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Friday, December 9, 2016

La amenaza populista

Juan Ramón Rallo considera que mientras los ciudadanos sigan reconociéndole una autoridad casi absoluta al Estado, los populismos continuarán aflorando.


Juan Ramón Rallo
 
es Director del Instituto Juan de Mariana (España) y columnista de ElCato.org. Juan Ramón obtuvo el tercer lugar en nuestro primer concurso de ensayos, Voces de Libertad 2008.
El fantasma del populismo, ya sea el de izquierdas o el de derechas, recorre Occidente. La ultraderecha nacionalista no ha alcanzado el poder en Austria pero el izquierdista Movimiento 5 Estrellas en Italia sí se ha anotado una victoria de consecuencias difícilmente previsibles para el conjunto de la Eurozona. No será, además, la última amenaza que nos depara el futuro cercano: en pocos meses, Francia se enfrentará a unos comicios decisivos donde Le Penencabeza de momento las encuestas.
Este renovado auge del populismo constituye un fenómeno con inquietantes paralelismos al que ya azotara Europa durante la década de los 30 y, por supuesto, también al continente Latinoamericano durante la segunda mitad del siglo XX. Algunos han pretendido explicar esta vitalidad del populismo como una revuelta del “pueblo” contra las “élites”: una especie de clamor por una mayor participación de la ciudadanía en los asuntos políticos con la finalidad de resolver los problemas que nos son comunes.


La realidad, sin embargo, es bastante distinta. En el último informe del Instituto Juan de Mariana —titulado "Movimientos populistas: ¿Una expresión social del descontento o una estrategia para concentrar poder político?"—, el doctor en Ciencias Políticas y profesor de la Universidad Francisco MarroquínEduardo Fernández Luiña, disecciona el movimiento populista como una estrategia política para alcanzar, consolidar y concentrar el poder. El populismo arranca con una ventana de oportunidad, a saber, una crisis real —aumento del desempleoterrorismo, quiebras empresariales, corrupción generalizada, etc.— o una crisis artificial —la globalización o la desigualdad no asociada al aumento de la pobreza como amenazas—, que es instrumentada a través de un relato maniqueo y polarizante por parte de un frente político que se reclama anti-elitista y representante de los auténticos intereses del pueblo. Y, como es obvio, a la vanguardia de ese frente político se coloca un líder carismático, admirable, confiable e ilusionante que de alguna manera canaliza los anhelos de la población desengañada en su lucha contra la casta.
Semejante estrategia populista es fácilmente reconocible en formaciones tan ideológicamente variopintas como Podemos en España, el Partido Republicano de Trump en EE.UU., el chavismo en Venezuela, el Frente Nacional en Francia, el Movimiento 5 Estrellas en ItaliaSyriza en Grecia o la parte nacionalista y xenófoba del Brexit en Reino Unido. De hecho, en la medida en que todos los políticos aspiran a alcanzar el poder y están dispuestos a mentir y a manipular con descaro, todos se valen de una cierta estrategia comunicativa populista: sin ir más lejos, durante la última campaña electoral, el Partido Popular (PP) recurrió sin complejos al populismo fiscal, prometiendo que iba a rebajar con determinación los impuestos aun siendo consciente de que los volvería a multiplicar.
De ahí que el rasgo definitivo de los movimientos genuinamente populistas vaya más allá de su propaganda polarizadora y caudillista, y consista en la aspiración de construir un nuevo régimen político que subordine los derechos y libertades de los ciudadanos a la voluntad del pueblo representada en la figura del líder carismático y en el resto de cuadros del movimiento. Es decir, el populismo no se contenta con manipular a los votantes para conquistar el gobierno —práctica que, como decimos, comparten todos los políticos— sino que aspira a reconstruir las instituciones para ampliar el poder del Estado y consolidarse en el mando.
Al cabo, los derechos y las libertades individuales —entendidos como restricciones a los ámbitos legítimos de actuación del Estado— constituyen un obstáculo para la resolución de aquella crisis social que ha dado alas al populismo: si el Estado no puede confiscarle la riqueza a los ciudadanos, si no puede prohibirles comerciar con extranjeros, si no puede deportar a los inmigrantes, si no puede controlar los mensajes subversivos de los medios de comunicación, si no puede nacionalizar las industrias estratégicas, si no puede subir masivamente impuestos, si no puede devaluar la divisa, si no puede espiar e intervenir nuestras comunicaciones privadas, si no puede controlar la religión de sus ciudadanos, si no puede, en suma, planificar nuestras vidas y subordinarlas al nuevo régimen verdaderamente expresivo de los deseos de “la gente”, entonces el populismo se convierte en un movimiento maniatado e impotente frente a la problemática social que denunciaba y que lo ha encaramado al poder.
El régimen populista, por tanto, debe ir concentrando y centralizando el poder a través de la erosión de las libertades individuales. En nuestras democracias liberales modernas, esa erosión se canaliza a través de una reforma constitucional que sea habilitante para el Estado: es decir, que lejos de reducir su campo de actuación, lo amplíe con las más variopintas excusas, normalmente agrupadas en torno a cortinas de humo como “derechos de tercera generación” o “regeneraciones democráticas” (todos ellos auténticos pretextos para que el Estado amplía su rango de actuación aun en conculcación de los derechos y las libertades básicas de las personas).
Frenar el avance del populismo —no sólo en su vertiente comunicativa, sino en su estrategia de infiltración y asalto institucional— es crucial para evitar el deterioro del ya precario sistema de libertades actual. Y al populismo se lo ha de combatir esencialmente en el terreno cultural e intelectual: exponiendo ante el público sus mentiras sistemáticas y su liberticida jerarquía moral. Confiar en que la crisis escampe y en que con ella también se diluya la amenaza populista es librarnos del problema sólo a corto plazo, pero para volver a padecerlo en el largo plazo (cuando regrese la próximo crisis): mientras la mayoría de ciudadanos no interioricen la idea de que las crisis y los conflictos no justifican un cercenamiento de las libertades de las personas, el Estado continuará medrando a golpe de shock y el populismo disfrutará de un abonadísimo terreno para expandirse.
Por eso, la verdadera alternativa al populismo, la única forma de contener permanentemente sus cíclicas embestidas, es la extensión social de los valores liberales que imponen estrictos e irrenunciables límites al poder político. Mientras sigamos reconociéndole una autoridad política cuasi absoluta al Estado, los movimientos populistas continuarán floreciendo en cada crisis para tratar de colonizar e instrumentar ese Estado omnipotente. Frente al despotismoarbitrario del populismo, liberalismo.

