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Monday, December 5, 2016

Lecciones de la era Berlusconi para lidiar con Trump

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Silvio Berlusconi en Milán el año pasado CreditFlavio Lo Scalzo/European Pressphoto Agency

Hace cinco años, advertí acerca del riesgo de una presidencia de Donald Trump. La mayoría se rio. Creyeron que era algo inconcebible.
No se debió a ningún poder de clarividencia en particular. Vengo de Italia, así que ya había visto esta película con Silvio Berlusconi, el primer ministro que encabezó el gobierno italiano por un total de nueve años entre 1994 y 2011, como protagonista. Sabía bien cómo se desenvolvería la trama.


Ahora que Trump es presidente, analizar las similitudes con Berlusconi podría ofrecer una importante lección para saber cómo evitar que una victoria que se alcanzó con una diferencia mínima se transforme en un percance de dos décadas. Si alguien cree que los límites del mandato presidencial y la edad de Trump podrían salvar al país de ese destino, más vale que lo piense bien. El mandato del nuevo presidente podría convertirse con toda facilidad en la dinastía Trump.
La principal razón por la cual Berlusconi logró mantenerse en el poder en Italia por un periodo tan largo fue la incompetencia de la oposición. Se obsesionaron con tal saña con su personalidad que, en esencia, desapareció el debate político; se concentraron tan solo en ataques personales, cuyo único efecto fue aumentar la popularidad de Berlusconi. Su secreto fue tener la habilidad de desatar una reacción en sus oponentes de izquierda que generaba una simpatía instántanea en la mayoría de los electores moderados. Trump no es diferente.
Ya vimos esta dinámica durante la campaña presidencial. Hillary Clinton se concentró tanto en explicar cuán malo era Trump que muchas veces no promovió sus propias ideas, no dio razones positivas por las cuales votar por ella. Los medios se dedicaron con tanto empeño a ridiculizar el comportamiento de Trump que solo consiguieron darle publicidad gratuita.
Por desgracia, esta dinámica no paró con las elecciones. Poco tiempo después del discurso de aceptación de Trump, se alzaron manifestaciones por todo el territorio de Estados Unidos. ¿Contra qué protesta toda esta gente? Nos guste o no, Trump triunfó con toda legitimidad. Negarlo tan solo fortalece la percepción de que existen candidatos “legítimos” e “ilegítimos” y que una pequeña élite decide cuál es cuál.
Estas manifestaciones también son contraproducentes. Suficientes razones habrá para quejarse durante la presidencia de Trump, cuando tome decisiones realmente terribles. ¿Para qué quejarse ahora, cuando no ha tomado ninguna decisión? Le resta legitimidad a cualquier manifestación que se realice en el futuro y deja al descubierto los prejuicios de la oposición.
Incluso la petición de que los miembros del Colegio Electoral violen su obligación de votar por Trump podría ayudar al presidente electo. Es una mala idea, pues en ese caso, ¿qué fundamento tendríamos para oponernos cuando Trump le dé la vuelta al sistema para obtener lo que quiera?
La experiencia italiana nos muestra cómo es posible vencer a Trump. Solo dos hombres en Italia han ganado una competencia electoral contra Berlusconi: Romano Prodi y el primer ministro actual, Matteo Renzi (aunque solo en una elección europea en 2014). Ambos trataron a Berlusconi como a un oponente ordinario. Se concentraron en los problemas, no en su carácter. Aunque de distintas maneras, a ambos se les consideraba como outsiders, no formaban parte de la casta política de Italia.
El Partido Demócrata debería aprender la lección. Debería evitar lo que hicieron los republicanos después de que el presidente Obama asumió al poder. La oposición preconcebida a cualquiera de sus iniciativas no solo envenenó el pozo de Washington, sino que enardeció la reacción en contra de la clase gobernate (aunque fue una estrategia electoral exitosa para el partido). Hay muchas propuestas de Trump con las que pueden estar de acuerdo los demócratas, como las nuevas inversiones en infraestructura. La mayoría de los demócratas, incluidos políticos como Hillary Clinton y Bernie Sanders, y economistas como Lawrence Summers y Paul Krugman, han respaldado la idea de que la infraestructura puede hacer que aumente la demanda y también el número de empleos entre los trabajadores sin estudios universitarios. Quizá algunos detalles difieran del plan republicano, pero la oposición demócrata ganará credibilidad si intenta encontrar los puntos que tienen en común en vez de enfrascarse en las diferencias.
Además, si la oposición se concentra en la personalidad, coronaría a Trump como el líder del pueblo en la lucha contra la casta de Washington. También debilitaría la voz de la oposición en temas problemáticos, donde es importante sostener una batalla de principios.
Los demócratas también deberían ofrecer a Trump ayuda para combatir el grupo en el poder dentro del Partido Republicano, una oferta que revelaría si su populismo es discurso hueco o una posición real. Por ejemplo, con el apoyo de Trump, la plataforma republicana solicitó que se volviera a instituir la Ley Glass-Steagall, la cual separaría la banca de inversión de la banca comercial. Los demócratas deberían declarar que apoyan esta separación, una política a la que se oponen muchos republicanos. Lo último que quieren es que Trump use a la clase dominante republicana para ocultar sus propias fallas y haga caer sobre sus hombros la responsabilidad de bloquear las reformas populares que prometió durante la campaña y quizá nunca pretendió aprobar. Lo único que conseguirían con ello es alimentar su imagen de héroe del pueblo encadenado por las élites.
Por último, el Partido Demócrata debería encontrar un candidato creíble entre sus líderes jóvenes, alguien que no pertenezca a los brahmanes del partido. La noticia de que Chelsea Clinton piensa postularse como candidata es la peor posible. Si el Partido Demócrata se convierte en una monarquía, ¿cómo podrá combatir las tendencias autócratas de Trump?

Lecciones de la era Berlusconi para lidiar con Trump

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Silvio Berlusconi en Milán el año pasado CreditFlavio Lo Scalzo/European Pressphoto Agency

Hace cinco años, advertí acerca del riesgo de una presidencia de Donald Trump. La mayoría se rio. Creyeron que era algo inconcebible.
No se debió a ningún poder de clarividencia en particular. Vengo de Italia, así que ya había visto esta película con Silvio Berlusconi, el primer ministro que encabezó el gobierno italiano por un total de nueve años entre 1994 y 2011, como protagonista. Sabía bien cómo se desenvolvería la trama.

Friday, October 21, 2016

Lecciones de los Nobel para socialistas (I)

Juan Ramón Rallo considera que los ganadores del Premio Nobel de Economía 2016 han realizado importantes aportes para comprender los límites de los contratos y de la propiedad privada a la hora de facilitar la cooperación económica.
Juan Ramón Rallo es Director del Instituto Juan de Mariana (España) y columnista de ElCato.org. Juan Ramón obtuvo el tercer lugar en nuestro primer concurso de ensayos, Voces de Libertad 2008.
Las dos instituciones fundamentales de cualquier economía de mercado son la propiedad privada y los contratos voluntarios. La propiedad privada asigna títulos de control sobre recursos determinados mientras que los contratos habilitan a los agentes a establecer relaciones cooperativas y mutuamente beneficiosas con respecto a sus respectivas propiedades o a sus comportamientos futuros. Tan elementales institutos permiten articular y coordinar descentralizadamente un gigantesco sistema de división del trabajo que actúa como motor de la creación de riqueza y de la innovación.



