Mercados libres para hombres libres creando sociedades libres.
Wikipedia
Search results
Friday, August 26, 2016
Sobre el derecho de secesión: un enfoque filosófico
Por: Adrián Rodríguez.
Es frecuente en los debates libertarios abordar la materia del
problema de la secesión, la independencia o la autodeterminación, desde
un punto de vista jurídico. Perdidos en esa clase de asuntos pocas veces
nos preguntamos por el origen de los términos que defendemos y pocas
veces nos interesamos por el origen de su poder. Es necesario
complementar la materia del debate con un riguroso análisis lógico y
lingüístico de la estructura de todo discurso independentista,
precisamente, para llenar ese vacío dentro del pensamiento libertario y
poder juzgar adecuadamente los fundamentos de su defensa jurídica.
El eje central de este artículo será la siguiente pregunta: ¿quién
firma y con qué nombre, supuestamente propio, el acto a la vez
declarativo y a la vez efectivo, de la fundación de un nuevo Estado? Hay, en la base de esta tesis, cuatro importantes puntos fundamentales que desarrollaré a lo largo de estas páginas:
1. Estructura intencional.
Una declaración de independencia no sólo afirma un hecho, sino que lo
ejecuta. Realiza, en acto, aquello mismo que anuncia que hace. Lejos de
ser este un asunto baladí, introduce una suerte de temporalidad lógica
desconcertante que es preciso saber identificar; 2. El signatario real.
Tras cada declaración de independencia hay una red interminable de
representantes de representantes que intervienen en su redacción y en su
proclamación. Pero es preciso, en términos filosóficos, localizar la
fuente última de su legitimidad, la verdadera fuente de su autoridad,
para realizar un estudio profundo de sus implicaciones éticas y
políticas reales; 3. El acto de fundación. La
declaración de independencia funda una nueva red institucional de
gobierno. Esto quiere decir una cosa y sólo una: crea y funda nuevos
marcos de derecho que continúan y a la vez desmantelan, parte de los
anteriores; 4. La firma. La signatura es la grafía
final de toda declaración. No obstante, produce efectos reales sobre los
acontecimientos sociales: produce que todo encuentro fortuito entre los
individuos deje de ser accidental y adquiera un peso ideológico
preciso, más allá de los hechos mismos, pues eleva un mero escrito a la
dignidad de un contrato o pacto político.
De estos puntos, se derivan las siguientes preguntas fundamentales: ¿quién es el signatario de derecho
de una declaración de independencia? ¿qué quiere decir aquí: “de
derecho”? ¿Quién o qué define el peso jurídico de esa autoridad legal? Aclaremos todos estos conceptos. Paradigma: Declaración de Independencia de EEUU. Thomas
Jefferson escribió la declaración, pero no fue su signatario de
derecho. Jefferson escribe, pero no firma. Representa a los
representantes que delegaron en él, la tarea de redactar lo que ellos
querían decir, pero que confesaron no tener el talento necesario para
hacerlo por ellos mismos. Además, cuidaron mucho de que Jefferson
respetara esa posición de secretario, pues mutilaron y retocaron partes
importantes de la versión preliminar con el fin de ajustarlo al espíritu
adecuado. En rigor, Jefferson no escribe, sino que redacta. Redacta el
contenido “dictado” por los representantes del pueblo americano: «representatives of the United States of America, in General Congress, Assembled».
No obstante, los representantes tampoco firman. Aclaremos esto: al
igual que Jefferson, en realidad, firman de hecho, pero no firman de
derecho. Escriben su nombre al final de la hoja, pero ese acto no tiene
valor propio, pues no firman en su nombre. Firman en nombre de otros,
también por otros y en lugar de otros y contra otros. Pues incluso sus
firmas, a la vez, expulsan las firmas de los disidentes, de los
excluidos, de los marginados, de los opositores al proceso político en
juego. Es decir: firman y declaran la independencia del nuevo estado «in the name of…». O dicho con sus propias palabras: «We, therefore, the representatives of the United States of America, in General Congress, Assembled, (…) in the name and by the Autority of the good people of these (…) free and independent states…».
Es curioso pues, que el signatario de derecho, el signatario
legítimo, sea el único que, en realidad, no firme de hecho. Thomas
Jefferson, el espíritu de la declaración, recordemos, tampoco firmó su
escrito, sino un escrito mutilado, censurado y recortado: un escrito que, por eso, dejó de ser el escrito que le hubiera gustado firmar.
Podría parecer, entonces, que los representantes son los dueños de la
declaración, pero no es el caso. Los que mutilaron el escrito para
adaptarlo al espíritu emancipador, no obstante, también declaran firmar
en nombre de otros. ¿Quién es entonces, el verdadero firmante de la declaración?
