se refiere a él como “desafortunadamente escrito” y lo deja ahí (1992, p. 581). Alan Peacock escribe del pasaje (sin citarlo) que Keynes indicaba “que el gobierno [nazi] alemán de entonces simpatizaría más que el gobierno británico con sus ideas sobre los efectos de las obras públicas en la creación de empleo” (1993, p. 7). Sin embrago, esta opinión va en contra del claro significado del texto: no es que los líderes nazis resultaran simpatizar más con una de las propuestas concretas de Keynes, sino que, en opinión de Keynes, su teoría “es mucho más fácil de adaptarse a las condiciones de un estado totalitario”. Peacock añade que “hay alguna discusión acerca de si el prólogo fue traducido adecuadamente o no”. Pero ese asunto no afecta en modo alguno al extracto aquí citado, que proviene del manuscrito de Keynes en inglés.#
Los pensadores económicos nazis utilizaron a veces referencias a Keynes para apoyar políticas económicas específicamente antiliberales del nacionalsocialismo. Otto Wagener, que encabezaba una oficina de investigación económica nazi antes de acceder al poder, dio a Hitler una copia del libro de Keynes sobre el dinero porque era “un tratado muy interesante”, con la sensación de que el autor “muy en nuestra línea, sin estar familiarizado con nosotros ni con nuestro punto de vista” (citado en Barkai 1977, pp. 55, 57, 156, traducción propia). La publicación de la edición alemana de la Teoría general recibió reseñas críticas de publicaciones que se las habían arreglado para mantener distancias respecto de las políticas económicas oficiales nazis, mientras que un apologista nazi en Heidelberg le daba la bienvenida “como una reivindicación del nacionalsocialismo”. El propio Keynes remarcaba que las autoridades alemanas habían permitido la publicación “con un papel [que era] bastante mejor del habitual y el precio no era mucho mayor de los habitual” (ambas citas en Skidelsky 1992, pp. 581, 583).
Un ejemplo más importante de la dificultad de clasificar a Keynes como liberal es su ensayo “Autosuficiencia nacional” (Keynes 1933, 1982b, pp. 233-246).# Aquí se trata al laissez faire y al libre comercio con el desdén característico de Bloomsbury. En el lúgubre pasado, se habían considerado “casi como parte del derecho moral”, un componente del “grupo de prendas obsoletas que arrastra una mente” (Keynes 1933, p. 755). Sin embargo, es muy distinta la postura de Keynes hacia las doctrinas que eran el último grito cuando escribía. “Cada años e hace más evidente que el mundo se está embarcando en una variedad de experimentos político-económicos” al abandonar los presupuestos del libre comercio del siglo XIX. ¿Cuáles son estos “experimentos”? Son los que están teniendo lugar en Rusia, Italia, Irlanda [sic] y Alemania. Incluso Gran Bretaña y Estados Unidos buscan “un nuevo plan” (p. 761).
Keynes es extrañamente escéptico sobre las posibilidades de éxito de estos distintos proyectos: “No sabemos cuál será el resultado. Vamos (todos, supongo) a cometer muchos errores. Nadie puede decir cuál de los nuevos sistemas demostrará ser el mejor. (…) Cada uno creemos una cosa. Sin creer que ya nos hayamos salvado, cada uno debería querer probar en buscar nuestra propia salvación” (pp. 761-762).
Reconoce que “en asuntos de detalle económico, diferenciados de los controles centrales”, está a favor de “retener tanto juicio e iniciativa y empresa privada como sea posible” (p. 762). Pero “todos necesitamos estar lo más libres posible de interferencia por cambios económicos en otros lugares, para hacer nuestros propios experimentos favoritos hacia la idea de la república social del futuro” (p. 763).
En el momento en que Keynes escribió este artículo, la doctrina de la “autosuficiencia nacional” que estaba predicando se identificaba frecuentemente con el nacionalsocialismo y el fascismo. Cuando Franklin Roosevelt “torpedeó” la conferencia económica de Londres de junio de 1933, el presidente del Reichsbank, Hjalmar Schacht, dijo con suficiencia al Völkischer Beobachter (el periódico oficial del Partido Nazi) que el líder estadounidense había adoptado la filosofía económica de Hitler y Mussolini: “Toma en tus propias manos tu destino económico y no solo te ayudarás a ti mismo, sino también al mundo entero” (Garraty 1973, p. 922).