Los dos premios Nobel de este año, Oliver Hart y Bengt Holmström, han dedicado su vida académica a desarrollar las ventajas y los límites que llevan aparejados sendos mecanismos a la hora de potenciar la cooperación económica entre los seres humanos con respecto a uno de los determinantes cruciales de esa cooperación: los incentivos. Dado que las personas respondemos a incentivos, éstos cuentan (y mucho) a la hora de estructurar los términos y la extensión de las interacciones humanas, de modo que resulta harto relevante analizar cómo los contratos y la propiedad afectan a los incentivos de las personas para cooperar en la generación conjunta de riqueza.
Hart y Holmström se plantean semejante cuestión dentro del marco de una economía capitalista, donde existe propiedad privada de los medios de producción. Sin embargo, y como a continuación expondremos, sus aportaciones también son muy pertinentes para entender los enormes deficiencias que experimenta una economía socialista, esto es, aquella donde la propiedad de los medios de producción esté concentrada en manos del Estado (nótese que hablo de economía socialista, no socialdemócrata). O dicho en otras palabras, los hallazgos teóricos de los Nobel no sólo arrojan luz sobre el funcionamiento del capitalismo, sino también sobre el mal funcionamiento del socialismo.
El socialismo depende de los incentivos
El objetivo último del comunismo utópico es romper la conexión entre producción y distribución: “De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”. Se me ocurren pocas máximas que contengan incentivos tan perversos como ésta: lo que usted obtendrá es completamente independiente de lo que usted haga. El propio Marx era consciente de que esta aspiración sólo podría materializarse cuando la escasez económica hubiese desaparecido y, textualmente, “corran a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva”. Hasta alcanzar ese idílico momento, él mismo reconocía que, bajo el transitorio sistema socialista, el principio que debía prevalecer era el de “tanto trabajas, tanto cobras”: “el derecho de los productores es proporcional al trabajo que han rendido; la igualdad, aquí, consiste en que se mide por el mismo rasero: por el trabajo”. El manual de economía de la Unión Soviética lo resumía con sencillez: “a cada cual según su trabajo”.
La razón de ligar remuneración a trabajo desempeñado es, simple y llanamente, la de alinear incentivos: si quieres cobrar más, tendrás que hacer más (si se cobrara más haciendo lo mismo, nadie se esforzaría por producir más y no podría ser posible incrementar las remuneraciones de todos). Pero aquí nos topamos con un serio problema: ¿cómo monitorizamos y cuantificamos el trabajo individual desempeñado en cada momento por todos los obreros que conforman un equipo de trabajo? El proxy más común para saber cuánto se ha esforzado cada empleado es el de atender a sus resultados, ligando su remuneración a tales resultados: “si eres capaz de producir más, cobrarás más”.
Holmström: incentivos sin ruido
Sin embargo, y esta es una de las cuestiones importantes que juiciosamente ha señalado uno de los premios Nobel de este año, Bengt Holmström, los resultados serán en muchas ocasiones un mal proxy del trabajo desempeñado por una persona por cuanto pueden contener ruido (parte de tus resultados depende de la acción de tus compañeros, de circunstancias ajenas a tu empleo como el clima, el estado de la economía, el azar, etc.) o ser difíciles de medir (sobre todo en servicios u ocupaciones muy cualificadas). Lo que Holmström reclama es que todas aquellas variables que permitan individualizar y cuantificar (o al menos aproximar) el esfuerzo particular de cada trabajador deberían emplearse para diseñar un sistema de incentivos eficiente a la hora de premiar o de penalizar a los trabajadores (principio de informatividad). En caso contrario, los incentivos individuales se verán alterados en una mala dirección: si espero que mis resultados sean bastante buenos al margen de mi comportamiento y gracias a variables externas a mi control, no necesitaré esforzarme para alcanzar una remuneración alta; si espero que mis resultados sean malos al margen de mi comportamiento y por culpa de variables ajenas a mi control, exigiré una alta remuneración fija para cubrirme frente a ese riesgo que no me es imputable (de modo que los incentivos no se alinearán con la acción).
El principio de informatividad se ha utilizado, por ejemplo, para criticar las actuales remuneraciones de los directivos. En lugar de vincular el salario un de alto directivo a la evolución del precio de las acciones de su compañía, debería ligarse a otras variables que permitan individualizar qué parte de ese incremento de valor bursátil es imputable a su gestión (por ejemplo, cuánto se revalorice su acción en relación a las acciones de sus compañías rivales). En caso contrario, cuando el conjunto de la bolsa crezca (simplemente porque el grueso de la economía vaya bien), el directivo cobrará más aun cuando no haya hecho absolutamente nada para lograrlo; en cambio, cuando la bolsa se hunda (porque hay un pánico infundado en todo el mercado), el directivo cobrará menos aun cuando se haya esforzado mucho en generar valor y minimizar la caída.
El socialismo no puede limpiar el ruido
La implantación del principio de informatividad en los contratos dista de ser sencillo, pues no siempre los indicadores necesarios están disponibles (es más, las ganancias de eficiencia de los contratos sofisticados pueden no a compensar el coste de su mayor complejidad). Pero en aquellos casos en los que sí convenga y se quiera utilizarlos, el socialismo lo tiene mucho más complicado que el capitalismo para sacar partido de las ventajas del principio de informatividad: en esencia, por dos motivos.
El primero porque las fuentes de información son mucho más abundantes en el capitalismo que en el socialismo, de modo que disponemos de muchos más referentes a partir de los cuales construir contratos con buenos incentivos. El caso probablemente más evidente es el de los precios de mercado: el capitalismo dispone de precios y el socialismo no (al menos, no de precios verdaderamente informativos y relevantes). Si queremos utilizar la evolución de algunos de esos precios para ajustar las remuneraciones variables de los trabajadores (por ejemplo, que si el petróleo se encarece no castiguemos salarialmente a los empleados de empresas que usen intensivamente el petróleo ya que éstos no tendrán ninguna responsabilidad en el hundimiento de su capacidad productiva), no será posible hacerlo en el socialismo y sí en el capitalismo.
El segundo problema afecta a la falta de credibilidad del sistema de incentivos, en una doble vertiente. En una economía socialista, el planificador central —con sus unidades delegadas— controla la totalidad de los recursos económicos y establece el sistema de remuneraciones presuntamente siguiendo el mandato del conjunto de la clase proletaria. Si, efectivamente, el órgano de planificador central está sometido a la voluntad de los trabajadores, es poco probable que éste sea muy estricto a la hora de castigar a aquellos equipos de trabajo que no cumplan sus objetivos por culpa de que algunos obreros indeterminados se hayan “escaqueado” de sus obligaciones: y si es poco probable que se castigue a los equipos incumplidores, la amenaza de sanción por trabajar poco no será creíble y el sistema de incentivos no funcionará. Imaginen que una asamblea de trabajadores establece a principios de año que, si no alcanzan unos determinados objetivos, todos los trabajadores se bajarán el sueldo un 10%; una vez transcurrido el año, los objetivos no se alcanzan pero nadie puede individualizar quién tiene la culpa de ello. ¿Qué es más probable: que la mayoría vote auto-recortarse el salario o que se opongan? Pues probablemente que se opongan: hay un defecto de inconsistencia temporal en la norma. Justamente, Holmström creía que una de las funciones de la propiedad capitalista de los medios de producción era volver creíble esa amenaza de sanción: si el equipo de trabajadores no alcanza sus objetivos, el capitalista ejecuta a rajatabla los términos del contrato y no les paga la parte variable de su salario, de modo que ninguno de ellos tiene razones para escaquearse (pues ninguno de ellos quiere cobrar menos) y los incentivos grupales quedan perfectamente alineados.
Si, en cambio, el órgano de planificador central no está sometido a la voluntad de los trabajadores —porque, por ejemplo, estamos ante una tiranía productiva muy salvaje—, es muy probable que el conjunto de los obreros sí crean que van a ser sancionados por el dictador en caso de que no cumplan, pero es muy poco probable que confíen en la imparcialidad del dictador a la hora de juzgar si han cumplido o no: dado que el órgano de planificación socialista controla casi todos los recursos de la economía, le será muy fácil manipular ex post las variables que se hayan acordado ex ante para determinar la remuneración variable de los trabajadores. Por ejemplo, si el dictador y los trabajadores de la industria automovilística han “pactado” un alza salarial del 10% en caso de que la producción de coches aumente con un 20% con respecto a la media de los últimos cinco años, bastará con que el dictador “estrangule” la provisión de los recursos que necesitan —acero, electricidad, maquinaria pesada…— para que ese incremento no llegue a materializarse. Conscientes de ello, los trabajadores estarán mucho menos incentivados a alcanzar unos objetivos que pueden ser manipulados arbitrariamente por quien no desea pagarles más.
Semejante estrangulamiento es mucho más complicado de lograr en una economía capitalista: si los accionistas han pactado con el gerente y los trabajadores de la industria automovilística un alza salarial del 10% en caso de que consigan aumentar la producción un 20% con respecto a la media de los últimos cinco años, los accionistas no podrán impedir que los proveedores de acero o electricidad abastezcan de materiales a la industria automovilística (salvo que estas otras compañías sean también de su propiedad: justo lo que sucede en el socialismo, esto es, la concentración de la propiedad en unas solas manos). Precisamente, Holmström también ha puesto de manifiesto que los contratos con remuneraciones variables sofisticadas sólo funcionan en entornos que no son susceptibles de manipulación por los propios agentes (todo lo contrario de lo que sucede en una economía de planificación central).
Al final, el socialismo lo tiene enormemente complicado para diseñar sistemas de incentivos eficaces. Acaso por ello, la forma de “estimular” a producir más apenas consistiera en una mayor propaganda estajanovista y otros corruptibles sistemas de recompensa muy torpemente diseñados. Leyendo a Holmström podemos entender, en retrospectiva, por qué en gran medida fue así

Lecciones de los Nobel para socialistas (I)

Juan Ramón Rallo considera que los ganadores del Premio Nobel de Economía 2016 han realizado importantes aportes para comprender los límites de los contratos y de la propiedad privada a la hora de facilitar la cooperación económica.
Juan Ramón Rallo es Director del Instituto Juan de Mariana (España) y columnista de ElCato.org. Juan Ramón obtuvo el tercer lugar en nuestro primer concurso de ensayos, Voces de Libertad 2008.
Las dos instituciones fundamentales de cualquier economía de mercado son la propiedad privada y los contratos voluntarios. La propiedad privada asigna títulos de control sobre recursos determinados mientras que los contratos habilitan a los agentes a establecer relaciones cooperativas y mutuamente beneficiosas con respecto a sus respectivas propiedades o a sus comportamientos futuros. Tan elementales institutos permiten articular y coordinar descentralizadamente un gigantesco sistema de división del trabajo que actúa como motor de la creación de riqueza y de la innovación.


