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Monday, December 19, 2016

La amenaza económica del populismo nacionalista

Juan Ramón Rallo advierte sobre la amenaza que constituye el populismo nacionalista para la Unión Europea.

La Unión Europea constituye el germen de un mega Estado continental: un nuevo nivel administrativo conducente a cartelizar a los actuales gobiernos nacionales para articular una política económica de carácter intervencionista aún más intrusiva que la actual. Cuanto más avance la UE, más sencillo les resultará a las administraciones europeas coordinar las subidas de impuestos, centralizar la planificación del sector educativo, perseguir a grandes empresas por el mero hecho de ser grandes o armonizar las regulaciones laborales y mercantiles impidiendo el descuelgue liberalizador unilateral de algún país miembro. La centralización burocratizadora de la UE constituye, por consiguiente, un grave peligro para las libertades y la prosperidad de las distintas sociedades que componen Europa.



Pero el auge del populismo nacionalista que se está gestando en el Viejo Continente no es la respuesta a estas inquietantes tendencias centralizadoras de Bruselas. Si algo tiene de positivo la UE es el haber derribado las barreras migratorias y comerciales entre sociedades que hace poco más de medio siglo guerreaban y se mataban entre sí. Tal gesta histórica ha permitido un grado de integración económica jamás disfrutado hasta el momento: la famosa división del trabajo de la que hablaba Adam Smith no queda contingentada dentro de las estrechas fronteras nacionales, sino que se extiende hoy a todo el Continente. A saber, la cadena de valor de cualquier empresa española integra multitud de elementos fabricados en otras partes de Europa (y, también, de fuera de Europa); proceso simétrico al que se da con las empresas alemanas, francesas o italianas.
Tan intensa ha sido esta integración empresarial europea que incluso ha ido acompañada de una integración monetaria y parcialmente financiera. Economías con estructuras productivas dispares que comparten una unidad monetaria y que, ante un shock de primer nivel como una crisis económica, se recoordinan sin necesidad de devaluar como antaño sus respectivas divisas nacionales: simplemente, los cambios en las empresas de un país van de la mano de otros cambios empresariales en otros países. Interdependencia: en lugar de bloques económicos nacionales enfrentados, se está tejiendo una red económica europea.
El proceso, por supuesto, dista de estar desarrollándose sin obstáculos, pero a pesar de todo Europa está económica y socialmente cada vez más integrada merced a la libertad de movimientos de personas, capitales, mercancías y servicios. Es aquí, justamente, donde resulta más peligroso el populismo nacionalista que está rebrotando en Francia, Reino Unido, Italia, Alemania o Austria: en el riesgo de que los distintos movimientos populistas impongan un cambio de régimen económico que regrese al pauperizador proteccionismo de antaño sin de facto solventar los problemas de centralización que sí padece la UE.
Sin ir más lejos, el Instituto Juan de Mariana publicó esta pasada semana un ilustrativo informe sobre la estrategia política del populismo redactado por el profesor de la Universidad Francisco Marroquín, Eduardo Fernández Luiña. Según el profesor Fernández Luiña, el populismo se fundamenta en el aprovechamiento maniqueo y polarizador de una crisis con el propósito de acaparar apoyos en torno a un líder carismático (caudillo) que aspira a representar la voluntad de las masas como paso previo a transformar las instituciones en la dirección de centralizar el poder en su figura.
Es evidente que el populismo nacionalista europeo está siguiendo esa misma estrategia tramposa: instrumentar la actual crisis económica para alterar la arquitectura institucional europea. Mas no para alterarla en una dirección liberalizadora (acabar con la eurocracia de la UE), sino para destruir los pilares básicos sobre los que se ha construido la integración social de las últimas décadas al tiempo que centralizada el poder en sus manos: barreras arancelarias, controles migratorios y regreso a las divisas nacionales inflacionistas. Un cóctel peligroso que nos sumiría en una crisis mucho mayor que la que estamos atravesando. La alternativa a la UE no debe ser el populismo nacionalista, sino una genuina descentralización liberal que abrace el librecambismo con el resto de ciudadanos europeos.
Este artículo fue originalmente publicado en La Razón (España) el 11 de diciembre de 2016.

La amenaza económica del populismo nacionalista

Juan Ramón Rallo advierte sobre la amenaza que constituye el populismo nacionalista para la Unión Europea.

