Joseph S. Nye
Joseph S. Nye, Jr., a former US
assistant secretary of defense and chairman of the US National
Intelligence Council, is University Professor at Harvard University. He
is the author of Is the American Century Over?
CAMBRIDGE
– El mes pasado, cincuenta ex funcionarios de seguridad nacional,
quienes prestaron servicios de alto nivel durante gobiernos republicanos
desde el de Richard Nixon al de George W. Bush, publicaron una carta
en la que indicaban que no votarían por el candidato presidencial de su
partido, Donald Trump. Ellos indicaban que: “un presidente debe ser
disciplinado, debe controlar sus emociones y debe actuar únicamente
después de reflexionar y deliberar cuidadosamente”. En pocas palabras
dijeron que “Trump carece del temperamento que se necesita para ser
Presidente”.
En
terminología de la teoría del liderazgo moderno, Trump tiene un déficit
de inteligencia emocional – es decir tiene un déficit en cuanto al
dominio de sí mismo, la disciplina y la capacidad empática que permite a
los líderes canalizar las pasiones personales y atraer a otros.
Contrariamente a la opinión que dice que los sentimientos interfieren
con el pensamiento, la inteligencia emocional – que incluye dos
componentes principales: el dominio de sí mismo y la capacidad de
comprender a los demás – sugiere que la capacidad de comprender y
regular las emociones pueden hacer que el pensamiento, en general, sea
más eficaz.
Si
bien el concepto es moderno, la idea no es nueva. Las personas
prácticas han entendido desde hace tiempo su importancia en el
liderazgo. En la década de 1930, llevaron a Oliver Wendell Holmes, ex
juez de la Corte Suprema y veterano de la guerra civil de brusco hablar,
para que conozca a Franklin D. Roosevelt, quien como él también se
graduó de Harvard, pero que no había sido un estudiante distinguido en
dicha institución. Le preguntaron posteriormente sobre sus impresiones
del nuevo presidente, y Holmes dijo sarcásticamente: “intelecto de
segunda clase; temperamento de primera clase”. La mayoría de los
historiadores estaría de acuerdo con la aseveración de que el éxito de
Roosevelt como líder se sustentaba más en su cociente de inteligencia
emocional que en su cociente de inteligencia analítica.
Los
psicólogos han tratado de medir la inteligencia desde hace más de un
siglo. Pruebas generales de cociente intelectual miden dichas
dimensiones de la inteligencia como la comprensión verbal y el
razonamiento perceptivo, pero las puntuaciones del cociente intelectual
predicen sólo alrededor del 10 al 20% de la variación en el éxito que se
obtiene en la vida. El 80%, que aún permanece sin explicación, es
producto de cientos de factores que se desarrollan con el transcurso del
tiempo. La inteligencia emocional es uno de ellos.
Algunos
expertos sostienen que la inteligencia emocional tiene el doble de
importancia en comparación con las habilidades técnicas o cognitivas.
Otros sugieren que desempeña un papel más modesto. Por otra parte, los
psicólogos difieren sobre cómo las dos dimensiones de la inteligencia
emocional – el autocontrol y la empatía – se relacionan entre sí. Bill
Clinton, por ejemplo, tenía una puntuación baja en el primer componente,
pero una puntuación alta en el segundo. Sin embargo, los expertos están
de acuerdo en que la inteligencia emocional es un componente importante
del liderazgo. Richard Nixon probablemente tenía un coeficiente
intelectual superior en comparación al de Roosevelt, pero una
inteligencia emocional mucho más baja.
Los
líderes utilizan la inteligencia emocional para manejar su “carisma” o
magnetismo personal a lo largo de contextos cambiantes. Todos nos
presentamos ante los demás en una variedad de formas con el propósito de
manejar las impresiones que causamos: por ejemplo, nos “vestimos para
el éxito”. Los políticos, también, se “visten” de manera diferente para
presentarse frente a distintos públicos. El personal de Ronald Reagan se
hizo famoso por su eficacia en el manejo de las impresiones. Incluso un
áspero General como lo fue George Patton solía practicar cómo fruncir
el ceño delante de un espejo.