La respuesta, en un primer momento, podría parecer evidente, dada la
frase antes citada: el “pueblo benevolente” (que, dicho sea de paso, el
adjetivo benevolente, como es fácil ver, es una importante precisión que
dota de legitimidad y garantiza valor político a la firma del
representante). Este buen pueblo, parece ser el protagonista de la
historia que se está comenzando a construir. Este nuevo pueblo, según
parece, se declara independiente y delega esa declaración, así como la
fundación de las nuevas instituciones a tal efecto, en manos de sus
representantes y estos, a su vez, delegan su tarea en otro representante
para la encarnación de ese espíritu, en un escrito jurídico: Thomas
Jefferson. Atienda el lector a la sutil cadena de representantes y a la
forma en esta produce ciertas paradojas en la determinación del sentido
de su legitimidad. El eje central del problema es: ¿qué hace que
esta cadena tenga, al final, cierta legitimidad, cuando el poder y la
responsabilidad se dispersa tanto? ¿Dónde se detiene la autoridad de la
misma? ¿qué condiciones debe cumplir para ser legítima?
La postulación de un derecho de independencia es una extraña mezcla
de elementos (hipocresía, equívoco, indecibilidad y ficción). Toda
declaración de independencia es, hasta cierto punto, una ficción
cognitiva, una redacción ideológica de naturaleza política. Se ve de
forma patente en el escrito clásico estadounidense. El pueblo
benevolente, el buen pueblo, la buena gente, reclama su independencia y
hace a otros firmar, en su nombre, su propia declaración. El escrito,
sin duda, parece un complejo juego de simulacros:
«Nosotros, esos que no hemos escrito, ni estamos frente al
escrito, ni podemos firmar de hecho, pero que somos los firmantes de
derecho, esos que, en fin, estamos ausentes en el momento de la
proclamación, nosotros, el pueblo benevolente, declaramos nuestra
independencia».
Ahora bien, ¿existe acaso el famoso “pueblo benevolente” del que
habla la declaración? ¿Existe un “nosotros” norteamericano, una nación,
con necesidad y autoridad política, para independizarse? La
respuesta, en este caso, es negativa. Analíticamente hablando, en rigor,
tal cosa como una nación o un pueblo, no ha sido constituido todavía en
un plano conceptual, antes del instante de la firma de la declaración.
De existir con anterioridad (si tal cosa como un cerebro colectivo puede
existir, en realidad), ¿por qué iba a tener la necesidad de
declararlo?¿Por qué necesitar postular la independencia, cuando la
identidad no está concluida, cuando aún no hay identidad plena? Pues, en el fondo, ¿no
se firma una declaración de independencia, precisamente, para completar
la identidad inconclusa de un nuevo pueblo? ¿Para hacer que eso, que
todavía no existe por completo, definitivamente exista? Si esto es
verdad, es decir, si no hay pueblo, si no hay nación que, en último
término, pueda firmar su propia declaración de independencia, ¿quien es el que firma, entonces? ¿Quién es, en pocas palabras, el verdadero firmante?
Profundicemos en ese punto. En todos los casos,el origen de un estado o de un pueblo no es un proceso natural, es un don que otorga el acto artificial de la firma.
De modo análogo a un contrato de compra-venta, en donde A no pasa a ser
dueño de la propiedad de B hasta que no se haya firmado nada, en la
declaración de independencia pasa algo parecido. La firma de una
declaración, en última instancia, otorga el derecho a un origen
nacional, a la libertad, a la independencia y a la autodeterminación del
futuro de la propia historia. La firma, de alguna forma, inventa
siempre a su signatario. En este caso, la firma define el
contorno de una identidad nacional, define un vínculo de pertenencia y
define una comunión entre semejantes, entre iguales. La firma política colectiviza, hace masa, reúne individuos bajo un mismo signo político: firmar políticas es un acto tribal.
Por eso es un acto tan poderoso. La firma, en fin, no marca o señala el
final efectivo de un texto sino, precisamente, el comienzo mismo del
texto; la firma no concluye el proceso político, sino que lo inicia y lo
hace posible.
La firma, da un nombre al pueblo de reciente creación y le otorga un
poder, una autoridad legítima que gobernará y determinará el curso de su
historia. Ahora bien, ¿qué o quién autoriza a firmar a ese pueblo,
aún no constituido, aún por hacer y por fundar? ¿Quién o qué ofrece el
privilegio de poder firmar con dicho fin, cuando no se tiene la
autoridad suficiente para firmar sólo? Y en último término: ¿por qué la firma tiene efectos políticos tan cruciales?
La respuesta es sencilla: porque la firma tiene el poder de fundar institucionalmente un relato político y fundamentarlo en absolutos filosóficos.