Lecciones de los Nobel para socialistas (II)

Juan Ramón Rallo continúa analizando los principales aportes de los ganadores del Premio Nobel de Economía 2016 a la economía.
Juan Ramón Rallo es Director del Instituto Juan de Mariana (España) y columnista de ElCato.org. Juan Ramón obtuvo el tercer lugar en nuestro primer concurso de ensayos, Voces de Libertad 2008.
Propiedad privada y contratos voluntarios constituyen las dos instituciones básicas del capitalismo. Hace unos días, analizamos algunas de las principales aportaciones del recién Nobel de Economía Bengt Holmström sobre cómo diseñar contratos que alineen óptimamente los incentivos de los agentes para maximizar las posibilidades de coordinación entre ellos a la hora de generar riqueza. Y, como vimos, el socialismo lo tiene mucho más complicado que el capitalismo a la hora de generar este tipo de contratos, por lo que, al menos por esta vía, será inherentemente más ineficiente.
Sin embargo, en aquellas situaciones donde la incertidumbre sobre el futuro es muy elevada o donde el desempeño de un agente es muy difícil de medir, los contratos devienen herramientas insuficientes para lograr una coordinación efectiva entre las partes: simplemente, es imposible que un contrato prevea todas las contingencias futuras por las que atravesará la relación económica entre dos o más agentes y, por tanto, no será posible consensuar ex ante cómo deberá responderse ante cada una de esas contingencias, especialmente cuando ni siquiera podamos evaluar cómo ha respondido cada parte por la dificultad de calibrar su aportación. Nos hallaremos ante un problema de contratos incompletos.



Los problemas de la renegociación
En estos casos, cuando aparezcan circunstancias no previstas en el contrato, no quedará otro remedio que renegociar: esto es, ambas partes deberán volver a sentarse para acordar en ese momento cómo repartirse los nuevos costes o los nuevos beneficios derivados de esas circunstancias que no fueron capaces de prever inicialmente. Y, como es obvio, cada una de esas partes negociará con base a su propiedad. Por ejemplo, si un fabricante de chips le vende hoy a un fabricante de ordenadores una determinada cantidad de chips, ese contrato de compraventa no especificará si se volverán a vender más unidades en el futuro o a qué precios se venderán: todo eso dependerá de la demanda futura, de los costes de producción futuros, de la aparición de nuevos competidores, etc. Por tanto, en caso de que haya nuevas transacciones futuras habrá que renegociar unos términos contractuales no previsibles a día de hoy: y la base de esa renegociación serán las propiedades respectivas de las partes (“te vendo los chips a este precio porque soy propietario de ellos” o “te compro los chips pagando esta cantidad de dinero porque soy dueño del mismo”).
Este proceso de renegociación puede no ser demasiado traumático para aquellos agentes contratantes que cuenten con muchas otras opciones disponibles en el mercado: es decir, si la empresa de ordenadores puede comprar los chips que necesita a otros fabricantes o si la compañía de chips puede vendérselos a otros productores de PCs, la necesidad de renegociar en el futuro será un incordio menor (“si no me gustan tus condiciones, me voy con otro”). Pero imaginemos que esos chips sólo sirven para un determinado modelo de ordenador que sólo es ensamblado por ese fabricante de PCs: en ese caso, la permanente renegociación de los términos de cada compraventa generará mucha tensión y quebraderos de cabeza y, además, expondrá a un alto riesgo al fabricante de chips (si el fabricante de ordenadores se planta y se niega a seguir comprándoselos, todas sus inversiones específicamente dirigidas a fabricar chips se desvalorizarán).
Los elevados costes de transacción y el considerable riesgo de inversión en activos ultraespecíficos en negocios expuestos a la renegociación son dos de los motivos que explican la integración de empresas: si el fabricante de ordenadores no compra los chips a ninguna empresa externa porque los construye por sí mismo (o si la compañía de chips no los vende a ningún ensamblador de ordenadores, sino que fabrica sus ordenadores internamente), entonces se minimizan tanto los costes de transacción por renegociación (ésta es una de las aportaciones que le valió el Nobel en 2010 a Oliver Williamson) como el riesgo de inversión en activos específicos asimismo derivado de esa renegociación futura. Es decir, para alinear correctamente los incentivos en entornos inciertos, los activos muy específicos que deban utilizarse complementariamente (los chips y los ordenadores, en nuestro ejemplo anterior), tenderán a recaer bajo la propiedad de un mismo agente (o la empresa de chips fabricará ordenadores o la empresa de ordenadores fabricará chips), al menos mientras los costes vinculados a la creciente burocratización de integrar empresas sigan compensando las ganancias de esa integración.
Hart: la propiedad sigue al valor
La corrección básica a esta teoría que introdujo uno de los premios Nobel de 2016, Oliver Hart, fue señalar que no es irrelevante qué agente concentre la propiedad de todos esos activos: y es que la propiedad proporciona al dueño los beneficios futuros derivados del uso de esos activos en entornos inciertos, por tanto será él quien tendrá mayores incentivos a invertir en ellos. Los no propietarios, por el contrario, saben que habrá escenarios futuros (no especificables en ningún contrato) bajo los que su esfuerzo y dedicación podrá quedar insuficientemente remunerada: por eso, tendrán a infrainvertir en desarrollar tales activos. Por consiguiente, si la estructura de la propiedad afecta a la estructura de los incentivos, no será irrelevante qué aptitudes para invertir en esos activos específicos (conocimientos y otros recursos) posea cada uno de los posibles propietarios.
Así, la creación de riqueza se maximizará cuando la propiedad de un conjunto de activos complementarios recaiga sobre la persona con mayor capacidad para desarrollar —para invertir más y de manera más eficaz—aquel activo relativamente más valioso dentro de esa estructura. En nuestro ejemplo anterior, ¿qué es preferible: que la empresa de chips compre a la de ordenadores o que la empresa de ordenadores compre a la de chips? Si el valor para el consumidor del producto final depende esencialmente de la calidad de los chips, se maximizará la riqueza mediante la primera opción; si depende del ensamblaje del resto del ordenador, con la segunda. Si, en cambio, ambas aportaciones son igual de cruciales, la solución preferible puede ser que la propiedad recaiga en un tercero cuya participación es esencial para ambas partes aun cuando no realice inversiones relevantes (por ejemplo, un empresario con conocimiento específico en ordenadores y chips y que proporcione una capacidad coordinadora entre ambos poco sustituible en el mercado) o, en ocasiones, que la propiedad se mantenga separada a pesar de los problemas anteriores que hemos mencionado.
En todo caso, según Hart, la propiedad de los activos jamás debe concentrarse en personas que no realizan inversiones relevantes y que sean fácilmente sustituibles, pues ello sólo servirá para que esa persona parasite parte de los beneficios que alternativamente habrían ido a parar a aquel agente indispensable que sí es capaz de efectuar inversiones relevantes (lo que reducirá sus incentivos a efectuar tales inversiones relevantes): o dicho de otro modo, es un enorme error socializar completamente la producción —otorgar a todas las personas derecho de veto sobre todos el uso de todos los activos—, pues ello provocará un hundimiento de aquella inversión —tiempo, conocimientos y recursos— que socialmente resulte más valiosa.
En una economía capitalista, los derechos de propiedad sobre los activos son transables: es decir, resulta perfectamente factible reasignar el control sobre ellos mediante operaciones de compraventa (salvo en el caso del capital humano, aunque incluso aquí existen contratos en exclusividad, como los que firman los futbolistas). Es esta opción de canalizar los activos más escasos e importantes hacia aquellas personas con mayor capacidad para generar valor a través de ellos —y que sea esa persona, y no otras, quien tenga la última palabra acerca de cómo usarlos— lo que imprime un fortísimo dinamismo a la economía de mercado: la propiedad sobre los activos no se halla petrificada en unas mismas manos, sino que va rotando según el valor que cada cual es capaz generar. Por eso, además, los mercados financieros son tan importantes a la hora de permitir la construcción de coaliciones de socios capitalistas con mecanismos de control que no obstaculicen la creación interna de valor en una empresa. Sin duda, el capitalismo dista de ser perfecto a la hora de alumbrar estructuras de propiedad que cumplan con estos resultados deseables (la coordinación no es siempre perfecta y absoluta, sino que existen muchísimas fricciones y errores), pero lo crucial es que sí existe la oportunidad y la tendencia —vía aprovechamiento de beneficios latentes— a que se aparezcan.
El problema de la propiedad centralizada
El socialismo, por el contrario, centraliza por definición la totalidad de los activos en las manos del Estado (quien presuntamente los gestiona atendiendo a los intereses de la clase proletaria) o subsidiariamente en manos de cooperativas de trabajadores. La nota característica de ambos tipos de propiedad es que ésta no puede enajenarse a ningún individuo que devenga socio capitalista: los activos o están controlados por el Estado (propiedad pública) o por los trabajadores que los utilizan (cooperativas). En otras palabras, las rentas generadas por tales activos se distribuirán o entre la totalidad de la clase trabajadora (propiedad pública) o entre trabajadores en muchos casos fácilmente reemplazables por otros trabajadores (cooperativas), erosionando así los incentivos a invertir —de hecho, bloqueando su iniciativa a hacerlo— por parte de aquellos agentes con mayor capacidad para generar las estructuras de activos más valiosas (una intuición que, por cierto, ya expuso el gran economista János Kornai en su excelente libro El sistema económico socialista). En el socialismo, quien decide cómo, dónde y cuánto invertir es el órgano de planificación central (y, sometidas a ese plan general, las cooperativas autónomas): por tanto, el socialismo destruye los incentivos individuales a generar capital humano-empresarial sobre cómo recombinar eficientemente los recursos escasos. No estamos hablando de laminar los incentivos a esforzarse en trabajos físicos y repetitivos, sino de laminar los incentivos a generar nueva información acerca de cómo crear nuevos productos y nuevos métodos de producción: en suma, laminar los incentivos a crecer y prosperar socialmente.
Por supuesto, el socialismo dice ser capaz de resolver este problema fundamental mediante adecuados programas de incentivos para los órganos de planificación, para los gerentes de las empresas públicas y para los trabajadores que mayor y mejor capital humano proporcionen. Pero, como decíamos al comienzo artículo, no es posible construir ex ante contratos completos que establezcan una suficiente remuneración para cada uno de todos los potenciales cursos de acción futuros a los que se enfrentará cada persona (ahí es donde entra la función social de la propiedad que el socialismo destruye). Y, aun cuando en algunos casos poco complejos resultara posible hacerlo, el socialismo tampoco es capaz de diseñar contractualmente un adecuado programa de incentivos individuales, tal como ya explicamos haciendo referencia a los hallazgos teóricos de Hölmstrom.
En definitiva, el socialismo ni funciona ni puede funcionar porque elimina las dos instituciones básicas que permiten la coordinación económica a gran escala: la propiedad privada y los contratos voluntarios entre propietarios. Ni incentivos plenos para cooperar contractualmente (Hölmstrom), ni para crear nuevos activos de alto valor mediante la apropiación de su valor residual (Hart). Una ruina: ésa conocida ruina que alumbró el socialismo real cuando tuvo que pasar de crecer empleando factores previamente inutilizados a crecer empleando tales factores de un modo más intensivo y eficiente. Ahí fue cuando inevitablemente se vino abajo