El
manejo exitoso de las impresiones personales requiere un poco de la
misma disciplina emocional y habilidades que poseen los buenos actores.
La actuación y el liderazgo tienen mucho en común. Ambos combinan el
autocontrol con la capacidad de proyectar. La experiencia previa de
Reagan como actor de Hollywood le fue muy útil en este sentido, y
Roosevelt, a su vez, fue también un consumado actor. A pesar de que
sufría dolores y tenía dificultad para mover las piernas lisiadas por la
poliomielitis, FDR mantuvo un rostro sonriente, y tuvo la precaución de
evitar ser fotografiado en la silla de ruedas que utilizaba.
Los
seres humanos, al igual que otros grupos de primates, centran su
atención en el líder. Independientemente de que los directores
ejecutivos y presidentes se den cuenta o no, las señales que ellos
transmiten siempre son observadas de cerca. La inteligencia emocional
implica la conciencia y el control de dichas señales, y la
autodisciplina que evita que las necesidades psicológicas personales
distorsionen las políticas. Nixon, por ejemplo, podía diseñar
estrategias de política exterior; pero era menos capaz en cuanto a
manejar las inseguridades personales que le llevaron a crear una “lista
de enemigos”; inseguridades que, a la postre, le condujeron a su caída.
Trump
tiene algunas de las habilidades de la inteligencia emocional. Él es un
actor cuya experiencia como anfitrión de un programa de telerrealidad
le permitió prevalecer en el muy colmado grupo de postulantes a
candidatos durante las elecciones primarias republicanas, así como
atraer considerable atención de los medios de comunicación. Al vestirse
para la ocasión con su distintiva gorra roja de béisbol con el eslogan
que dice “Hagamos a América grandiosa otra vez”, parecía haber burlado
al sistema con una estrategia ganadora de utilización de declaraciones
“políticamente incorrectas” con el objetivo de centrar la atención sobre
sí mismo y ganar una cantidad enorme de publicidad gratuita.
Pero
Trump ha demostrado tener deficiencias en términos de autocontrol, que
lo dejan incapaz de desplazarse hacia el meollo de las elecciones
generales. Del mismo modo, él no ha podido mostrar la disciplina
necesaria para dominar los detalles de la política exterior, con el
resultado de que, a diferencia de Nixon, se le percibe como ingenuo con
respecto a asuntos mundiales.
Trump tiene reputación de ser peleón en sus interacciones con sus pares, pero eso no es malo per se. Como señaló
el psicólogo de Stanford Roderick Kramer, el presidente Lyndon Johnson
era peleón, y muchos empresarios de Silicon Valley tienen un estilo
intimidador. Pero Kramer denomina a tales personajes como peleones con
una visión que inspira a otros a querer seguirles.
Y
el narcisismo de Trump le ha llevado a reaccionar de forma exagerada, a
menudo contraproducente, frente a la crítica y las afrentas. Por
ejemplo, se vio envuelto en una disputa con una pareja musulmana
estadounidense cuyo hijo, un soldado estadounidense, murió en Irak, así
como en una pequeña y tonta riña con Paul Ryan, el presidente de la
Cámara de Representantes, misma que sobrevino tras que Trump se sintiera
menospreciado. En dichas ocasiones, Trump pisoteó su propio mensaje.
Es
esta deficiencia en su inteligencia emocional la que le ha costado a
Trump el apoyo de algunos de los más distinguidos expertos en política
exterior de su partido y del país. Citando las palabras de los
mencionados expertos, “él es incapaz o no está dispuesto a separar la
verdad de la falsedad. Él no estimula puntos de vista conflictivos.
Carece de autocontrol y actúa impulsivamente. Él no puede tolerar la
crítica”. O, como Holmes diría, Trump ha sido descalificado por su
temperamento de segunda clase.
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