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Friday, October 21, 2016

Lecciones de los Nobel para socialistas (II)

Juan Ramón Rallo continúa analizando los principales aportes de los ganadores del Premio Nobel de Economía 2016 a la economía.
Juan Ramón Rallo es Director del Instituto Juan de Mariana (España) y columnista de ElCato.org. Juan Ramón obtuvo el tercer lugar en nuestro primer concurso de ensayos, Voces de Libertad 2008.
Propiedad privada y contratos voluntarios constituyen las dos instituciones básicas del capitalismo. Hace unos días, analizamos algunas de las principales aportaciones del recién Nobel de Economía Bengt Holmström sobre cómo diseñar contratos que alineen óptimamente los incentivos de los agentes para maximizar las posibilidades de coordinación entre ellos a la hora de generar riqueza. Y, como vimos, el socialismo lo tiene mucho más complicado que el capitalismo a la hora de generar este tipo de contratos, por lo que, al menos por esta vía, será inherentemente más ineficiente.
Sin embargo, en aquellas situaciones donde la incertidumbre sobre el futuro es muy elevada o donde el desempeño de un agente es muy difícil de medir, los contratos devienen herramientas insuficientes para lograr una coordinación efectiva entre las partes: simplemente, es imposible que un contrato prevea todas las contingencias futuras por las que atravesará la relación económica entre dos o más agentes y, por tanto, no será posible consensuar ex ante cómo deberá responderse ante cada una de esas contingencias, especialmente cuando ni siquiera podamos evaluar cómo ha respondido cada parte por la dificultad de calibrar su aportación. Nos hallaremos ante un problema de contratos incompletos.