Lecciones de los Nobel para socialistas (II)

Juan Ramón Rallo continúa analizando los principales aportes de los ganadores del Premio Nobel de Economía 2016 a la economía.
Juan Ramón Rallo es Director del Instituto Juan de Mariana (España) y columnista de ElCato.org. Juan Ramón obtuvo el tercer lugar en nuestro primer concurso de ensayos, Voces de Libertad 2008.
Propiedad privada y contratos voluntarios constituyen las dos instituciones básicas del capitalismo. Hace unos días, analizamos algunas de las principales aportaciones del recién Nobel de Economía Bengt Holmström sobre cómo diseñar contratos que alineen óptimamente los incentivos de los agentes para maximizar las posibilidades de coordinación entre ellos a la hora de generar riqueza. Y, como vimos, el socialismo lo tiene mucho más complicado que el capitalismo a la hora de generar este tipo de contratos, por lo que, al menos por esta vía, será inherentemente más ineficiente.
Sin embargo, en aquellas situaciones donde la incertidumbre sobre el futuro es muy elevada o donde el desempeño de un agente es muy difícil de medir, los contratos devienen herramientas insuficientes para lograr una coordinación efectiva entre las partes: simplemente, es imposible que un contrato prevea todas las contingencias futuras por las que atravesará la relación económica entre dos o más agentes y, por tanto, no será posible consensuar ex ante cómo deberá responderse ante cada una de esas contingencias, especialmente cuando ni siquiera podamos evaluar cómo ha respondido cada parte por la dificultad de calibrar su aportación. Nos hallaremos ante un problema de contratos incompletos.


Sunday, September 11, 2016

Crisis europea y el modelo del Estado de bienestar: Lecciones de un modelo a evitar

Mauricio Rojas indica en este estudio cómo el creciente tamaño y envergadura del Estado en varios países europeos derivó en la crisis que hoy los aqueja. Rojas indica, por ejemplo, cómo evolucionó la carga tributaria en los primeros 15 países miembros de la Unión Europea: "subió de un promedio de 25,8% del PIB en 1965 a un 39,2% en 1990".
Mauricio Rojas es profesor adjunto en la Universidad de Lund en Suecia y miembro de la Junta Académica de la Fundación para el Progreso (Chile).
Mauricio Rojas es profesor adjunto de Historia Económica de la Universidad de Lund en Suecia. Fue parlamentario por el Partido Liberal de Suecia desde 2002 hasta 2008. Este texto está basado en el discurso realizado en la cena aniversario del Instituto Libertad y Desarrollo en Santiago de Chile el 22 de octubre de 2012 y en una conferencia dictada en ESEADE de Buenos Aires el 17 de octubre de 2012. Aquí puede descargar este ensayo en formato PDF.

Me han encomendado una tarea difícil, porque hablar de Europa es hablar de muchas cosas, Europa tiene muchos rostros, es muy diversa y hay que decir, en primer lugar, que no todo es crisis en Europa. Existe también una Europa emergente, aquella que algún día formó parte de la Unión Soviética y algunos de sus ex satélites. De hecho, según el Informe de Perspectivas Económicas Mundiales del FMI de octubre de 2012, los nueve países europeos que formaban la Unión Soviética encabezan el pronóstico de crecimiento para Europa en 2013, con tasas de aumento del PIB que van del 3 al 5,5%. Esto es lo que se muestra en el Gráfico 1, que permite además observar las dramáticas diferencias que existen hoy en Europa a ese respecto.