Keynes admite que se estaban cometiendo muchos errores en todos los ensayos contemporáneos de planificación. Aunque Mussolini puede estar “echando las muelas del juicio”, “Alemania está a merced de unos responsables sin control, aunque aún es pronto para juzgarla”.# Reserva sus mayores críticas a la Rusia de Stalin, tal vez un ejemplo históricamente sin precedentes de “incompetencia administrativa y del sacrificio de casi todo lo que hace que la vida merezca la pena vivirse a cambio de cabezas de madera” (p. 766). “Dejemos que Stalin sea un ejemplo aterrador para todos los que busquen realizar experimentos”, declaraba Keynes (p. 769).
Aún así, su crítica de Stalin (que acababa de condenar a millones a la muerte en la hambruna del terror y estaba llenando el gulag de Lenin con millones de personas más) es curiosamente oblicua y descentrada. Lo que requieren los experimentos soviético y otros socioeconómicos es sobre todo “crítica dura, libre y sin miramientos”. Pero
Stalin ha eliminado toda mente independiente y crítica, incluso las que simpatizan con el punto de vista general. Ha producido un entorno en que los procesos mentales están atrofiados. Las blandas circunvoluciones del cerebro se han convertido en madera. El rebuzno multiplicado del altavoz reemplaza las suaves inflexiones de la voz humana. El balido de la propaganda aburre incluso a los pájaros y las bestias del campo hasta la estupefacción (p. 769).
“Cabezas de madera… cerebros convertidos en madera… aburre… hasta la estupefacción”. El lector puede juzgar por sí mismo si esta crítica (que recuerda a John Stuart Mill insistiendo en la absoluta importancia de una eterna discusión y debate) es adecuada para los hechos de Stalin y el poder soviético en 1933.
Finalmente, un pasaje en este ensayo tal y como apareció en su primera versión en la Yale Review se omite en The Collected Writings:# “Pero brindo mis críticas para mostrar, como alguien cuyo corazón es amistoso y simpatiza con los experimentos desesperados del mundo contemporáneo, que les desea lo mejor y les gustaría que tuvieran éxito, que tiene sus propios experimentos a la vista y que en último término prefiere algo en la tierra a lo que los informes financieros llaman ‘la mejor opinión en Wall Street’” (Keynes 1933, p. 766).#
El comentario de Skidelsky sobre este ensayo es breve y blando: “Como apuntaba Keynes en sus artículos de “Autosuficiencia nacional” [el ensayo apareció en dos partes en The New Statesman and Nation], los experimentos sociales estaban de moda; todos ellos, fuera cual fuera su origen político, implicaban un papel mucho mayor para el gobierno y un papel muy restringido para el libre comercio” (1992, p. 483). Esta descripción difícilmente parece suficiente.
La pregunta en este caso es: ¿Cómo puede alguien que ha expresado una nostágica simpatía por los “experimentos” de nazis, fascistas y comunistas estalinistas y cuyo raído desdén de Bloomsbury estaba reservado para la sociedad de laissez faire que funcionaba libremente ser considerado un ejemplo rotundo de liberal o liberal en absoluto?#

Comunismo soviético

El tono y la sustancia de algunos de los apuntes más extensos de Keynes sobre el comunismo soviético también plantean dudas. Tras un viaje a la Unión Soviética en 1925, publicó  A Short View of Russia (1972, pp. 253-271). Skidelsky, con asombrosa inverosimilitud, califica a este ensayo como “uno de los ataques más agudos al comunismo soviético nunca escritos” (1994, p. 235).
Es verdad que Keyens apreciaba algunos defectos graves en el régimen soviético, especialmente la persecución de disidentes y la opresión general. Pero sostiene que estos defectos son en parte fruto de la revolución y resultado de “cierta bestialidad en la naturaleza rusa o en las naturalezas rusa y judía cuando, como ahora, se alían”. Forman “una sola cara” de la “soberbia seriedad de la Rusia roja”. Esa seriedad puede ser adusta, “cruda y estúpida y aburrida hasta el extremo”, como atestiguan los metodistas  (1972, p. 270): otro toque Bloomsbury.