La Unión Europea constituye el germen de un mega Estado continental: un nuevo nivel administrativo conducente a cartelizar a los actuales gobiernos nacionales para articular una política económica de carácter intervencionista aún más intrusiva que la actual. Cuanto más avance la UE, más sencillo les resultará a las administraciones europeas coordinar las subidas de impuestos, centralizar la planificación del sector educativo, perseguir a grandes empresas por el mero hecho de ser grandes o armonizar las regulaciones laborales y mercantiles impidiendo el descuelgue liberalizador unilateral de algún país miembro. La centralización burocratizadora de la UE constituye, por consiguiente, un grave peligro para las libertades y la prosperidad de las distintas sociedades que componen Europa.

Friday, December 9, 2016

La amenaza populista

Juan Ramón Rallo considera que mientras los ciudadanos sigan reconociéndole una autoridad casi absoluta al Estado, los populismos continuarán aflorando.


Juan Ramón Rallo
 
es Director del Instituto Juan de Mariana (España) y columnista de ElCato.org. Juan Ramón obtuvo el tercer lugar en nuestro primer concurso de ensayos, Voces de Libertad 2008.
El fantasma del populismo, ya sea el de izquierdas o el de derechas, recorre Occidente. La ultraderecha nacionalista no ha alcanzado el poder en Austria pero el izquierdista Movimiento 5 Estrellas en Italia sí se ha anotado una victoria de consecuencias difícilmente previsibles para el conjunto de la Eurozona. No será, además, la última amenaza que nos depara el futuro cercano: en pocos meses, Francia se enfrentará a unos comicios decisivos donde Le Penencabeza de momento las encuestas.
Este renovado auge del populismo constituye un fenómeno con inquietantes paralelismos al que ya azotara Europa durante la década de los 30 y, por supuesto, también al continente Latinoamericano durante la segunda mitad del siglo XX. Algunos han pretendido explicar esta vitalidad del populismo como una revuelta del “pueblo” contra las “élites”: una especie de clamor por una mayor participación de la ciudadanía en los asuntos políticos con la finalidad de resolver los problemas que nos son comunes.


