En su famoso artículo de 1948, El Juicio de Paris (Das Parisurteil), Karl Reinhardt planteó lo siguiente:
Así como la eternidad y magnificencia de los dioses son preservadas al costo de la transitoriedad y trágica fragilidad de los hombres, así también éstas son preservadas como medios para la grandeza humana al costo de cierto fracaso divino.
Este principio de equilibro espiritual, cuando se aplica a la dimensión económica, implica que alguien “debe” perder lo que otro está ganando. Muchas personas creen que esto ocurre siempre y que, por lo tanto, quienes tienen muchos recursos solamente pudieron obtenerlos a costa de otras personas y que la única situación económica universal verdaderamente justa sería una en la que los recursos estén repartidos de forma igualitaria. Estas personas, por supuesto, están equivocadas. El principio de Reinhardt se aplica a la dimensión económica solamente cuando ocurre una transferencia sin intercambio.
Jorge Gómez, en su artículo Todos los tiranos se van al cielo, advierte con iluminada clarividencia, que muchas revoluciones que prometían distribuir el poder entre los ciudadanos al arrancárselo al tirano (unipersonal o colectivo) de turno terminaron por acaparar este poder en las manos de un nuevo dueño. Allí menciona los casos de la Revolución Francesa (Napoleón Bonaparte), la Revolución Bolchevique (la URSS) y la Revolución Cubana (Fidel Castro). Son casos en los que vemos aplicado el principio de Reinhardt a la dimensión política: Un régimen nuevo adquiere poder a costa de otro antiguo, es decir, ocurre una transferencia sin intercambio.
En el ámbito económico, el principio de Reinhardt se supera cuando la transferencia de riqueza implica un intercambio voluntario. Un intercambio involuntario no satisface los requisitos para escapar del principio de Reinhardt. Sobre la base del intercambio voluntario, pues, resulta posible escapar de este principio y crear nueva riqueza para incrementar el proceso de intercambio voluntario en un proceso que parece mágico.
Por tanto, parece lógico que aspiremos a imitar estas condiciones en el ámbito del poder. No solo porque resulta justo liberar de la opresión del Estado a los individuos, sino también porque así sería posible superar el principio de Reinhardt y crear más poder para que sea “intercambiado” entre los individuos. Se trataría de una forma de distribuir el poder efectivamente entre las personas. Pero no sólo de distribuirlo, sino de incrementarlo en sus manos.
Tal como ocurre en economía, la no intervención del Estado suele ser suficiente para que ocurra un desarrollo sostenible o incluso notable del poder individual. No obstante y a pesar del intervencionismo estatal, sabemos que resulta posible obtener crecimiento económico (y la consecuente superación de la pobreza) decente o sobresaliente. La situación no ha de ser distinta en la dimensión del poder.
Como defensor de la libertad, me opongo tanto a las prohibiciones como a las autorizaciones del Estado. Considero que el Estado no tiene la facultad ni para prohibir ni para permitir las acciones individuales, mucho menos para dar órdenes sobre nuestra actividad. Me parecen ofensivas las campañas que proponen o prohíben cualquier fenómeno de la actividad humana, puesto que implican que el Estado tiene la facultad de darnos permiso para hacer o no hacer algo. ¿Qué clase de locura es ésta? Nadie tiene la facultad de dirigir las vidas de otras personas y, puesto que nadie la tiene en sí, tampoco nadie la puede delegar en una institución o en otra persona.
Aunque reconozco que hemos logrado grandes avances en el desarrollo humano tanto económico como político durante los últimos dos siglos, tengo la profunda convicción de que esto no ha ocurrido gracias a la existencia del Estado, sino a pesar del Estado. Por lo tanto, considero que un mayor desarrollo futuro tiene que ir de la mano con una reducción gradual del tamaño del Estado y sus funciones hasta el punto que sea mínimo. Sabemos por experiencia histórica que una supresión repentina tiene como resultado una mera transferencia de poder a otras manos. Algo a lo que al menos yo no aspiro. Hoy tenemos buenas herramientas y deberíamos aprovecharlas para darle valor a nuestras interacciones voluntarias sin que el Estado siquiera lo note o se tenga que inmiscuir. Así contribuimos positivamente al desarrollo general de la humanidad.
El principio de Reinhardt es aceptado como una realidad inevitable en el ámbito económico, pero ignorado con sorprendente inconsciencia en el ámbito político. Vale la pena que nos demos cuenta y hacer que otros se den cuenta de que las transferencias de riqueza o de poder pueden ocurrir de distintas maneras y que, mientras las involuntarias nos condenan al estancamiento, las voluntarias impulsan el desarrollo general de la humanidad.
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