La amenaza populista

Juan Ramón Rallo considera que mientras los ciudadanos sigan reconociéndole una autoridad casi absoluta al Estado, los populismos continuarán aflorando.


Juan Ramón Rallo
 
es Director del Instituto Juan de Mariana (España) y columnista de ElCato.org. Juan Ramón obtuvo el tercer lugar en nuestro primer concurso de ensayos, Voces de Libertad 2008.
El fantasma del populismo, ya sea el de izquierdas o el de derechas, recorre Occidente. La ultraderecha nacionalista no ha alcanzado el poder en Austria pero el izquierdista Movimiento 5 Estrellas en Italia sí se ha anotado una victoria de consecuencias difícilmente previsibles para el conjunto de la Eurozona. No será, además, la última amenaza que nos depara el futuro cercano: en pocos meses, Francia se enfrentará a unos comicios decisivos donde Le Penencabeza de momento las encuestas.
Este renovado auge del populismo constituye un fenómeno con inquietantes paralelismos al que ya azotara Europa durante la década de los 30 y, por supuesto, también al continente Latinoamericano durante la segunda mitad del siglo XX. Algunos han pretendido explicar esta vitalidad del populismo como una revuelta del “pueblo” contra las “élites”: una especie de clamor por una mayor participación de la ciudadanía en los asuntos políticos con la finalidad de resolver los problemas que nos son comunes.

Tuesday, November 8, 2016

¿Nueva victoria populista?

Manuel Suárez-Mier considera que la victoria de quienes se oponen al Tratado de Libre Comercio Canadá-Unión Europea (CETA) confirma el vigor de la ola populista anti-globalización.

Manuel Suárez-Mier es Profesor de Economía de American University en Washington, DC.
Como prueba del vigor de la ola populista anti-globalización que amenaza la economía mundial y su crecimiento económico, el parlamento de Valonia, región al sur de Bélgica con sólo 3,5 millones de habitantes, votó contra el Tratado de Libre Comercio Canadá-Unión Europea (CETA), aunque ayer había visos de un arreglo.
Este proyecto de liberalización del comercio en bienes, servicios, inversión, compras de gobierno y cooperación regulatoria entre Canadá, con 35 millones de habitantes, y los 28 países y 500 millones de pobladores de la UE, negociado a lo largo de 7 años y que incorpora todos los elementos de modernidad deseables, fue puesto en entredicho por un parlamento provinciano en el pintoresco pueblo de Namur.