La realidad, sin embargo, es bastante distinta. En el último informe del Instituto Juan de Mariana —titulado "Movimientos populistas: ¿Una expresión social del descontento o una estrategia para concentrar poder político?"—, el doctor en Ciencias Políticas y profesor de la Universidad Francisco MarroquínEduardo Fernández Luiña, disecciona el movimiento populista como una estrategia política para alcanzar, consolidar y concentrar el poder. El populismo arranca con una ventana de oportunidad, a saber, una crisis real —aumento del desempleoterrorismo, quiebras empresariales, corrupción generalizada, etc.— o una crisis artificial —la globalización o la desigualdad no asociada al aumento de la pobreza como amenazas—, que es instrumentada a través de un relato maniqueo y polarizante por parte de un frente político que se reclama anti-elitista y representante de los auténticos intereses del pueblo. Y, como es obvio, a la vanguardia de ese frente político se coloca un líder carismático, admirable, confiable e ilusionante que de alguna manera canaliza los anhelos de la población desengañada en su lucha contra la casta.
Semejante estrategia populista es fácilmente reconocible en formaciones tan ideológicamente variopintas como Podemos en España, el Partido Republicano de Trump en EE.UU., el chavismo en Venezuela, el Frente Nacional en Francia, el Movimiento 5 Estrellas en ItaliaSyriza en Grecia o la parte nacionalista y xenófoba del Brexit en Reino Unido. De hecho, en la medida en que todos los políticos aspiran a alcanzar el poder y están dispuestos a mentir y a manipular con descaro, todos se valen de una cierta estrategia comunicativa populista: sin ir más lejos, durante la última campaña electoral, el Partido Popular (PP) recurrió sin complejos al populismo fiscal, prometiendo que iba a rebajar con determinación los impuestos aun siendo consciente de que los volvería a multiplicar.
De ahí que el rasgo definitivo de los movimientos genuinamente populistas vaya más allá de su propaganda polarizadora y caudillista, y consista en la aspiración de construir un nuevo régimen político que subordine los derechos y libertades de los ciudadanos a la voluntad del pueblo representada en la figura del líder carismático y en el resto de cuadros del movimiento. Es decir, el populismo no se contenta con manipular a los votantes para conquistar el gobierno —práctica que, como decimos, comparten todos los políticos— sino que aspira a reconstruir las instituciones para ampliar el poder del Estado y consolidarse en el mando.
Al cabo, los derechos y las libertades individuales —entendidos como restricciones a los ámbitos legítimos de actuación del Estado— constituyen un obstáculo para la resolución de aquella crisis social que ha dado alas al populismo: si el Estado no puede confiscarle la riqueza a los ciudadanos, si no puede prohibirles comerciar con extranjeros, si no puede deportar a los inmigrantes, si no puede controlar los mensajes subversivos de los medios de comunicación, si no puede nacionalizar las industrias estratégicas, si no puede subir masivamente impuestos, si no puede devaluar la divisa, si no puede espiar e intervenir nuestras comunicaciones privadas, si no puede controlar la religión de sus ciudadanos, si no puede, en suma, planificar nuestras vidas y subordinarlas al nuevo régimen verdaderamente expresivo de los deseos de “la gente”, entonces el populismo se convierte en un movimiento maniatado e impotente frente a la problemática social que denunciaba y que lo ha encaramado al poder.
El régimen populista, por tanto, debe ir concentrando y centralizando el poder a través de la erosión de las libertades individuales. En nuestras democracias liberales modernas, esa erosión se canaliza a través de una reforma constitucional que sea habilitante para el Estado: es decir, que lejos de reducir su campo de actuación, lo amplíe con las más variopintas excusas, normalmente agrupadas en torno a cortinas de humo como “derechos de tercera generación” o “regeneraciones democráticas” (todos ellos auténticos pretextos para que el Estado amplía su rango de actuación aun en conculcación de los derechos y las libertades básicas de las personas).
Frenar el avance del populismo —no sólo en su vertiente comunicativa, sino en su estrategia de infiltración y asalto institucional— es crucial para evitar el deterioro del ya precario sistema de libertades actual. Y al populismo se lo ha de combatir esencialmente en el terreno cultural e intelectual: exponiendo ante el público sus mentiras sistemáticas y su liberticida jerarquía moral. Confiar en que la crisis escampe y en que con ella también se diluya la amenaza populista es librarnos del problema sólo a corto plazo, pero para volver a padecerlo en el largo plazo (cuando regrese la próximo crisis): mientras la mayoría de ciudadanos no interioricen la idea de que las crisis y los conflictos no justifican un cercenamiento de las libertades de las personas, el Estado continuará medrando a golpe de shock y el populismo disfrutará de un abonadísimo terreno para expandirse.
Por eso, la verdadera alternativa al populismo, la única forma de contener permanentemente sus cíclicas embestidas, es la extensión social de los valores liberales que imponen estrictos e irrenunciables límites al poder político. Mientras sigamos reconociéndole una autoridad política cuasi absoluta al Estado, los movimientos populistas continuarán floreciendo en cada crisis para tratar de colonizar e instrumentar ese Estado omnipotente. Frente al despotismoarbitrario del populismo, liberalismo.

La amenaza populista

Juan Ramón Rallo considera que mientras los ciudadanos sigan reconociéndole una autoridad casi absoluta al Estado, los populismos continuarán aflorando.


Juan Ramón Rallo
 
es Director del Instituto Juan de Mariana (España) y columnista de ElCato.org. Juan Ramón obtuvo el tercer lugar en nuestro primer concurso de ensayos, Voces de Libertad 2008.
El fantasma del populismo, ya sea el de izquierdas o el de derechas, recorre Occidente. La ultraderecha nacionalista no ha alcanzado el poder en Austria pero el izquierdista Movimiento 5 Estrellas en Italia sí se ha anotado una victoria de consecuencias difícilmente previsibles para el conjunto de la Eurozona. No será, además, la última amenaza que nos depara el futuro cercano: en pocos meses, Francia se enfrentará a unos comicios decisivos donde Le Penencabeza de momento las encuestas.
Este renovado auge del populismo constituye un fenómeno con inquietantes paralelismos al que ya azotara Europa durante la década de los 30 y, por supuesto, también al continente Latinoamericano durante la segunda mitad del siglo XX. Algunos han pretendido explicar esta vitalidad del populismo como una revuelta del “pueblo” contra las “élites”: una especie de clamor por una mayor participación de la ciudadanía en los asuntos políticos con la finalidad de resolver los problemas que nos son comunes.