Este dinamismo de los países de la ex Unión Soviética1 no es cosa de un año aislado sino que viene produciéndose desde hace algún tiempo, indicando el gran potencial que esos países están desplegando al entrar en la órbita de las economías de mercado. Factores como su abundancia de recursos naturales, la calidad de su fuerza de trabajo así como salarios fuertemente competitivos y niveles comparativamente bajos de regulación corporativa ayudan a explicar estos notables índices de dinamismo económico a pesar de las deficiencias institucionales y políticas bien conocidas que caracterizan a muchos de esos países.
También existe un interesante y prometedor “polo báltico de crecimiento”, que reúne a los países bálticos, Polonia, la región rusa de San Petersburgo, la parte norte de Alemania, Dinamarca, Suecia y Finlandia. Aquí se da una combinación muy dinámica de capital abundante y tecnología de punta, provistos por países como Alemania, Suecia o Finlandia, y sociedades enormemente abiertas a la inversión y al cambio como las bálticas. Esto forma parte de uno de los hechos de mayor trascendencia futura que están ocurriendo en Europa: una notable reorientación del área germano-nórdica hacia el este europeo, volviendo así hacia lo que podríamos llamar su destino secular, pero ahora no bajo formas de expansionismo militar sino por medio de la cooperación económica.2 Ello viene a poner fin al sustrato geopolítico de la anomalía histórica que en cierto modo fue la Unión Europea original, producto de una Europa dividida por la Cortina de Hierro y una Alemania Federal volcada hacia el oeste. Esta reordenación de la Europa poscomunista es el tema más interesante acerca del futuro del Viejo Continente pero en este contexto no podemos adentrarnos en el mismo.
Ahora bien, junto a esta Europa emergente existe también aquella Europa que acapara nuestra atención por las sorprendentes y deprimentes noticias que de allí emanan, una Europa decadente que podemos equiparar a la Unión Europea de los 15 (UE-15) o, en términos latos, a Europa Occidental. Allí también encontramos matices e incluso algunos países de éxito relativo como Suecia, pero lo que predomina es la tendencia al estancamiento y, en algunos casos connotados, a soportar profundas crisis económicas, sociales y políticas. El Gráfico 2 pone en evidencia estas diferencias mostrando el crecimiento acumulado según los resultados económicos y los pronósticos para 2011-2013.
La zona euro, hoy en recesión, es el epicentro evidente de esta tendencia, con sus crecientes problemas que se han ido extendiendo con fuerza desde países periféricos pequeños y de una importancia económica limitada, como Grecia, Irlanda o Portugal, a naciones de un peso económico considerable, como España o Italia. Incluso Alemania y Francia, es decir, los pilares mismos de la Unión Europea muestran hoy signos claros de contagio con la “euroepidemia” que arrecia en Europa.
Crisis europea y progreso global
Entender las razones de fondo de estas turbulencias en una zona que parecía predestinada a la prosperidad y que hasta hace no mucho se autoproclamaba como ejemplo encomiable de estabilidad y progreso es un ejercicio importante para todos aquellos que no quieran que sus países se vean abocados a un futuro semejante. A este respecto, lo primero que hay que decir es que lo que allí ha ocurrido no ocurrió de repente. Crisis tan profundas como la que se está viviendo en gran parte de Europa Occidental son producto de un largo periodo de acumulación de problemas y debilidades que finalmente, cuando se produce algún acontecimiento puntual desencadenante como lo sería la crisis financiera del 2008, dan origen a una situación de crisis profunda y generalizada.
Esto es importante recalcarlo, ya que existe la tendencia, no menos en Europa, a explicar lo acontecido por causas ya sea externas ya sea coyunturales. En términos demagógicos, y lamentablemente con un profundo impacto entre amplios sectores sociales, se habla de “los mercados”, el “capitalismo salvaje” o el “neoliberalismo” como causantes de los problemas de Europa. Sin embargo, si algo así fuese cierto prácticamente todo el mundo debería estar sufriendo problemas mucho más serios que los que caracterizan a Europa Occidental con sus economías altamente reguladas y sus grandes Estados que gastan en torno al 50% del PIB de sus respectivos países. Pero esto no es así. La crisis actual coincide con las sociedades democráticas menos “neoliberales” que puedan imaginarse, es decir, más reguladas y con Estados más abultados.3 En suma, se trata de una crisis del modelo europeo-occidental de sociedad, si bien su punto de arranque fue la crisis financiera iniciada en EE.UU. en 2007-2008.
Esto se hace más evidente aún al constatar la vitalidad económica del así llamado mundo en vías de desarrollo, con niveles de crecimiento realmente notables para zonas tradicionalmente tan problemáticas como, por ejemplo, el África subsahariana. El pronóstico del informe del FMI ya mencionado es muy claro al respecto. Todas las regiones en desarrollo crecerán más del 3,5% en 2013, llegando algunas, como África subsahariana, la India o los países del este y sudeste asiático a superar el 5%. El Gráfico 3 ilustra las notables disparidades de crecimiento que actualmente se observan a nivel global.
Estas cifras ponen de manifiesto un cambio de escena extraordinariamente significativo a nivel global: se ha roto aquella cadena de transmisión que hacía que las crisis europeas o europeo-estadounidenses tuviesen devastadoras consecuencias en el resto del mundo. Basta comparar los efectos globales de la crisis reciente con la de 1929-33 para aquilatar el cambio acontecido. Entonces, las periferias del sistema global sufrieron un impacto de mucha mayor envergadura que sus centros. Hoy esto no es así, lo que se debe a la existencia de nuevos y muy dinámicos centros económicos, como China, que han tomado el relevo como motores de la economía mundial. En suma, el mundo no solo no está en crisis sino que, muy por el contrario, está viviendo uno de sus períodos más notables de progreso, lo que no hace sino acentuar la peculiaridad de Europa y la necesidad de buscar en su propio desarrollo y estructuras las causas de sus males presentes.
Con este cambio global se viene a poner fin definitivo a una era de la historia universal caracterizada por una hegemonía europea sin precedentes. Se cierran así cerca de cinco de siglos que vieron como una periferia poco poblada del mundo, Europa Occidental, se elevó al rango de potencia mundial indiscutida, conquistando, transformando y haciendo, en cierta medida, “a su imagen y semejanza” al resto del mundo. Hoy se cierra ese sorprendente paréntesis en la marcha de la historia universal, volviendo sus ejes a estar en las grandes naciones asiáticas que en razón de sus notables concentraciones poblacionales habían sido los centros naturales del mundo tradicional. Por ello, lo que hoy ocurre, que no es otra cosa que la marginalización creciente de Europa Occidental en la escena mundial, es un cambio que afecta mucho más que la economía de esa región llegando a conmover las bases mismas de una identidad europea concebida a partir de su indisputada primacía global. Europa debe hoy volver a asumir su pequeñez y ello no es tarea fácil para quien durante siglos fue la gran prima donna de la escena global.
De la euroesclerosis a la crisis
Para entender lo ocurrido hay que recorrer unas cuantas décadas de desarrollo europeo o, para ser más concretos, al menos aquellas posteriores al primer shock del petróleo de mediados de los años 70, que puso fin al pleno empleo en Europa Occidental e inició una larga era de crecimiento lento en la región. Tal vez el lector recuerde que ya a fines de los años 70 se acuñó el concepto de euroesclerosis,4 que apuntaba a las dificultades de Europa Occidental para adaptarse dinámicamente a un nuevo entorno global en rápida transformación. Europa reaccionaba lenta y, sobre todo, defensivamente frente a los cambios, tratando más bien de defender lo que se tenía, que de buscar lo que se puede llegar a tener. Sus grupos de poder, entre los cuales los sindicatos así como las asociaciones profesionales y empresariales jugaban un rol destacado, optaron por la protección de sus intereses y sus así llamados derechos, incluso al precio de altas tasas permanentes de desempleo y un crecimiento comparativamente deficitario. De esta manera se confirmaban una vez más las tesis de Mancur Olson, autor del clásico Auge y decadencia de las naciones (1982), acerca del impacto decisivo de las coaliciones defensivas formadas para defender intereses creados en la decadencia de naciones previamente exitosas.
Esta actitud defensiva y conservadora se plasmó en una extensa maraña regulatoria y, sobre todo, en el desarrollo acelerado de grandes Estados intervencionistas, cuya función fundamental era la de garantizar el status quo y, en especial, una serie de derechos que la población europea supuestamente ya había adquirido de una vez y para siempre. Este fue el así llamado Estado de bienestar, benefactor o social, que creció desmesuradamente desde la década del 70 hasta transformarse en el corazón de lo que se conoció como Modelo Social Europeo.
El gran Estado tuvo una serie de características: una enorme capacidad de intervención, regulación y protección de lo existente, pero también se distinguió por los altísimos impuestos que imponía a fin de ampliar su poder sobre la sociedad y su papel de garantizador de una creciente cantidad de derechos y privilegios. De hecho, la carga tributaria en la UE-15 subió de un promedio de 25,8% del PIB en 1965 a un 39,2% en 1990. En 1965, el peso total de los impuestos iba de un modesto 14,7% del PIB en España a un máximo de 35% en Suecia, el país líder en lo que respecta a la expansión del Estado benefactor. En 1990, el peso de la tributación se había más que doblado en España, alcanzando el 33,2%, mientras que en Suecia llegaba al 53,6%. En buenas cuentas, el Estado había pasado a ser el eje de los procesos económicos y sociales de Europa Occidental.
Todo ello llevó a una serie de problemas que se hicieron cada vez más sensibles con el paso del tiempo, como ser la pérdida del incentivo a trabajar o a invertir en educación que se genera cuando los impuestos castigan fuertemente y de manera progresiva a los réditos del trabajo. Pero aún más decisivo en el largo plazo es que las regulaciones defensivas, en particular las relativas al mercado laboral, así como los altos impuestos y la conformación de los mismos, dificultaban y penalizaban severamente el esfuerzo emprendedor de la población europea, su voluntad de crear cosas nuevas, particularmente en el terreno de la nueva economía del conocimiento y la información.5
Así, la política económica europea se orientó más a defender y distribuir la riqueza ya creada que a fomentar la creación de nueva riqueza. Se hizo por ello conservadora y plasmó una fuerte aversión al riego. Esta forma de actuar terminó transformándose en una verdadera cultura de la “seguridad ante todo” y de los derechos adquiridos, derechos universales sin una relación directa con el deber o el esfuerzo, donde se pierde el vínculo entre lo que se hace y lo que se logra, entre la responsabilidad individual y lo que se puede obtener de la vida. Todas esas relaciones fundamentales, y los valores sobre los que se fundan, se fueron diluyendo en Europa. Así, el “Viejo Mundo” se hizo realmente viejo y cada vez más incapaz de brindar aquella seguridad que prometía como premio al inmovilismo económico y social.