Keynes no dio ninguna indicación de que el despotismo pudiera ser la consecuencia natural, el resultado completamente predecible de tal concentración de poder en el estado como habían efectuado los bolcheviques en Rusia. Esta última opinión  había sido uno de los sostenes del pensamiento liberal desde al menos el tiempo de Montesquieu y Madison, a través de Mises y Hayek y hasta el día de hoy. Uno esperaría que un liberal destacara este punto.
Por el contrario, Keynes habla favorablemente de la voluntad de los soviéticos de dedicarse a audaces “experimentos” de ingeniería social. En Rusia, “el método de prueba y error se utiliza sin reservas. Nadie ha sido tan abiertamente experimentalista como Lenin”. Respecto de los catastróficamente fracasados “experimentos” de los primeros años de gobierno bolchevique, que había impuesto el paso del “comunismo de guerra” a la Nueva Política Económica (NPE), Keynes los describe en los términos más anodinos: los “errores” anteriores se habían corregido ahora y las “confusiones” disipado (p. 262).# Keynes está deslumbrado por el carácter del régimen como “el laboratorio de la vida” y concluye que el comunismo soviético tiene “alguna posibilidad” de éxito. Afirma en este “agudo ataque” que “incluso una posibilidad que da a lo que está sucediendo en Rusia más importancia de lo que está sucediendo (por ejemplo) en los Estados Unidos de América” (p. 270).#
¿Qué hay en la base de la simpatía de Keynes por el experimento soviético? Aparece una pista al inicio de su ensayo, donde sugiere en broma que el arzobispo de Canterbury podría merecerse ser llamado un bolchevique “si sigue seriamente los preceptos del Evangelio”. (¿Jesucristo como el primer chequista?) Lo que conmueve más profundamente a Keynes es el elemento “religioso” del leninismo, cuya “esencia emocional y ética se centra en torno a la actitud individual y de la comunidad hacia el amor al dinero” (p. 259, cursiva en el original). Los comunistas han superado el “egoísmo materialista” y producido “un cambio real en la actitud predominante hacia el dinero (…) Una sociedad en la que esto sea al menos parcialmente cierto es una innovación tremenda”: “en la Rusia del futuro se pretende que la carrera de hacer dinero, como tal, sencillamente no se le ocurra a un joven respetable como una posible vía, igual que la carrera de un caballero no sería robar o adquirir habilidades en la falsificación o la malversación. (…) Todos deberían trabajar para la comunidad, dice la nueva religión, y, si realizan su tarea, la comunidad los sostendrá” (pp. 260-261).
Frente a esta inspiradora religiosidad, “el capitalismo moderno es absolutamente irreligioso”, faltándole cualquier sentido de solidaridad y espíritu público: “parece cada vez más claro que el problema moral de nuestra época se refiere al amor al dinero, con la habitual apelación al móvil del dinero en nueve décimos de las actividades de la vida, con el universo buscando la seguridad económica individual como primer objetivo de sus esfuerzos, con la aprobación social del dinero como medida del éxito constructivo, con la apelación social al instinto atesorador como fundamento para la provisión necesaria para la familia y el futuro” (268-269). Esta preferencia de la moralidad comunista por encima de la capitalista iba a mantenerse en Keynes durante años.
En 1928 realizó una segunda visita a Rusia, que produjo una evaluación menos favorable. A pesar de que Skidelsky nos asegure de que “el romance claramente había terminado” (1992, pp. 235-236), este juicio no es correcto. El romance continuó al menos hasta 1936, con la reseña de Keynes de Soviet Communism, de sus amigos  Sidney y Beatrice Webb. Ninguno de los que defienden el liberalismo de Keynes ha afrontado nunca abiertamente sus declaraciones bastante poco ambiguas# incluidas en una breve charla radiofónica realizada en la BBC en junio de 1936 en las serie Books and Authors (1982b, pp. 333-334).
