Sunday, July 24, 2016

El choque actual entre capitalismo y democracia

Aníbal Romero considera que el llamado "Brexit" es un síntoma más del creciente conflicto a nivel global entre las voluntades democráticas y el capitalismo.

Aníbal Romero es profesor de ciencia política en la Universidad de Simón Bolívar.
El planteamiento que articularé es en síntesis el siguiente: el proceso de transformaciones que experimenta el modo de producción capitalista a nivel global, tiene una dinámica que choca crecientemente contra la voluntad democrática de los electorados en diversos países, y amenaza con extenderse a otros. En consecuencia, no sólo se separan cada vez más las motivaciones, intereses y propósitos de las élites políticas, económicas, sociales y culturales que se benefician principalmente del desarrollo capitalista, de un lado, y del otro lado los de vastas masas de gente que se sienten marginadas o maltratadas. Además de esto, la voluntad democrática de dichas masas, que constituyen posiblemente la mayoría de los electorados en diversas naciones, se enfrenta a los propósitos de las élites globalizadas. Todo ello define los contornos de un nuevo tiempo, que distará seguramente mucho de parecerse a las ilusiones cosmopolitas, multiculturales y políticamente correctas de los sectores dominantes en el planeta.



La idea de democracia ha sido hasta el presente inseparable del Estado-nación, y de hecho, sobre todo a partir del siglo XVIII en Europa, las luchas democráticas estuvieron indisolublemente vinculadas a las de la autodeterminación y autogobierno nacionales. Desde la Atenas clásica hasta nuestros días, el demos, es decir, el pueblo capaz de definir una voluntad democrática clara e inequívoca, no ha sido global sino nacional. No existe en realidad un demos europeo, sino uno inglés, francés, alemán o italiano, entre otros. Y ello no es casual, ya que la voluntad democrática se establece en función de la representatividad de los elegidos en el marco de instituciones concretas, y de la capacidad de los representados para pedirles cuentas y deponerles legalmente, si ello es el caso. Cuando se habla, por tanto, de un “déficit democrático” en la Europa actual se apunta hacia una realidad patente: la Unión Europea es de hecho gobernada por una burocracia supranacional que ni es electa, ni responde a un demos definido, ni puede ser sustituida por la voluntad de un electorado en todo caso inasible, pues carece de realidad específica. El denominado Parlamento Europeo, para quien siga sus ejecutorias, es en verdad una entelequia que ni suprime la autoridad de los parlamentos nacionales ni les permite ejercerla de manera plena. Hablamos entonces de un híbrido que no representa a un demos, sino al sueño de un demos.
Expuesto de otra forma, la voluntad democrática sigue expresándose a través de los electorados nacionales, pero estos últimos están siendo sometidos al impacto de un capitalismo globalizado, cuyas tendencias más activas chocan contra estructuras políticas, legados culturales y tejidos sociales desbordados por una dinámica casi avasalladora. El modo de producción capitalista muestra en la actualidad, entre otras, cuatro tendencias que cabe destacar para nuestros propósitos: La primera es el requerimiento de que las fronteras nacionales se subordinen a los imperativos económicos transnacionales. La segunda, derivada de lo anterior, es que la mano de obra y las técnicas productivas puedan moverse sin restricciones. La tercera es que el capital financiero actúe como mecanismo de compactación del conjunto. Y la cuarta es que una élite del conocimiento en general, y del control financiero en particular, asuma la dirección del proceso productivo a través de instituciones de poder colocadas más allá de la capacidad de supervisión y reclamo políticos de los diversos demos.
A raíz de estos fenómenos, se está generando una poderosa reacción de amplios sectores sociales, pertenecientes —por decirlo así— a diversas etapas del desarrollo capitalista, cuyas habilidades y tradiciones, prácticas y costumbres, aspiraciones y seguridades, están siendo dejadas atrás por procesos colectivos de inmanejable envergadura. Esta reacción, cuya manifestación específica más palpable es el llamado “Brexit”, es decir, el venidero referéndum en el Reino Unido acerca de su permanencia o salida de la Unión Europea (y no de Europa, lo cual es absurdo), pone de manifiesto la voluntad democrática de un demos que pretende preservar su capacidad de autogobierno, asegurando que en efecto el Parlamento electo responda a las esperanzas de las personas concretas que lo eligen por períodos determinados.