Los problemas de la renegociación
En estos casos, cuando aparezcan circunstancias no previstas en el contrato, no quedará otro remedio que renegociar: esto es, ambas partes deberán volver a sentarse para acordar en ese momento cómo repartirse los nuevos costes o los nuevos beneficios derivados de esas circunstancias que no fueron capaces de prever inicialmente. Y, como es obvio, cada una de esas partes negociará con base a su propiedad. Por ejemplo, si un fabricante de chips le vende hoy a un fabricante de ordenadores una determinada cantidad de chips, ese contrato de compraventa no especificará si se volverán a vender más unidades en el futuro o a qué precios se venderán: todo eso dependerá de la demanda futura, de los costes de producción futuros, de la aparición de nuevos competidores, etc. Por tanto, en caso de que haya nuevas transacciones futuras habrá que renegociar unos términos contractuales no previsibles a día de hoy: y la base de esa renegociación serán las propiedades respectivas de las partes (“te vendo los chips a este precio porque soy propietario de ellos” o “te compro los chips pagando esta cantidad de dinero porque soy dueño del mismo”).
Este proceso de renegociación puede no ser demasiado traumático para aquellos agentes contratantes que cuenten con muchas otras opciones disponibles en el mercado: es decir, si la empresa de ordenadores puede comprar los chips que necesita a otros fabricantes o si la compañía de chips puede vendérselos a otros productores de PCs, la necesidad de renegociar en el futuro será un incordio menor (“si no me gustan tus condiciones, me voy con otro”). Pero imaginemos que esos chips sólo sirven para un determinado modelo de ordenador que sólo es ensamblado por ese fabricante de PCs: en ese caso, la permanente renegociación de los términos de cada compraventa generará mucha tensión y quebraderos de cabeza y, además, expondrá a un alto riesgo al fabricante de chips (si el fabricante de ordenadores se planta y se niega a seguir comprándoselos, todas sus inversiones específicamente dirigidas a fabricar chips se desvalorizarán).
Los elevados costes de transacción y el considerable riesgo de inversión en activos ultraespecíficos en negocios expuestos a la renegociación son dos de los motivos que explican la integración de empresas: si el fabricante de ordenadores no compra los chips a ninguna empresa externa porque los construye por sí mismo (o si la compañía de chips no los vende a ningún ensamblador de ordenadores, sino que fabrica sus ordenadores internamente), entonces se minimizan tanto los costes de transacción por renegociación (ésta es una de las aportaciones que le valió el Nobel en 2010 a Oliver Williamson) como el riesgo de inversión en activos específicos asimismo derivado de esa renegociación futura. Es decir, para alinear correctamente los incentivos en entornos inciertos, los activos muy específicos que deban utilizarse complementariamente (los chips y los ordenadores, en nuestro ejemplo anterior), tenderán a recaer bajo la propiedad de un mismo agente (o la empresa de chips fabricará ordenadores o la empresa de ordenadores fabricará chips), al menos mientras los costes vinculados a la creciente burocratización de integrar empresas sigan compensando las ganancias de esa integración.
Hart: la propiedad sigue al valor
La corrección básica a esta teoría que introdujo uno de los premios Nobel de 2016, Oliver Hart, fue señalar que no es irrelevante qué agente concentre la propiedad de todos esos activos: y es que la propiedad proporciona al dueño los beneficios futuros derivados del uso de esos activos en entornos inciertos, por tanto será él quien tendrá mayores incentivos a invertir en ellos. Los no propietarios, por el contrario, saben que habrá escenarios futuros (no especificables en ningún contrato) bajo los que su esfuerzo y dedicación podrá quedar insuficientemente remunerada: por eso, tendrán a infrainvertir en desarrollar tales activos. Por consiguiente, si la estructura de la propiedad afecta a la estructura de los incentivos, no será irrelevante qué aptitudes para invertir en esos activos específicos (conocimientos y otros recursos) posea cada uno de los posibles propietarios.
Así, la creación de riqueza se maximizará cuando la propiedad de un conjunto de activos complementarios recaiga sobre la persona con mayor capacidad para desarrollar —para invertir más y de manera más eficaz—aquel activo relativamente más valioso dentro de esa estructura. En nuestro ejemplo anterior, ¿qué es preferible: que la empresa de chips compre a la de ordenadores o que la empresa de ordenadores compre a la de chips? Si el valor para el consumidor del producto final depende esencialmente de la calidad de los chips, se maximizará la riqueza mediante la primera opción; si depende del ensamblaje del resto del ordenador, con la segunda. Si, en cambio, ambas aportaciones son igual de cruciales, la solución preferible puede ser que la propiedad recaiga en un tercero cuya participación es esencial para ambas partes aun cuando no realice inversiones relevantes (por ejemplo, un empresario con conocimiento específico en ordenadores y chips y que proporcione una capacidad coordinadora entre ambos poco sustituible en el mercado) o, en ocasiones, que la propiedad se mantenga separada a pesar de los problemas anteriores que hemos mencionado.
En todo caso, según Hart, la propiedad de los activos jamás debe concentrarse en personas que no realizan inversiones relevantes y que sean fácilmente sustituibles, pues ello sólo servirá para que esa persona parasite parte de los beneficios que alternativamente habrían ido a parar a aquel agente indispensable que sí es capaz de efectuar inversiones relevantes (lo que reducirá sus incentivos a efectuar tales inversiones relevantes): o dicho de otro modo, es un enorme error socializar completamente la producción —otorgar a todas las personas derecho de veto sobre todos el uso de todos los activos—, pues ello provocará un hundimiento de aquella inversión —tiempo, conocimientos y recursos— que socialmente resulte más valiosa.
En una economía capitalista, los derechos de propiedad sobre los activos son transables: es decir, resulta perfectamente factible reasignar el control sobre ellos mediante operaciones de compraventa (salvo en el caso del capital humano, aunque incluso aquí existen contratos en exclusividad, como los que firman los futbolistas). Es esta opción de canalizar los activos más escasos e importantes hacia aquellas personas con mayor capacidad para generar valor a través de ellos —y que sea esa persona, y no otras, quien tenga la última palabra acerca de cómo usarlos— lo que imprime un fortísimo dinamismo a la economía de mercado: la propiedad sobre los activos no se halla petrificada en unas mismas manos, sino que va rotando según el valor que cada cual es capaz generar. Por eso, además, los mercados financieros son tan importantes a la hora de permitir la construcción de coaliciones de socios capitalistas con mecanismos de control que no obstaculicen la creación interna de valor en una empresa. Sin duda, el capitalismo dista de ser perfecto a la hora de alumbrar estructuras de propiedad que cumplan con estos resultados deseables (la coordinación no es siempre perfecta y absoluta, sino que existen muchísimas fricciones y errores), pero lo crucial es que sí existe la oportunidad y la tendencia —vía aprovechamiento de beneficios latentes— a que se aparezcan.
El problema de la propiedad centralizada
El socialismo, por el contrario, centraliza por definición la totalidad de los activos en las manos del Estado (quien presuntamente los gestiona atendiendo a los intereses de la clase proletaria) o subsidiariamente en manos de cooperativas de trabajadores. La nota característica de ambos tipos de propiedad es que ésta no puede enajenarse a ningún individuo que devenga socio capitalista: los activos o están controlados por el Estado (propiedad pública) o por los trabajadores que los utilizan (cooperativas). En otras palabras, las rentas generadas por tales activos se distribuirán o entre la totalidad de la clase trabajadora (propiedad pública) o entre trabajadores en muchos casos fácilmente reemplazables por otros trabajadores (cooperativas), erosionando así los incentivos a invertir —de hecho, bloqueando su iniciativa a hacerlo— por parte de aquellos agentes con mayor capacidad para generar las estructuras de activos más valiosas (una intuición que, por cierto, ya expuso el gran economista János Kornai en su excelente libro El sistema económico socialista). En el socialismo, quien decide cómo, dónde y cuánto invertir es el órgano de planificación central (y, sometidas a ese plan general, las cooperativas autónomas): por tanto, el socialismo destruye los incentivos individuales a generar capital humano-empresarial sobre cómo recombinar eficientemente los recursos escasos. No estamos hablando de laminar los incentivos a esforzarse en trabajos físicos y repetitivos, sino de laminar los incentivos a generar nueva información acerca de cómo crear nuevos productos y nuevos métodos de producción: en suma, laminar los incentivos a crecer y prosperar socialmente.
Por supuesto, el socialismo dice ser capaz de resolver este problema fundamental mediante adecuados programas de incentivos para los órganos de planificación, para los gerentes de las empresas públicas y para los trabajadores que mayor y mejor capital humano proporcionen. Pero, como decíamos al comienzo artículo, no es posible construir ex ante contratos completos que establezcan una suficiente remuneración para cada uno de todos los potenciales cursos de acción futuros a los que se enfrentará cada persona (ahí es donde entra la función social de la propiedad que el socialismo destruye). Y, aun cuando en algunos casos poco complejos resultara posible hacerlo, el socialismo tampoco es capaz de diseñar contractualmente un adecuado programa de incentivos individuales, tal como ya explicamos haciendo referencia a los hallazgos teóricos de Hölmstrom.
En definitiva, el socialismo ni funciona ni puede funcionar porque elimina las dos instituciones básicas que permiten la coordinación económica a gran escala: la propiedad privada y los contratos voluntarios entre propietarios. Ni incentivos plenos para cooperar contractualmente (Hölmstrom), ni para crear nuevos activos de alto valor mediante la apropiación de su valor residual (Hart). Una ruina: ésa conocida ruina que alumbró el socialismo real cuando tuvo que pasar de crecer empleando factores previamente inutilizados a crecer empleando tales factores de un modo más intensivo y eficiente. Ahí fue cuando inevitablemente se vino abajo