La única obra de la que se ocupaba Keynes con algo de extensión era el enorme volumen de los Webb recientemente publicado Soviet Communism. (La primera edición llevaba el subtítulo ¿Una nueva civilización?, pero las interrogaciones desaparecieron en posteriores ediciones). Cómo líderes de la Sociedad Fabiana, los Webb habían trabajado durante décadas para traer el socialismo a Gran Bretaña. En la década de 1930 se convirtieron en ardientes propagandistas del nuevo régimen de la Rusia comunista: en palabra de Beatrice, se habían “enamorado del comunismo soviético” (citado en  Muggeridge y Adam 1968, p. 245). (A lo que ella llamaba “amor”, su sobrino político Malcolm Muggeridge lo calificaba como “adulación embobada” [1973, 72]).
Durante la visita de tres semanas a Rusia de los Webb, donde, presumía Sidney, fueron tratados como “un nuevo tipo de realeza”, las autoridades soviéticas les proporcionaron los supuestos hechos y cifras para su libro (Cole 1946, 194; Muggeridge y Adam 1968, 245). Los apparatchiks estalinistas estaban muy satisfechos del resultado final. En la propia Rusia, Soviet Communism se tradujo, publicó y promocionó por parte del régimen. Como declaraba Breatrice: “Sidney y yo nos hemos convertido en iconos en la Unión Soviética” (citado en Muggeridge 1973, p. 206).#
Desde que Soviet Communism apareció por pimera vez, se ha considerado como probablemente el mejor ejemplo de la ayuda y consuelo que los camaradas literarios viajeros daban al estado de terror de Stalin. Si Keynes hubiera sido un liberal y un amante de la sociedad libre, uno esperaría que su reseña del libro, a pesar de su amistad con los autores, fuera una fiera denuncia, pero pasa lo contrario. Como apuntaba encantada Beatrice en su diario, Maynard “en su atractivo estilo, promocionó nuestro libro en su reciente intervención radiofónica” (Webb 1985, p. 370).
En realidad, Keynes aconsejaba al público británico que Soviet Communism era una obra “que todo ciudadano serio hará bien en mirar”.
Hasta hace muy poco, los acontecimientos en Rusia se producían demasiado rápido y la distancia entre lo profesado y los logros reales era demasiado amplia como para que fuera posible un relato adecuado. Pero el nuevo sistema está ahora tan cristalizado como para ser revisado. El resultado es impresionante. Los innovadores rusos han pasado, no solo la etapa revolucionario, sino asimismo la etapa doctrinaria. Queda poco o nada que muestre ninguna relación especial con Marx y el marxismo que los distinga de otros sistemas de socialismo. Están dedicados a la vasta tarea administrativa de hacer que una serie completamente nueva de instituciones sociales y económicas funcionen suave y exitosamente en un territorio tan extenso que cubre un sexto de la superficie del mundo (1982b, p. 333).
De nuevo hay una completa alabanza de la “experimentación” soviética: “Los métodos aún están cambiando rápidamente en respuesta a la experiencia. El empirismo y experimentalismo a gran escala que se ha intentado por parte de administradores desinteresados está funcionando. Entretanto, los Webb nos han permitido ver la dirección en que las cosas parecen estar moviéndose y lo lejos que han llegado” (1982b, p. 334).
Keynes cree que Gran Bretaña tiene mucho que aprender de la obra de Webb: “Me deja con un fuerte deseo y esperanza de que en este país descubramos cómo combinar una disposición ilimitada a experimentar con cambios en métodos e instituciones políticos y económicos, preservando al tiempo el tradicionalismo y una especie de cuidadoso conservadurismo, ahorrador de todo lo que tiene experiencia humana tras él, en todas las ramas del sentimiento y la acción” (p. 334). En este pasaje, como en muchos otros, a una le sorprende la estudiada marcha atrás y confusión básica  típica de mucha de la filosofía social de Keynes: una “disposición ilimitada a experimentar” se combina de alguna manera con el “tradicionalismo” y el “cuidadoso conservadurismo”.
En 1936, nadie tenía que depender de la engañosa propaganda de los Webb para obtener información del régimen estalinista. Eugene Lyons, William Henry Chamberlin, el propio Malcolm Muggeridge, la prensa conservadora, católica y anarquista de izquierda del mundo y otros habían revelado la triste verdad acerca del osario presidido por los “innovadores” y “desinteresados administradores” de Keynes.# Quien estuviera dispuesto a escuchar podía conocer los hechos respecto de la hambruna del terror de principios de la década de 1930, el enorme sistema de campos de trabajo esclavo y la miseria casi universal que siguió a la abolición de la propiedad privada. Para los no enceguecidos por “amor”, eran inconfundibles las evidencias de que Stalin estaba perfeccionando el estado asesino modelo del siglo XX.

