Friday, August 5, 2016

Libertad en todo


La Libertad es indivisible. Los colectivistas que, en virtud de una arcaica y superada clasificación, llamamos “de izquierdas” intentan hacernos creer que se puede alcanzar un nivel satisfactorio de libertad personal sin que la economía sea libre. Y los colectivistas “de derechas” quieren que creamos que la libertad económica puede funcionar mientras las decisiones personales están condicionadas por el Estado. Ambos se equivocan. Los índices mundiales que miden las diferentes facetas de la libertad presentan en general una importante correlación entre ellas. Y también los rankings de desarrollo y bienestar que publican los organismos internacionales arrojan resultados que indican una relación directa con la libertad. Se suele decir que la “izquierda” hace todo lo posible por meterse en nuestros bolsillos y la “derecha” en nuestra moral. En realidad, cada una de ellas intenta también, secundariamente, meterse en la otra área. Ambas son dos caras de la misma moneda: la del intervencionismo de un Estado todopoderoso que socava nuestra soberanía individual. Frente a ese intervencionismo, los libertarios proponemos libertad en todo.


La legitimidad democrática es adecuada para la adopción de aquellas decisiones que necesariamente tienen que tomarse en común, que son muy pocas
Las masas asustadizas se tragan la falacia que las élites les cuentan para aprovecharse de ellas: que la libertad es mala y peligrosa, que hace falta un orden concienzudamente planificado y, para ello, la proliferación de un amplio aparato estatal, el cual tiene la capacidad de organizarnos a todos de forma más sabia que nosotros mismos. La guinda del pastel mentiroso es que esa compleja, costosa y entrometida maquinaria estará controlada democráticamente por sus súbditos. Primero, en la realidad eso no sucede casi nunca, como no sea en comunidades extremadamente pequeñas y siempre de forma efímera. Segundo, la legitimidad democrática es adecuada para la adopción de aquellas decisiones que necesariamente tienen que tomarse en común. Tercero, esas decisiones son muy pocas, o deberían serlo. Máxime en el marco de una revolución tecnológica que permite devolvérselas a cada individuo para que decida su camino, que puede ser distinto del de otra persona y discurrir en paralelo sin que ninguno perjudique al otro.
En las etapas previas era frecuentemente necesario escoger un camino común para todos, y por ello era muy relevante la legitimación de los gobernantes sobre los que pesaba esa responsabilidad. Y así prosperó el Hiperestado insoportable que hoy padecemos. Pero en la actualidad, en la era de la información, es innecesaria e insidiosa esa pretensión colectivista de que todo se decida “entre todos” (lo que, bien traducido, significa en realidad que deciden inevitablemente las élites interpretadoras del colectivo). La acción de cada ser humano no debe tener más límites que los estrictamente imprescindibles para proteger la libertad y la propiedad de otro (pero de otro concreto, no de un vago “interés general” decidido por las élites). Lo que sobra en esta época de la red distribuida, de la economía colaborativa, de la interacción directa entre personas, es un poder superior convencido de que tiene derecho a  prohibirnos infinidad de cosas y a obligarnos a otras muchas, para ejecutar sus propios planes de ingeniería social, cultural, moral, lingüística, económica o de cualquier otra naturaleza.
Toda colectivización forzosa de decisiones que podrían adoptarse de forma individual es una usurpación
Las comunidades humanas que deseen vivir conforme a un código de valores compartido, el que sea, están en su derecho de hacerlo. Los individuos que quieran forma parte de una de ellas o dejar de hacerlo, también. Los kibbutzim, las comunas, los pueblos amish y cualquier otra comunidad, ya sea religiosa o ideológica, de un signo o de otro, son posibles y respetables en un marco de libertad. Lo que no es soportable ya es que el Estado pretenda “organizar” a la totalidad de la gente, a la sociedad en su conjunto, imponiéndole valores concretos, como tampoco imponiéndole decisiones económicas. No, no somos una gran comuna única regentada por el Estado, ni tenemos la obligación de dejarnos moldear por él, ni de alinearnos con los valores que su cúpula de expertos decida, ni está él legitimado para quitarnos la mitad de lo que ganamos y aplicar esa riqueza a los fines que él quiera. Es que la legitimación es individual, y las materias y ámbitos de necesaria codecisión por parte de todos los ciudadanos ya son, afortunadamente, muy pocos. Toda colectivización forzosa de decisiones que podrían adoptarse de forma individual es una usurpación.
Una alta libertad personal en las cuestiones morales coincide habitualmente con altos índices de desarrollo y de libertad en sus restantes aspectos
Mucho se ha escrito sobre la importantísima faceta económica de la libertad, y varios índices la miden anualmente país por país. Otros ámbitos de la libertad son objeto también de análisis habitual, desde la libertad de prensa o la libertad religiosa hasta la libertad humana general, que también se reporta mediante estudios periódicos y tablas de países. Sin embargo, no se había realizado hasta ahora el ejercicio de clasificar a los países por el grado de libertad individual ante las decisiones de índole ética o moral. Junto a Andreas Kohl he realizado un estudio cuyos resultados principales no nos han sorprendido demasiado. Tal como era previsible, los Países Bajos encabezan el ranking de libertad moral, que cierra Arabia Saudí en el puesto 160. Casi todos los países comunistas que aún quedan en el mundo, así como los de legislación islámica, quedan por debajo de la mitad de la tabla, obteniendo en algunos casos puntuaciones dramáticamente bajas. Europa Occidental —incluyendo de forma destacada a la Península Ibérica— y casi todo el continente americano, con la notable excepción centroamericana, obtienen altas puntuaciones. Entre los indicadores empleados se encuentra el condicionamiento religioso del Estado, la libertad religiosa de los individuos, la libertad bioética, la situación legal de las drogas, las libertades de índole sexual, la libertad de movimientos y acción de la mujer, la legislación sobre las relaciones entre personas del mismo sexo y también sobre la cohabitación de parejas no casadas, etcétera. Al tratarse de la primera edición no podemos aún analizar la evolución de cada país, que será interesante contrastar con la de los demás índices de libertad. Pero sí constatamos que una alta libertad personal en las cuestiones morales coincide habitualmente con altos índices de desarrollo y de libertad en sus restantes aspectos. Allí donde el Estado retrocede, la Libertad trae prosperidad.

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