Lecciones de los Nobel para socialistas (II)

Juan Ramón Rallo continúa analizando los principales aportes de los ganadores del Premio Nobel de Economía 2016 a la economía.
Juan Ramón Rallo es Director del Instituto Juan de Mariana (España) y columnista de ElCato.org. Juan Ramón obtuvo el tercer lugar en nuestro primer concurso de ensayos, Voces de Libertad 2008.
Propiedad privada y contratos voluntarios constituyen las dos instituciones básicas del capitalismo. Hace unos días, analizamos algunas de las principales aportaciones del recién Nobel de Economía Bengt Holmström sobre cómo diseñar contratos que alineen óptimamente los incentivos de los agentes para maximizar las posibilidades de coordinación entre ellos a la hora de generar riqueza. Y, como vimos, el socialismo lo tiene mucho más complicado que el capitalismo a la hora de generar este tipo de contratos, por lo que, al menos por esta vía, será inherentemente más ineficiente.
Sin embargo, en aquellas situaciones donde la incertidumbre sobre el futuro es muy elevada o donde el desempeño de un agente es muy difícil de medir, los contratos devienen herramientas insuficientes para lograr una coordinación efectiva entre las partes: simplemente, es imposible que un contrato prevea todas las contingencias futuras por las que atravesará la relación económica entre dos o más agentes y, por tanto, no será posible consensuar ex ante cómo deberá responderse ante cada una de esas contingencias, especialmente cuando ni siquiera podamos evaluar cómo ha respondido cada parte por la dificultad de calibrar su aportación. Nos hallaremos ante un problema de contratos incompletos.