El odio al dinero

¿Qué explica la alabanza de Keynes del libro de los Webb y el sistema soviético? Puede haber pocas dudas de que la razón principal es, de nuevo, su profundamente asentada aversión a la búsqueda del beneficio y a hacer dinero, una actitud que compartía la pareja fabiana.
Según su amiga y colega fabiana, Margaret Cole, los Webb veían a la Unión Soviética como “la esperanza del mundo” moral y espiritualmente (1946, p. 198). Para ellos, lo “más fascinante” de todo era el papel del Partido Comunista, que, sostenía Beatrice, era una “orden religiosa”, dedicada a crear una “conciencia comunista”. En 1932 Beatrice podía anunciar que “Es porque creo que ha llegado el día para cambiar el egoísmo por el altruismo (como motivo principal de la vida humana) por lo que soy una comunista” (citado en Nord 1985, pp. 242-244).
En Soviet Communism los Webb hablan efusivamente del reemplazo de los incentivos monetarios  por los rituales de “compadece al delincuente” y la autocrítica comunista (Webb y Webb 1936, pp. 761-762). Hasta el final de su vida en 1943, Beatrice seguía alabando a la Unión Sovi´teica por “su democracia multiforme, su igualdad de sexo, clase y raza, su producción planificada para el consumo de la comunidad y sobre todo su penalización del móvil de la búsqueda de beneficios” (Webb 1948, p. 491). Después de morir, Keynes la alabó como “la mejor mujer de la generación que está muriendo ahora”.#
Igual que los Webb, Keynes identificaba la religiosidad con la abnegación por el bien del grupo. En términos económicos, esta visión se traducía en trabajar por recompensas no monetarias, trascendiendo de esta manera la sórdida motivación de “nueve décimos de las actividades de la vida” en las sociedades capitalistas. Para Keynes, como para los Webb, esta trascendencia era la esencia del elemento “religioso” y “moral” que detectaban y admiraban en el comunismo.
En su pasión hacia el maligno hacer dinero, Keynes incluso recurrió a pedir a los psicoanalistas que le apoyaran. Fascinado por la obra de Freud, como la mayoría de los miembros del círculo de Bloomsbury, Keynes la valoraba sobre todo por las “intuiciones” que se asemejaban a las suyas, especialmente sobre la importancia  del amor al dinero. En su Tratdo sobre el dinero, se refiere a un pasaje en un escrito de 1908 en el que Freud escribe de las “conexiones que existen entre los complejos del interés en el dinero y de la defecación” y la identificación inconsciente “del oro con las heces” (Freud 1924, pp. 49-50; Keynes 1971b, p. 258 y n. 1 y Skidelsky 1992, 188, pp. 234, 237, 414).# Este “hallazgo” psicoanalítico permitía a Keynes afirmar que el amor al dinero era condenado no solo por la religión sino también por la “ciencia”. Así que, aparte de constituir “el problema ético central de la sociedad moderna” (O’Donnell 1989, 377 n. 14), la preocupación por el dinero era también un tema apropiado para el alienista.
Keynes anhelaba un tiempo en el que el amor al dinero como mera posesión “se reconociera por lo que es, una morbosidad algo desagradable, una de esas propensiones semicriminales, semipatológicas que uno pasa con un escalofrío a los especialistas en enfermedades mentales” (1972, p. 329). Es triste decir que Keynes no desarrolla el tratamiento que prevé que dichos especialistas infligirían a las personas trastornadas a las que se diagnostique que sufran esa aflicción mental.