De esta manera, las nuevas generaciones de europeo-occidentales crecieron dentro de la “cultura de los derechos” y fueron a una escuela que les enseñó que la vida era un juego y que no tenían que preocuparse mucho por el futuro porque existía alguien, el Estado de bienestar, que a fin de cuentas se responsabilizaba de su prosperidad. Estos son los “indignados” que hoy vemos en las plazas de Europa Occidental, pidiendo derechos que ya nadie puede darles. Son las grandes víctimas de las promesas vanas del Estado de bienestar y su desilusión es manifiesta, así como también lo es su creciente frustración frente a lo ocurrido. Nacieron bajo el síndrome del “almuerzo gratis” y el progreso asegurado (por otros), y su embotamiento mental les impide hoy comprender cosas tan evidentes como que todo derecho tiene un costo y aún menos que ese costo se llama deber, esfuerzo duro y cotidiano, responsabilidad personal y voluntad innovadora. Por ello buscan chivos expiatorios, como los mercados, el neoliberalismo o, cada vez más, los malos alemanes, personificados por Angela Merkel.6
Ahora bien, para ilustrar más concretamente lo que el desarrollo europeo ha significado en pérdida de capacidad generadora de riqueza bastan dos cifras: 26 y 1. Veintiséis son las empresas que se han creado en California desde el año 1975 en adelante y que están hoy dentro de las 500 mayores del mundo. Por su parte, en toda la zona euro, con más de 300 millones de habitantes, se ha creado apenas una empresa desde el año 75 que esté en esta categoría. Ese es el resultado condensado de estructuras y una cultura que no premia el esfuerzo, que no premia el emprendimiento, que no aplaude el enriquecimiento legítimo y que hace de la defensa del status quo y la redistribución igualitarista su principal afán. Al respecto quisiera recomendar encarecidamente la lectura del notable reportaje publicado en The Economist del 28 de julio de 2012 bajo el significativo título de "Les misérables", que no son otros que los nuevos emprendedores europeos. Su pregunta clave es “¿Por qué Google no fue creada en Alemania?”, tal como solía ocurrir hace un siglo con las empresas líderes a nivel mundial. La respuesta es simple: Europa lo ha impedido con su enjambre de regulaciones y sus altos impuestos así como con su cultura igualitarista que tanto contrasta con la estadounidense y que estigmatiza el éxito económico legítimo y condena socialmente a quienes lo representan.7
Hay muchos ejemplos similares, como el cerca de medio millón de científicos, técnicos y emprendedores europeos de primera línea que han buscado en EE.UU. el lugar donde realizar sus sueños. El artículo citado de The Economist cita los 50.000 alemanes residentes en Silicon Valley o las 500 nuevas iniciativas empresariales de franceses en la Bahía de San Francisco. Este exilio empresarial y creativo de muchos de sus mejores talentos no solo le cuesta a Europa una pérdida significativa de prosperidad (evaluada anteriormente por The Economist en un 0,5% de su PIB al año) sino que en gran medida explica, lisa y llanamente, su lugar cada vez más alejado del liderato mundial. Este es el precio que Europa se autoimpone en aras de la creencia vana de que puede mantener su bienestar impidiendo en vez de fomentando el cambio.
Para poder observar con más precisión como la Europa estatista frustra sus propias posibilidades de desarrollo podemos hacer notar la discrepancia notable que existe entre los altos niveles de innovación, particularmente en los países germano-nórdicos, y su escaso éxito emprendedor en relación a su potencial. Mirando la estadística internacional de familias de patentes triádicas8 vemos que países como Suecia, Finlandia, Dinamarca, Alemania u Holanda aventajan a EE.UU. en patentes registradas per cápita, situándose en niveles muy altos en perspectiva comparativa (véase el Gráfico 4 más adelante). A su vez, Francia o Bélgica no están muy lejos del nivel estadounidense. Esto muestra que existe un potencial innovador que no se realiza en la propia Europa o que, de realizarse, no lleva a éxitos empresariales comparables con los de Estados Unidos o de algunos países asiáticos. Ese diferencial es un índice claro de lo que la Europa del gran Estado, el intervencionismo y la sobrerregulación pierde en razón de una organización institucional cada vez más adversa al cambio y el emprendimiento.
La Europa decadente y la Europa en crisis
Ahora bien, este es un resumen muy breve del panorama general de Europa Occidental, pero existen también, como es hoy evidente, grandes diferencias entre los países que la conforman. Simplificando, vemos una Europa del Norte, con sus componentes germano-nórdicos y anglosajones, que sigue manteniéndose a flote y una Europa del Sur en profunda crisis. Hay muchas maneras posibles de explicar esta diferencia. Se trata de culturas e historias que distan mucho unas de otras, pero en este apartado me limitaré a apuntar dos diferencias de fondo absolutamente decisivas: la base productiva y la calidad de las instituciones. En el apartado siguiente destacaré una tercera diferencia de gran importancia que hace al desarrollo del Estado de bienestar y sus tendencias populistas.
La diferencia en cuanto a la base productiva puede resumirse diciendo que existe una Europa — la germano-nórdica y, en parte, la anglosajona— que participa y puede seguir participando en una especialización internacional marcada por la excelencia productiva, el conocimiento de punta y niveles relativamente altos de innovación. Llamaremos a esta especialización intensiva en conocimiento, para distinguirla tanto de aquella especialización basada en la intensidad del factor trabajo (propia, por ejemplo, de Asia del Sur y del Este) como de aquella intensiva en recursos naturales (bien ejemplificada por América Latina, África y gran parte del Oriente Medio). Por su parte, Europa del Sur ni participa ni tiene posibilidades realistas de llegar a participar en esa especialización intensiva en el conocimiento y la innovación que caracteriza a las naciones del norte europeo. Se trata de economías semidesarrolladas que han llegado, por diversas circunstancias entre las que se cuenta una notable burbuja de endeudamiento, a gozar de niveles de consumo propios de sociedades más avanzadas que hoy se hacen insostenibles al no poseer una base productiva correspondiente. Su éxito se debió, en gran medida, al desplazamiento de capitales, tecnologías y empresas de Europa del Norte hacia un Sur aún competitivo por sus costos laborales y las ventajas que le daba su participación en el mercado común europeo. Basaron por ello su crecimiento en industrias ya maduras tecnológicamente, como la automovilística o la del calzado y confecciones, y en un desarrollo extensivo de los sectores tradicionales y de baja productividad asociados al turismo y la construcción. Hoy, la posibilidad de profundizar o de siquiera defender en el mediano plazo esta inserción en la división internacional del trabajo se hace cada vez más difícil por la aparición de grandes competidores dentro y fuera de Europa combinada con el aumento absolutamente autodestructivo de los costos salariales, las regalías laborales y los niveles impositivos en las naciones del sur de la UE. A ello debe sumársele una carga regulatoria que ha combinado la herencia fascista-corporativista de estos Estados con las nuevas regulaciones propias del Estado de bienestar. Las regulaciones del mercado laboral español son características en este sentido, combinando de manera desastrosa la herencia franquista con la deriva prebendaria del sindicalismo socialista hoy dominante.
Demos algunos ejemplos acerca de las notables diferencias que existen dentro de la EU-15 respecto de su potencial como economías del conocimiento y la innovación. Miremos primero el indicador que resume todos los demás en esta materia: la cantidad per cápita de patentes internacionales relevantes o, como se las llama, familias de patentes triádicas. Esto es lo que se exhibe en el Gráfico 4.
Según estas cifras, en 2009 los alemanes9 registraban 6 veces más patentes per cápita que los italianos, 14 veces más que los españoles, 35 veces más que los portugueses y 70 veces más que los griegos. La comparación con Suecia era aún más chocante: los suecos registraban 8 veces más patentes per cápita que los italianos, 19 veces más que los españoles, 48 veces más que los portugueses y 97 veces más que los griegos. Países como Francia o Reino Unido ocupaban, a su vez, una posición intermedia en este sentido.10
Podemos profundizar en esta materia utilizando otro de los indicadores más relevantes al respecto: la excelencia comparativa de las universidades. Según el QS World University Ranking para 2012-2013 no había ni una sola universidad italiana, española, portuguesa o griega entre las 150 mejores del mundo, cosa única entre los países desarrollados que pone en evidencia la debilidad fundamental de los países del sur europeo para sostener sus abultados niveles de bienestar. Basándonos en otro ranking sobre excelencia académica, el World University Ranking 2011-2012 de Times Higher Education, llegamos al siguiente Gráfico que nos muestra la puntuación total de las universidades de cada país que se cuentan entre las 200 mejores del mundo en relación a la población del país.
Finalmente, si miramos The Global Competitiveness Report 2012-2013 realizado por el Foro Económico Mundial constatamos que la posición de los países del sur de Europa en cuanto a la calidad de su sistema educacional secundario, superior y de formación profesional es la siguiente dentro de un ranking que abarca un total de 144 países: Portugal 61, España 81, Italia 87 y Grecia 115. Se trata de niveles que ubican a los países del sur de la Unión Europea en una posición muy por detrás incluso de muchas economías emergentes.
La segunda diferencia de fondo que quisiera destacar se refiere a las instituciones, aspecto clave de todo desarrollo económico y social sostenible tal como desde hace décadas lo viene señalando la investigación histórico-económica. Aquí encontramos nuevamente a las sociedades del sur de la UE en una situación que guarda poca relación con el resto de la Unión. Esto puede ser constatado mirando diversos rankings internacionales, como el de corrupción percibida de las instituciones públicas realizado anualmente por Transparency International o el ya citado Competitiveness Report donde la medición de la calidad institucional ubica a Portugal en el lugar 46, a España en el 48, a Italia en el 97 y a Grecia en el 111 entre los 144 países estudiados (Suecia ocupa el lugar 6 y Alemania el 16; Chile está en el lugar 28).