Wednesday, August 24, 2016

La amenaza de la democracia 'iliberal'

Hace un par de decenios el futuro de la democracia parecía promisorio. La democratización iniciada en Europa del Sur a mediados de los años 70 fue seguida, en los 80, por procesos similares en América Latina y en la región Asia-Pacífico. Luego, a partir del derribo del Muro de Berlín, se extendió a Europa del Este y África Subsahariana. El optimismo era por entonces generalizado y se hablaba de la "tercera ola de democratización", pero el tiempo de las ilusiones duró poco. Pronto se pudo constatar que muchas de las nuevas democracias desarrollaban fuertes tendencias autoritarias, alejándose del Estado de Derecho y de aquellos derechos y libertades individuales propios de las democracias liberales.



Fue Fareed Zakaria, editor de la prestigiosa revista Foreign Affairs, quien ya en 1997 dio la señal de alarma en un ensayo titulado "El auge de la democracia iliberal". A su juicio, el "liberalismo constitucional", es decir, una legalidad que protege las libertades civiles y pone límites al poder de los gobernantes, "ha conducido a la democracia, pero la democracia no parece conducir al liberalismo constitucional". En ese mismo texto Zakaria hizo una predicción que, en general, ha mostrado ser correcta: los grandes conflictos políticos del siglo XXI no serían, como aquellos del siglo XX, entre democracia y dictadura, sino dentro de la democracia, entre la concepciones liberal e iliberal de la misma.
La tendencia de la democracia a no aceptar ningún límite y adoptar formas reñidas con la libertad, transformándose en lo que Tocqueville llamó la "tiranía de la mayoría", tiene una larga historia. Fue justamente esa tendencia lo que terminó hundiendo el primer experimento democrático conocido: el realizado en la Atenas clásica. Sobre ello, el célebre historiador inglés Lord Acton nos ha dejado unas líneas dignas de ser repetidas:
La posesión del poder ilimitado (…) ejerció su influencia desmoralizadora sobre la ilustre democracia de Atenas. Malo es ser oprimido por una minoría, pero peor es serlo por una mayoría, porque en el caso de las minorías existe en las masas un poder latente de reserva que, de ser activado, pocas veces es resistido por la minoría. Pero cuando se trata de la voluntad absoluta del pueblo, no hay recurso, salvación ni refugio.
El peligro de un autoritarismo mayoritario que pasase a llevar las libertades individuales estuvo en el centro de las preocupaciones de los padres de la primera gran democracia moderna, la de Estados Unidos. Pocos han reflexionado tanto sobre la necesidad de la democracia de limitarse para no transformarse en enemiga de la libertad como James Madison, Alexander Hamilton y Thomas Jefferson.
La solución a la que arribaron fue la creación de un sistema constitucional de división del poder y checks and balances (controles y contrapesos) entre las distintas instancias gubernativas complementado por un carta de derechos individuales (Bill of Rights) de rango constitucional. Este conjunto de protecciones contra la acumulación del poder y los humores temporales de la mayoría fue, a su vez, resguardado por la exigencia de altísimas mayorías calificadas para poder efectuar cambios constitucionales. Para ser aprobada, una enmienda debe reunir el voto favorable de dos terceras partes del Congreso y ser ratificada por tres cuartas partes de los estados de la Unión. Por ello es que en los últimos dos siglos apenas 15 enmiendas a la Constitución de los Estados Unidos han sido aprobadas.
La tensión entre libertad individual y poder colectivo constituye, como se ve, el dilema eterno de la democracia, pero hoy se ve agudizado por la existencia de un creciente número de partidos y movimientos autoritarios o directamente totalitarios que buscan llegar al poder por la vía democrática. Esto ocurre con frecuencia en el mundo musulmán, América Latina y Europa del Este, pero también puede llegar a ocurrir en Europa Occidental, bajo la presión de un populismo radical tanto de izquierda como de derecha. En este sentido, Podemos, Syriza y el Frente Nacional francés no son más tres rostros de una misma amenaza. Todos ellos están inspirados por ideologías colectivistas y, de poder hacerlo, no trepidarán en usar la democracia contra la libertad.
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La amenaza de la democracia 'iliberal'

Hace un par de decenios el futuro de la democracia parecía promisorio. La democratización iniciada en Europa del Sur a mediados de los años 70 fue seguida, en los 80, por procesos similares en América Latina y en la región Asia-Pacífico. Luego, a partir del derribo del Muro de Berlín, se extendió a Europa del Este y África Subsahariana. El optimismo era por entonces generalizado y se hablaba de la "tercera ola de democratización", pero el tiempo de las ilusiones duró poco. Pronto se pudo constatar que muchas de las nuevas democracias desarrollaban fuertes tendencias autoritarias, alejándose del Estado de Derecho y de aquellos derechos y libertades individuales propios de las democracias liberales.