Tal contrariedad fue posible debido a que conforme los tratados comerciales se vuelven más complejos incorporando nuevos protocolos, como mecanismos supra-nacionales para la solución de controversias, por ejemplo, requieren no sólo de la aprobación de las instancias apropiadas de la UE sino de las legislaturas nacionales y, en casos como el de Bélgica, también de las provinciales.
Los enemigos del libre comercio eligieron las cláusulas que protegen a inversionistas en disputas con los gobiernos nacionales o locales, imputando que les otorgan un poder excesivo a las empresas transnacionales que ahora pueden demandar a los gobiernos cuando las regulaciones tengan un impacto negativo sobre sus utilidades.
Afirman que tales cláusulas son antidemocráticas al crear un sistema paralelo de solución de disputas en manos de expertos independientes y no en los tribunales nacionales o locales, y quieren impedir que empresas de EE.UU. que operen en Canadá como entidades locales, puedan demandar a gobiernos europeos.
De esta manera la Unión Europea pasó de mecanismos de decisión comunitarios que le permitían avanzar en complejas negociaciones comerciales como el TLC con México hace tres lustros, a obligarse, para “ser más democrática”, a obtener la ratificación de las legislaturas de 38 entidades nacionales y sub-nacionales, como en el caso de Valonia.
Este negativo precedente parece se superó con nuevos compromisos entre el gobierno federal y los parlamentos provinciales en Bélgica, que alteran el Tratado para atender las quejas de Valonia, lo que abre una caja de Pandora que usarán otras legislaturas para incorporar sus propias objeciones. Disminuirá también la ya de por sí remota posibilidad de aprobación del Acuerdo Transpacífico (TPP) que el Presidente Obama planeaba enviar al Congreso después de la elección de noviembre 8.
Ante el desplome de Donald Trump en las encuestas, lo que nos permite predecir su colosal derrota, podemos ignorar sus esquizofrénicas propuestas económicas, pero hay que tener presente que Hillary Clinton reiteró en el último debate su oposición al TPP “antes, ahora y después” de su inminente elección.
La Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión (T-TIP), que negocia EE.UU. con la Unión Europea, enfrenta una oposición aún mayor que el CETA, mientras que la Organización Mundial de Comercio, en las proteccionistas manos de un brasileño, se ha vuelto irrelevante.
Esto es un mal augurio para el crecimiento de la economía mundial, uno de cuyos principales motores es la rápida expansión del comercio que ya ha empezado a estancarse. El World Economic Outlook 2016 del FMI registra que entre 1960 y 2015 el comercio mundial creció a una tasa anual promedio de 6,6% y la economía en 3,5%, y en el lapso 2008-2015 lo hicieron a tasas de 3,4% y 2,4%, respectivamente.
Según el FMI esto se debe a la mayor parsimonia con la que simultáneamente han crecido países desarrollados y emergentes debido, en gran parte, al colapso de la inversión a nivel mundial, renglón intensivo en el uso de importaciones.
¿Cómo puede México enfrentar este reto global para minimizar el daño a su economía? En próximas entregas discutiremos algunas opciones

¿Nueva victoria populista?

Manuel Suárez-Mier considera que la victoria de quienes se oponen al Tratado de Libre Comercio Canadá-Unión Europea (CETA) confirma el vigor de la ola populista anti-globalización.

Manuel Suárez-Mier es Profesor de Economía de American University en Washington, DC.
Como prueba del vigor de la ola populista anti-globalización que amenaza la economía mundial y su crecimiento económico, el parlamento de Valonia, región al sur de Bélgica con sólo 3,5 millones de habitantes, votó contra el Tratado de Libre Comercio Canadá-Unión Europea (CETA), aunque ayer había visos de un arreglo.
Este proyecto de liberalización del comercio en bienes, servicios, inversión, compras de gobierno y cooperación regulatoria entre Canadá, con 35 millones de habitantes, y los 28 países y 500 millones de pobladores de la UE, negociado a lo largo de 7 años y que incorpora todos los elementos de modernidad deseables, fue puesto en entredicho por un parlamento provinciano en el pintoresco pueblo de Namur.