Estas deficiencias institucionales alcanzan niveles simplemente escandalosos cuando se refieren al sector público, mostrando el enorme daño potencial agregado que una expansión estatal puede implicar en países donde lo público y lo corrupto muchas veces son vistos como sinónimos. Me limito a dar dos ejemplos del Competitiveness Report. En malversación de fondos públicos, de 144 países Portugal ocupa el lugar 45, España el 53, Italia el 85 y Grecia el 119. En despilfarro de los recursos públicos tenemos los siguientes resultados: España lugar 106, Italia 126, Portugal 133 y Grecia 137. Es decir, mucho más cerca de países como Venezuela (143) y Argentina (136) que de Suecia (lugar 8), Finlandia (9), Holanda (13) u otros países del norte de la UE. Al respecto no está demás indicar que Chile ocupa un notable décimo lugar, resumiendo lo que es, junto a su economía abierta, su ejemplar manejo macroeconómico y sus multifacéticos recursos naturales, su gran ventaja comparativa: su excelente calidad institucional. El Gráfico 6 ilustra esta debilidad institucional mediante una comparación entre España (que en esta materia muestra un desempeño mucho mejor que el de Italia o Grecia) y un país serio europeo, Suecia. Como puntos de comparación se muestran también los resultados de Chile y Argentina.
Estos datos nos muestran con claridad que más allá de las políticas públicas, los aspectos coyunturales o los monetarios existen al menos dos Europas dentro de la UE-15, separadas por un abismo estructural e institucional que es decisivo para entender las enormes disparidades respecto de las perspectivas futuras existentes en el seno de la UE y las inevitables tensiones que ello genera.
Sobre este tema se han venido desarrollando diversas investigaciones, siendo una de las más novedosas la de los españoles Victor Pérez-Díaz y Juan Carlos Rodríguez,11 que trata de medir lo que llaman virtudes cívicas, es decir, las instituciones informales o contexto cultural-valorativo que regula las relaciones sociales, estableciendo diversos niveles de confianza, apertura, tolerancia y otros que facilitan o dificultan la fluidez de las relaciones interhumanas en una sociedad lo que, a su vez, tiene consecuencias decisivas para el desempeño socio-económico. Apoyándome en los diversos índices presentados por los autores señalados he construido el índice de virtudes cívicas que se presenta en el Gráfico 7, mostrando una vez más la significativa diferencia que separa a diversas regiones de Europa Occidental.
La crisis y el populismo del Estado de bienestar
Las diferencias estructurales ya apuntadas no obstan para constatar, como ya se destacó, la existencia de un elemento común en la UE-15: el gran Estado intervencionista y garantizador de una multitud de derechos. Tanto la dinámica como el timing de la crisis europea están directamente asociados al auge y caída del Estado de bienestar. Esto también explica la intensidad de los problemas en los Estados del sur de Europa, que son aquellos que han llegado más recientemente y con un ímpetu desbocado al gran Estado benefactor. Sin embargo, lo que estas sociedades están viviendo no es, en el fondo, más que una repetición, concentrada y dramática, de las situaciones críticas que ya anteriormente habían golpeado a las sociedades del norte europeo que fueron pioneras en cuanto a la expansión de las funciones y el peso del Estado.12
Por ello mismo, las sociedades del norte europeo fueron forzadas a emprender importantes procesos de reforma de sus grandes Estados y de flexibilización de sus estructuras económicas que hoy las hacen relativamente más resistentes a los problemas que afectan al conjunto de Europa Occidental. Esto se hace especialmente notorio al analizar la carga regulatoria gubernamental que afecta a las diversas economías de la EU-15, donde de acuerdo al Competitiveness Report países como Finlandia (6) o Suecia (31) están en la tercera parte de países con menor carga mientras que España (120) o Italia (142) se ubican claramente en la tercera parte con mayor carga regulatoria de las 144 naciones estudiadas, mientras que Alemania (72) se sitúa en una posición intermedia.
Veamos un poco más en detalle este proceso de desarrollo del Estado de bienestar dada su gran importancia para entender la dinámica subyacente a y el timing de la crisis europea. Para ello tomaremos el caso de Suecia, país que aventajó a todos los demás en expansión estatal y que, justamente por ello, se vio abocado hace ya unos veinte años a una seria crisis muy similar en muchos aspectos a la que hoy viven España, Italia o Portugal.
Suecia experimentó, a partir de los años 60, un crecimiento sin precedentes de su sector público. En apenas dos décadas, entre 1960 y 1980, el gasto público se duplicó, pasando del 30% del PIB al 60%. A su vez, el empleo público casi se triplicó y la carga tributaria pasó del 28 al 46% del PIB. El impuesto marginal para las rentas más altas llegó en 1979 al 87%, para estabilizarse en los años 80 en torno al 85%. Al mismo tiempo, aumentaban los subsidios de todo tipo, llegándose a situaciones donde trabajar podía implicar un detrimento económico.13 Este desarrollo tuvo una serie de consecuencias inevitables, particularmente manifestadas en un fuerte deterioro del incentivo a trabajar y al emprendimiento. Sin embargo, lo más sensible de este desarrollo fue la vulnerabilidad creciente de un sistema fiscal que hacía promesas cada vez más generosas a su población basado en aquello que en sueco se llama glädjekalkyl, es decir, “cálculos alegres”, basados en la premisa de que los buenos tiempos y el pleno empleo durarían eternamente. Esto creó una dinámica populista, donde gobernantes y gobernados se dejaban llevar por el sendero de las promesas fáciles, creando una ilusión de seguridad frente a la indefensión o la falta de trabajo que solo podía ser mantenida mientras las situaciones de indefensión o carencia laboral fuesen excepcionales.
Este populismo del Estado de bienestar —que embriaga naturalmente a gobernantes encantados de poder ofrecer siempre más y mejores regalos y a los gobernados que encantados votan por gentes tan ilimitadamente generosas— está en la base de los excesos que llevan a las sociedades que viven bajo los grandes Estados benefactores de la decadencia paulatina a la crisis súbita. Esto pasó primero en Suecia, luego en otras sociedades del norte europeo y ahora está pasando en las del sur der Europa, que han sido las últimas en llegar al ilusionismo del Estado de bienestar y que se lo han creído con un entusiasmo propio del carácter latino-mediterráneo.
En Suecia la ilusión populista se quebró dramáticamente a comienzos de los 90, cuando el pleno empleo, que había durado casi cinco décadas, se transformó en un alto nivel de desempleo. Este cambio fue producto, como acostumbra a ser en estos casos, de una recesión internacional que puso en evidencia las debilidades acumuladas de las viejas industrias suecas de exportación ante la presencia de nuevos competidores. Esto desencadenó un brusco aumento de la cesantía — que pasó del 2 al 12% en tres años— que llevó el gasto público a sobrepasar el 70% del PIB en 1973 mientras la recaudación fiscal caía. Ello puso en evidencia el bluff del Estado de bienestar: sus promesas de seguridad frente a eventuales situaciones de carencia o indefensión no pudieron cumplirse justamente cuando más se necesitaban. La seguridad prometida se esfumó cuando el exceso de gasto dio origen a un insostenible déficit fiscal que llegó a superar el 10% del PIB conduciendo a la caída estrepitosa del viejo y tan afamado “modelo sueco”.
A partir de entonces se abre un notable proceso de reducción del tamaño del Estado, desregulación, cooperación público-privada y privatización que ha transformado a Suecia en la economía de la UE-15 que mejor ha resistido a los problemas actuales. Así, el país que encabezó la marcha hacia la debacle del Estado de bienestar tradicional encabeza hoy el camino hacia su modernización, disminuyendo su tamaño y con ello su vulnerabilidad, rompiendo los monopolios públicos a través de la libertad de empresa y de elección ciudadana, limitando y condicionando los subsidios de todo tipo, y tratando de restablecer, mediante rebajas tributarias, los incentivos al trabajo y al emprendimiento.14
Crisis de alguna manera parecidas, si bien menos severas, a la de Suecia afectaron a Alemania, Dinamarca, Finlandia u Holanda, obligando a estos países a moderar y hacer algo más dinámicos sus grandes Estados así como a alivianar su carga regulatoria (especialmente en lo referente al mercado de trabajo) y tributaria. No fueron en sí mismas reformas de suficiente calado como para poder revertir las tendencias al estancamiento anteriormente señaladas, pero les han permitido a estas sociedades enfrentar la actual situación de crisis en condiciones mucho mejores que las del sur de Europa.
De la euroeuforia a la eurocrisis
La desgracia de los países del sur de Europa es que llegaron al gran Estado benefactor y a la sociedad de los derechos hace no mucho y bajo condiciones que invitaban al desenfreno. En ello, el euro jugó un papel clave ya que generó una apariencia de solidez financiera y seriedad fiscal en sociedades que nunca la habían tenido por sí mismas. Ello se conjugó con un momento de recesión en Alemania que presionó las tasas de interés a la baja y creó excedentes de capital invertibles que se orientaron hacia las periferias del sur (e Irlanda) creando una serie de burbujas —crediticia, inmobiliaria, salarial, migratoria, política y de derechos— que terminó llevando a la bancarrota generalizada que hoy observamos.
De esto se pueden aprender varias lecciones interesantes no solo sobre los peligros del dinero barato o del populismo del Estado de bienestar sino más esencialmente sobre las letales consecuencias del voluntarismo o “constructivismo” político, como diría Hayek. El proyecto del euro fue, de comienzo a fin, un designio político que finalmente se impuso contra toda racionalidad económica y, lo que es peor aún, violando los criterios que los propios creadores del proyecto habían diseñado para que esta creación monetaria pudiese existir duraderamente. Al final, el prestigio de algunos así llamados grandes estadistas, como Kohl, Mitterrand o Chirac, forzaron una unión monetaria que hoy está inquinando la convivencia entre los pueblos de Europa y poniendo en riesgo la existencia misma de la UE. Milton Friedman resumió muy bien este destino contraproducente del euro en un artículo señero de agosto de 1997, titulado The Euro: Monetary Unity To Political Disunity?, que por su clarividencia me permito citar:
“El impulso hacia el euro no ha tenido motivos económicos sino políticos. Su finalidad ha sido atar a Alemania y Francia de una manera tan estrecha que haga una futura guerra europea imposible. Yo creo que la adopción del euro tendrá el efecto opuesto. Exacerbará las tensiones políticas al convertir los shocks divergentes, que fácilmente podrían haber sido manejados mediante ajustes en la tasa de cambio, en materias de desunión política. La unidad política puede pavimentar el camino de una unidad monetaria. La unión monetaria impuesta bajo condiciones desfavorables demostrará ser una barrera para alcanzar la unidad política”.15