No sabemos todavía qué resultados tendrá ese referéndum, pero me atrevo a especular que aún si el demos británico opta por permanecer en la Unión Europea, será por un porcentaje relativamente pequeño de los votos. Tomando en cuenta la inmensa disparidad de recursos entre los bandos, y el tono y estrategia de la campaña de los que se oponen al “Brexit” (sustentados básicamente en propagar el miedo y no en ofrecer una visión positiva), la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea seguirá generando gran controversia. Aunque parezca paradójico, creo que una victoria por escaso margen de los oponentes al “Brexit” no pondrá fin al problema sino que lo acentuará, en lo que tiene que ver con el demos inglés principalmente.
En todo caso, deseo señalar que es un error de óptica analizar estos procesos desde la perspectiva de una idea lineal de la historia, vista como progreso incesante hacia un destino superior, destino que es desde luego definido en términos del cosmopolitismo, multiculturalismo y corrección política propios de la ideología dominante entre las élites transnacionales. Esa visión hegeliano-marxista tiene no sólo el problema de que no podemos saber qué ocurrirá en el futuro, sino que hasta el significado del presente escapa en no poca medida a nuestro entendimiento. De paso, por ejemplo, si el demos británico decide romper sus ataduras con las estructuras políticas europeas, con las consiguientes repercusiones de todo tipo que produciría tal decisión, ello no significa necesariamente un retroceso con respecto a un rumbo histórico ideal. Más bien podría percibirse como el intento de rescatar la voluntad democrática de autogobierno del demos.
Mi particular tesis es que las exigencias intrínsecas del modo de producción capitalista están encontrando severas resistencias en el camino, que estamos en medio de un cambio histórico de enormes proporciones, pero no nos está dado comprender su significado profundo sino apenas atisbarlo. También en EE.UU. presenciamos hoy un ejemplo del choque entre capitalismo y democracia. Por una parte, es claro que ha aumentado la desigualdad, que los salarios en general se han estancado y que el “sueño americano” se ha disipado para millones de trabajadores. Por otra parte, las élites políticas, económicas, culturales y sociales, concentradas en las costas este y oeste del país, se hacen más prósperas, se desentienden del resto de la sociedad, y han convertido a los partidos Demócrata y Republicano en espejos el uno del otro, en el “uniparty”, comprometidos con la globalización, las fronteras abiertas a la inmigración, un libre comercio destructor de la base manufacturera, y la corrección política. El avance de Donald Trump forma parte de este contexto. El partido Demócrata abandonó a la clase obrera blanca e hizo de amplios grupos de afroamericanos un sector dependiente del gasto público, transformándole en segura clientela política. Ahora los Demócratas representan a las élites ligadas a la tecnología de punta, élites desvinculadas de una gran masa trabajadora que se siente desamparada. De su lado, los Republicanos acabaron por asemejarse tanto a sus rivales que la base popular que les respaldaba se rebeló. Ya EE.UU. no es la nación del “melting pot”, del crisol en que se mezclaban gentes de todas partes transformándose en americanos. La política de la identidad, promovida por la corrección política, ha separado a blancos, afroamericanos, latinos y asiáticos, los ha hecho tribus incapaces de constituirse en un demos con propósitos comunes, abriendo las puertas a una inacabable y perturbadora polarización.
Imposible pronosticar el resultado de estos intensos y peligrosos conflictos. Sólo cabe sostener que la frágil normalidad a la que estuvimos acostumbrados desde el fin de la Guerra Fría está llegando a su fin.

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