La Libertad es indivisible. Los colectivistas que, en
virtud de una arcaica y superada clasificación, llamamos “de izquierdas”
intentan hacernos creer que se puede alcanzar un nivel satisfactorio de
libertad personal sin que la economía sea libre. Y los colectivistas
“de derechas” quieren que creamos que la libertad económica puede
funcionar mientras las decisiones personales están condicionadas por el
Estado. Ambos se equivocan. Los índices mundiales que miden las
diferentes facetas de la libertad presentan en general una importante
correlación entre ellas. Y también los rankings de desarrollo y
bienestar que publican los organismos internacionales arrojan resultados
que indican una relación directa con la libertad. Se suele decir que la
“izquierda” hace todo lo posible por meterse en nuestros bolsillos y la
“derecha” en nuestra moral. En realidad, cada una de ellas intenta
también, secundariamente, meterse en la otra área. Ambas son dos caras de la misma moneda:
la del intervencionismo de un Estado todopoderoso que socava nuestra
soberanía individual. Frente a ese intervencionismo, los libertarios
proponemos libertad en todo.
La legitimidad democrática es adecuada para la adopción de aquellas decisiones que necesariamente tienen que tomarse en común, que son muy pocas
Las masas asustadizas se tragan la falacia que las élites
les cuentan para aprovecharse de ellas: que la libertad es mala y
peligrosa, que hace falta un orden concienzudamente planificado y, para
ello, la proliferación de un amplio aparato estatal, el cual tiene la
capacidad de organizarnos a todos de forma más sabia que nosotros
mismos. La guinda del pastel mentiroso es que esa compleja, costosa y
entrometida maquinaria estará controlada democráticamente por sus
súbditos. Primero, en la realidad eso no sucede casi nunca, como no sea
en comunidades extremadamente pequeñas y siempre de forma efímera.
Segundo, la legitimidad democrática es adecuada para la adopción de aquellas decisiones que necesariamente tienen que tomarse en común.
Tercero, esas decisiones son muy pocas, o deberían serlo. Máxime en el
marco de una revolución tecnológica que permite devolvérselas a cada
individuo para que decida su camino, que puede ser distinto del de otra
persona y discurrir en paralelo sin que ninguno perjudique al otro.
En las etapas previas era frecuentemente necesario escoger
un camino común para todos, y por ello era muy relevante la
legitimación de los gobernantes sobre los que pesaba esa
responsabilidad. Y así prosperó el Hiperestado insoportable que hoy
padecemos. Pero en la actualidad, en la era de la información, es
innecesaria e insidiosa esa pretensión colectivista de que todo se
decida “entre todos” (lo que, bien traducido, significa en realidad que
deciden inevitablemente las élites interpretadoras del colectivo). La
acción de cada ser humano no debe tener más límites que los
estrictamente imprescindibles para proteger la libertad y la propiedad
de otro (pero de otro concreto, no de un vago “interés general” decidido
por las élites). Lo que sobra en esta época de la red distribuida, de
la economía colaborativa, de la interacción directa entre personas, es
un poder superior convencido de que tiene derecho a prohibirnos
infinidad de cosas y a obligarnos a otras muchas, para ejecutar sus
propios planes de ingeniería social, cultural, moral, lingüística,
económica o de cualquier otra naturaleza.
Toda colectivización forzosa de decisiones que podrían adoptarse de forma individual es una usurpación
Las comunidades humanas que deseen vivir conforme a un
código de valores compartido, el que sea, están en su derecho de
hacerlo. Los individuos que quieran forma parte de una de ellas o dejar
de hacerlo, también. Los kibbutzim, las comunas, los pueblos amish
y cualquier otra comunidad, ya sea religiosa o ideológica, de un signo o
de otro, son posibles y respetables en un marco de libertad. Lo que no
es soportable ya es que el Estado pretenda “organizar” a la totalidad de
la gente, a la sociedad en su conjunto, imponiéndole valores concretos, como tampoco imponiéndole decisiones económicas.
No, no somos una gran comuna única regentada por el Estado, ni tenemos
la obligación de dejarnos moldear por él, ni de alinearnos con los
valores que su cúpula de expertos decida, ni está él legitimado para
quitarnos la mitad de lo que ganamos y aplicar esa riqueza a los fines
que él quiera. Es que la legitimación es individual, y las materias y
ámbitos de necesaria codecisión por parte de todos los ciudadanos ya
son, afortunadamente, muy pocos. Toda colectivización forzosa de
decisiones que podrían adoptarse de forma individual es una usurpación.
Una alta libertad personal en las cuestiones morales coincide habitualmente con altos índices de desarrollo y de libertad en sus restantes aspectos
Mucho se ha escrito sobre la importantísima faceta
económica de la libertad, y varios índices la miden anualmente país por
país. Otros ámbitos de la libertad son objeto también de análisis
habitual, desde la libertad de prensa o la libertad religiosa hasta la
libertad humana general, que también se reporta mediante estudios
periódicos y tablas de países. Sin embargo, no se había realizado hasta
ahora el ejercicio de clasificar a los países por el grado de libertad
individual ante las decisiones de índole ética o moral. Junto a Andreas Kohl he realizado un estudio cuyos resultados principales no nos han sorprendido demasiado.
Tal como era previsible, los Países Bajos encabezan el ranking de
libertad moral, que cierra Arabia Saudí en el puesto 160. Casi todos los
países comunistas que aún quedan en el mundo, así como los de
legislación islámica, quedan por debajo de la mitad de la tabla,
obteniendo en algunos casos puntuaciones dramáticamente bajas. Europa
Occidental —incluyendo de forma destacada a la Península Ibérica— y casi
todo el continente americano, con la notable excepción centroamericana,
obtienen altas puntuaciones. Entre los indicadores empleados se
encuentra el condicionamiento religioso del Estado, la libertad
religiosa de los individuos, la libertad bioética, la situación legal de
las drogas, las libertades de índole sexual, la libertad de movimientos
y acción de la mujer, la legislación sobre las relaciones entre
personas del mismo sexo y también sobre la cohabitación de parejas no
casadas, etcétera. Al tratarse de la primera edición no podemos aún
analizar la evolución de cada país, que será interesante contrastar con
la de los demás índices de libertad. Pero sí constatamos que una alta
libertad personal en las cuestiones morales coincide habitualmente con
altos índices de desarrollo y de libertad en sus restantes aspectos.
Allí donde el Estado retrocede, la Libertad trae prosperidad.
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