El poder de la firma reside en que esta hace posible que un sistema de
ideas (una ideología) se convierta en un derecho. De otra manera: hace que el hecho institucional que está en marcha se vuelva marco de derecho.
Las instancias absolutas, en todo contexto ideológico dado, son las
fuentes últimas de poder que legitiman el acto de poder de la firma, así
como las instituciones generadas en el proceso emancipatorio. Los
absolutos elegidos por un pueblo, para fundar su identidad, son el
reflejo directo de sus valores y códigos morales como pueblo y
determinarán, por ello, el curso de su desarrollo histórico y de su
progreso.
Volvamos, para profundizar en esto, a la Declaración de Independencia de EEUU. ¿Cuál es, en este caso, el absoluto que da poder político a la declaración? Vayamos al propio texto:
«When in the course of human events, it becomes necessary for one
people to dissolve the political bands which have connected them with
another; and to assume, among the Power of the Earth, the separate and
equal station to which the Laws of Nature and of Nature´s God
entitle them, a decent respect to the opinions of mankind requires that
they should declare the causes which impel them to te separation. We
hold these truths to be self-evidente, that all men are created equal,
that they are endowed by their Creator with certain inalienable Rights…»
Sirva este artículo para demostrar un hecho crucial en la existencia del hombre, a saber: quees imposible vivir sin absolutos.
Sólo los absolutos son capaces de detener las ficciones ideológicas
producidas por las cadenas interminables de representantes de
representantes. Un absoluto es el nombre propio que rellena el contenido
vacío de una firma sin sujeto: pues allí donde las cadenas de representantes se multiplican, el individuo acaba por difuminarse entre la masa.
El absoluto es la fuerza simbólica que determina los límites de lo que
puede ser dicho y pensado con sentido en una sociedad dada. Además, los
absolutos no están dados en la naturaleza a la espera de que los
encontremos, sino que son el fruto de la elección de los hombres y a la
vez, causa directa de sus valores morales, dado que constituyen su
identidad y le dan su función política.
Para los estadounidenses, ese absoluto es Dios. Pues es en nombre de Dios que firman su propia declaración. Firman, en fin, en nombre de quien (según dicen) dotó al hombre de una naturaleza inalienable.
Cuando un representante dice que firma en nombre de Dios, en el fondo,
confiesa no tener poder suficiente para firmar con su nombre. Dios, para
los padres fundadores, creador de las leyes naturales, legitima y
vuelve dignas todas aquellas leyes humanas basadas en el orden lógico de
su obra. La obra del hombre, parece decir la declaración, debe emular
la obra de su creador (pues los hombre son creados iguales, a la imagen y
semejanza de su creador). Así es como esta declaración, modelo lógico y
estructural de toda declaración de independencia posible, contiene la
semilla mística y anti-racional de su propia autodestrucción,
precisamente, por la mala elección de sus absolutos.
La obra del hombre debe reconocer el suceder real de la naturaleza,
el curso de los eventos humanos, tal como estos se desarrollan
empíricamente. El sistema de absolutos de una nación, de un estado, es
el fiel reflejo de su sistema de valores. Un pueblo que desprecia a sus
individuos adorará los ídolos tribales de una pandilla
de salvajes y reconocerá la fuerza como su medio de dominio; un pueblo
que se siente elegido por un ser superior, defenderá el sacrificio de
sus ciudadanos a favor de alcanzar los fantasmas de un paraíso
inexistente; un pueblo que reconoce la integridad y la independencia de
sus miembros, adorará al hombre orgulloso y libre, héroe de su propia
vida. La cuestión se encuentra, por tanto, en los absolutos que
empleamos para legitimar nuestras apuesta personales o colectivas de
emancipación y aquí, la mejor respuesta, es evidente. El hombre es
soberano de la fuente de su virtud y de su excelencia. Su razón es su
verdadero y único amo y el instrumento que hace posible su
supervivencia. Por esa razón, ni los redactores de la
declaración, ni los múltiples representantes, ni los pueblos
benevolentes, ni Dios alguno, pueden ocupar, de forma legítima, el lugar
que la historia le tiene reservado a la mente racional del ser humano
para la conquista de la realidad.
La independencia, en pocas palabras, es la propiedad legítima de los
individuos y no de los colectivos, políticos o falsos conceptos, que se
encargan de la proclamación de los textos de las declaraciones de
independencia. Negar esta realidad, en fin, es condenar al nuevo estado
que pretende independizase a su futura e inevitable corrupción moral.
Este punto debemos tenerlo claro: todo pueblo que aspire a la
emancipación debe ser juzgado por los absolutos que ha escogido, de
forma libre y voluntaria, para definir su autoridad e independencia.
No comments:
Post a Comment