En los apuntes prosoviéticos de Keynes y en la falta de cualquier preocupación acerca de ellos entre sus devotos encontramos de nuevo el grotesco doble patrón que continúa siendo casi universal (Applebaum 1997; Courtois 1999; Malia 1999). Si a mediados de la década de 1930, un escritor famoso se hubiera expresado a favor de la Alemania nazi en los términos ocasionalmente benevolentes que usó Keynes para la Unión Soviética, habría estado en la picota y su nombre apestaría hasta hoy. Aún así, por muy malvados que fueran a ser los nazis, en 1936 sus víctimas suponían solo una pequeña fracción de las del régimen soviético.#
De hecho, el caso de Keynes es peor que el de alguien que simplemente alababa a Hitler, por ejemplo, por su supuesto éxito en acabar con el problema del desempleo o restaurar el amor propio alemán o producir cualquier otro “logro” que pudiera haber reclamado el nacionalsocialismo. El equivalente real de Keynes, en su mezcla de crítica y simpatía respecto del comunismo soviético, sería un escritor que condenara las persecuciones y la supresión de la libertad de pensamiento bajo los nazis, alabándolos al mismo tiempo por su “conciencia” de la “cuestión racial”, de la que podamos deducir alguna esperanza para el futuro. Pero lo que Keynes encontraba admirable en la Rusia soviética (la voluntad de suprimir el hacer dinero y el móvil del beneficio) era la fuente principal de los horrores.
Como seguidores de una variante del marxismo, Lenin y luego Stalin compartían el asco al dinero de Marx. El comunismo pretendía abolir el dinero, junto con la búsqueda del beneficio y el intercambio privado (todo el sistema de mercado) que hace posible el dinero. El comunismo soviético elegía a sus presas principalmente entre los marcados por su supuesto amor al dinero y los beneficios: la burguesía y los terratenientes del antiguo régimen, los “especuladores” y “atesoradores” de los años del “comunismo de guerra” y el primer Terror Rojo, luego los hombres del NPE y “kulaks” del periodo de la colectivización y la introducción de planes (Leggett 1981; Conquest 1986; Malia 1994, pp. 129-133). ¿Cómo pudo haber olvidado Keynes el enlace entre el objetivo de la búsqueda de la riqueza individual y el tormento infligido por el estado que era norma en la Rusia soviética, particularmente considerando que en el libro que reseñaba en su intervención en la radio, los autores glorificaban la decisión de Stalin de proceder a “la liquidación de los kulaks como clase” (Webb y Webb 1936, pp. 561-572)?
Una característica notable de los comentarios elogiosos de Keynes sobre el sistema soviético aquí y en otros casos es su falta total de cualquier análisis económico. Keynes parece alegremente inconsciente de que pueda existir un problema de cálculo económico racional bajo el socialismo. Esta cuestión ya había ocupado a los investigadores continentales desde hacía tiempo y era el centro de una animada discusión en la London School of Economics.
Ese año antes de la intervención de Keynes en la radio, había aparecido un libro en inglés editado por F.A. Hayek, Collectivist Economic Planning (Hayek 1935), que incluía una traducción del ensayo seminal de Ludwig von Mises “Economic Calculation in the Socialist Commonwealth”. En el curso 1933-34 de la London School, Hayek ya estaba dando un curso titulado “Los problemas de una economía colectivista”. Se había ofrecido en 1932-33 un seminario dirigido por Hayek, Lionel Robbins y Arnold Plant, dedicado principalmente al mismo tema (Moggridge 2004).
Keynes no dio señales de que conociera en absoluto el debate o estuviera al menos interesado en la cuestión.# Por el contrario, lo que importaba a Keynes era el entusiasmo por el experimento soviético (¿ha habido alguna vez algún otro economista, o pensador liberal, que invocara tan a menudo el “entusiasmo” y el “aburrimiento” como criterios para juzgar los sistemas sociales?), el imponente ámbito de los cambios sociales dirigidos por esos “desinteresados administradores” y el innovador avance ético de abolir el móvil del beneficio.
¿Significa esta evidencia que Keynes fuera en algún punto incluso comunista? Por supuesto que no. Pero su simpatía claramente expresada por el sistema soviético (así como, en grado muy inferior, por otros estados totalitarios), cuando se añade a su teoría económica de mayor estado y su visión utópica dominada por el estado, debería hacer meditar a los que la incluyen con tanta determinación en las filas liberales. Al ver a Keynes tal vez como “el liberal modelo del siglo XX” o como cualquier tipo de liberal en absoluto, solo pueden hacer incoherente un concepto histórico indispensable.