De hecho, en mayo de 1998, cuando los países del futuro euro debían demostrar que cumplían las condiciones fijadas por el Pacto de estabilidad y crecimiento, solo un país, Luxemburgo, lo hacía. Hoy en día, el único país que lo hace es Finlandia. Estas condiciones se referían, entre otras cosas, al déficit fiscal (que no debía superar el 3% del PIB) y la deuda pública (no superior al 60% del PIB) así como a la tasa de inflación (con una variación máxima de un par de puntos porcentuales respecto de los países de menor inflación). En buenas cuentas, se trataba de exigencias alemanas y holandesas cuyo propósito era asegurarse de que el euro no se convirtiese en un paragua de confianza que permitiese la irresponsabilidad fiscal que se suponía vendría de las economías del sur europeo. Así sería en el futuro, pero hay que señalar que los primeros que rompieron con la regla del déficit fueron nada menos que Alemania y Francia, países que además impidieron que se aplicasen las penalizaciones consideradas para estos casos. Con ello sentaron un precedente simplemente desastroso para el futuro de la unión monetaria, cuyas reglas no han sido desde entonces más que “papel mojado”, relajándose o incumpliéndose cada vez que han sido puestas a prueba.
Para las sociedades del sur de Europa el euro significó, ya desde mediados de los 90 cuando se definió concretamente su introducción, el poder disponer de dinero abundante y barato, con tasas de interés muy por debajo de las que tradicionalmente debían pagar (11-12% para España, Italia y Portugal y cerca del 20% en el caso de Grecia en 1995) y que en ciertos casos hacían de facto insignificante o incluso negativo el costo real del crédito. Esto desató un espiral de endeudamiento, en especial de las familias, empresas y otros actores privados, que elevó el endeudamiento total a niveles récord. En el caso de España, la deuda total privada y pública pasó de representar un 150% del PIB a mediados de los 90 al 400% en torno a 2010 (siendo una tercera parte deuda externa). Ello posibilitó una expansión sin precedentes del consumo en general y del sector inmobiliario en particular. Lo que conllevó no solo un aumento notable del precio de los inmuebles sino también una caída muy significativa de la tasa de desempleo y un aumento vertiginoso de la inmigración. A su vez, el gasto público y las promesas del Estado de bienestar aumentaron exponencialmente gracias a una recaudación fiscal que crecía rápidamente de año en año. Todo parecía ir de maravillas, pero con credibilidad y dinero ajenos.
Lo más notable del crecimiento así inducido fue su carácter extensivo, es decir, basado en una incorporación de mayores cantidades de factores productivos (capital y trabajo) y no en mejoras de productividad. De hecho, Italia y España registran entre 1995 y 2010 algo tan sorprendente en la historia económica moderna como un crecimiento económico sostenido coincidente con una evolución negativa de la productividad total de los factores. Esto fue acompañado de un alza constante de los salarios y los costos laborales, lo que fue minando la capacidad competitiva de las economías del sur, en particular respecto de la economía alemana donde se había aplicado una vigorosa política de contención salarial y mejoramiento de la eficiencia productiva desde el gobierno del Canciller socialdemócrata Gerhard Schröder (1998-2005). De hecho, según los datos de la OCDE los costos laborales unitarios en Alemania eran inferiores en 2008 al nivel alcanzado en el 2000. Por su parte, entre 1995 y 2007 ese costo se había incrementado un 30% en Italia, un 40% en España, un 42% en Portugal y un 61% en Grecia.
Este desarrollo llevó a una balanza comercial fuertemente deficitaria en los países del sur de Europa a la vez que se producían significativos superávits comerciales en los del norte. En 2007 España tenía un déficit comercial correspondiente al 10% de su PIB, y en Grecia el déficit llegaba a más del 14%. Por su parte, ese mismo año Alemania exhibía un superávit del 7,4% y Suecia del 9,2%.
En suma, todos estaban encantados: españoles, griegos, italianos y portugueses consumían como nunca antes, mientras que, entre otros, alemanes y suecos exportaban como nunca. Todo parecía ir tan bien que la Comisión Europea se permitió decir en mayo de 2008 que “Europa se ha convertido en un oasis de estabilidad macroeconómica”. Y el jefe del Banco Central Europeo (BCE), Jean-Claude Trichet, no pudo contener su entusiasmo el 2 de junio de ese mismo año, en su discurso conmemorando la primera década del BCE, haciendo mofa de los euroescépticos y llamando a celebrar “el éxito extraordinario” de la nueva divisa.16
Sin embargo, a pesar de las palabras eufóricas de los dirigentes europeos el momento de la verdad ya había llegado para el euro. Pronto la zona euro se transformaría en ese hervidero de bancarrotas y conmoción social que ha asombrado y preocupado al mundo entero. Por cierto que la misma construcción del euro, la falta de seriedad para aplicar sus propias reglas, el desarrollo dispar de economías estructuralmente muy diferentes que debían ser regidas por la misma política monetaria y los desequilibrios macroeconómicos ya mencionados han jugado un papel de primera línea en la debacle de la zona euro. Ahora bien, más allá de ello observamos una evolución de la crisis misma que nos obliga a volver una vez más nuestra atención hacia ese gran factor de vulnerabilidad que es el gran Estado benefactor. Lo que definitivamente separa el desarrollo de la crisis europeo-occidental de aquella que con intensidad variable afectó a muchas otras partes del mundo en 2008-2009 es el posterior desencadenamiento de una profunda crisis fiscal, que hoy es el epicentro de los problemas europeos más agudos.
Esta crisis fiscal no es otra cosa que una réplica de lo acontecido en Suecia veinte años antes y sus causas son, en esencia, las mismas. La expansión del Estado y, en especial, de sus promesas transformadas por la retórica populista en “derechos” crean las condiciones del inevitable descalabro de las finanzas públicas en tiempos de recesión económica.17 Los “cálculos alegres” que llevaron al Estado de bienestar sueco a la bancarrota fueron sobrepasados con creces por los Estados del sur europeo, espoleados por políticos aún menos escrupulosos y votantes deseosos de recibir más y más derechos y prebendas. Así se construyeron generosos sistemas de protección social y pensiones que luego se derrumbaron como un castillo de naipes. Así se ampliaron también las nóminas funcionariales y los partidos políticos —de izquierdas o derechas— vieron a sus castas dirigentes dotarse de privilegios realmente exuberantes. El sobrio populismo del Estado de bienestar nórdico fue remplazado por una verdadera rebatiña por los derechos y las prebendas. Y aquí no hubo inocentes: todos jugaron a ser vivos y les fue exactamente como al país de la viveza por definición, Argentina.
La evolución de la crisis nos deja una lección más. El gran Estado pierde toda capacidad de actuar contracíclicamente, de acuerdo a la receta keynesiana clásica, cuando se sobreexpande convirtiéndose en un factor clave de vulnerabilidad económica. Los fuertes déficits que se disparan apenas cambia de signo la coyuntura —especialmente en países con tendencias estructurales a generar altísimas tasas de cesantía, como España— lo obligan rápidamente a seguir una política fiscal restrictiva, algo que hoy se ha transformado en el punto focal de la crisis europea y que genera fuertes reacciones sociales y corporativas. A su vez, cualquier eventual política fiscal expansiva choca con las altas tasas de interés que los mercados exigen hoy a países de bajísima credibilidad crediticia. Actualmente, países como España se debaten en una difícil encrucijada entre el creciente descontento social y la necesidad de combatir el déficit fiscal a fin de no endeudarse más y parar así el aumento dramático del costo de la deuda. De hecho, cerca de una tercera parte del presupuesto del Estado central español —lo que equivale a unos 38 mil millones de euros— se destinará en 2013 a cubrir el costo de su deuda.
Palabras finales: De la unión a la desunión europea
Hoy en día Europa del Sur está viviendo el despertar traumático del sueño del bienestar garantizado por el Estado y con dinero prestado, pero su despertar manifiesta una diferencia fundamental con lo ocurrido anteriormente en Europa del Norte, donde predominó una tendencia a la unidad, a entender que o estamos juntos y trabajamos juntos o nos hundimos juntos. Ese espíritu, lamentablemente, brilla por su ausencia en los países del sur, donde parece que todos luchan por defender sus autoproclamados derechos aunque ello implique la ruina del país. Esta tendencia a la desunión alcanza ribetes extremos en un país como España, donde la amenaza del secesionismo catalán se ha actualizado de una manera que ha trastocado toda la escena política nacional, transformado la crisis económica en una crisis en que está en juego la existencia misma de España.
Pero la desunión no solo es interna. Lo más lamentable del escenario europeo actual es que se está confirmando plenamente la advertencia premonitoria de Milton Friedman: ese gran proyecto de paz y amistad entre los pueblos de Europa que fue la UE está siendo minado por una crisis donde todos culpabilizan a otros y quieren que el vecino pague, donde los del sur quieren que paguen los ricos del norte y los del norte ven a sus socios del sur como desvergonzados derrochadores. Esto es una verdadera tragedia porque se está generando una agresividad entre los europeos que es directamente lo opuesto a lo que se perseguía, y en gran parte se había logrado, con la UE. Sin embargo, esto es un resultado lógico de las grandes ilusiones hoy frustradas que creó el populismo del Estado de bienestar y de haber forzado la Unión más allá de lo que era razonable.
En este contexto, la respuesta de las dirigencias europeas ha sido apostar por lo que se denomina “más Europa”, lo que es un eufemismo para decir más “Bruselas”, más euroburocracia y superestructuras alejadas del sentir de los pueblos de Europa. Si esta deriva se concreta a costa de la soberanía popular y nacional la desunión europea no hará sino potenciarse al profundizarse aquel sentimiento, ya tan extendido, de que todo se decide en un lugar distante y fuera de todo control democrático. De ser así, se abrirían las puertas para nuevos populismos y nacionalismos cada vez más agresivos y xenófobos. De esa manera, Europa volvería a ver renacer sus viejos fantasmas, aquellos que se creía ya bien sepultados en un pasado que parecía más remoto de lo que realmente estaba.
Este es el sabor amargo y tremendamente preocupante que nos deja la saga europea del gran Estado y el voluntarismo político. Ojalá que Europa sepa reaccionar antes de que sea demasiado tarde volviendo a lo básico: la libertad con responsabilidad, el deber que crea los derechos, el individuo y la sociedad civil como protagonistas insustituibles del progreso social duradero, el emprendimiento como soporte del bienestar. A su vez, la Unión Europea solo encontrará su salvación retornando a aquellas cuatro libertades básicas que en su mejor momento definieron a gran parte de Europa Occidental como un ámbito de libertad y movilidad. Para ello, debe desmontar gran parte de las superestructuras políticas y regulatorias que han terminado sofocando al proyecto europeo. El euro también está entre aquello que, con toda probabilidad, deberá desaparecer para que Europa no naufrague, aunque ello cueste un elevadísimo precio inicial. Como dicen los alemanes y los nórdicos, más vale un final de horror que un horror sin final. Así, lamentablemente, están las cosas por la vieja Europa y es de esperar que otros no se embarquen en el camino que la ha llevado a sus males presentes.