Alan Reynolds
Este artículo también fue publicado en inglés en el Cato Journal volumen 23, número 1 y en español en el libro recientemente publicado Crisis Financieras Internacionales. ¿Qué Rol le Corresponde al Gobierno? Este artículo también lo puede ver en formato PDF.
La gastada frase “crisis económicas” se volvió asombrosamente familiar en las últimas décadas, y ha sido usada más a menudo que la palabra “pánico” en el siglo pasado. Cuanto más trataba el Fondo Monetario Internacional de predecir y resolver las crisis económicas, más impredecibles e irreparables parecían estas crisis. Quizá la cura no ayude en nada. Quizá la cura sea la enfermedad más grave. Las críticas a los préstamos del FMI se centran generalmente en dos puntos: 1) el supuesto impacto contraproducente de los programas de ajuste exigidos por el FMI sobre la performance económica de los países deudores, y 2) el efecto de riesgo moral, en que la sola disponibilidad de préstamos a tasas de interés por debajo de las tasas del mercado alienta más a políticos nacionales y a sus acreedores extranjeros a correr riesgos imprudentes y excesivos.
Este artículo se centrará en el primer punto, pero creo que éste se relaciona íntimamente con el segundo. Si las políticas exigidas por el FMI son percibidas como pautas que dejan al país con menores ingresos y más deudas, deberíamos suponer, entonces, que no son bien recibidas en los mercados financieros. En 1997-1998, la Bolsa de Corea cayó abruptamente después de que se dio a conocer el programa del FMI; la clasificación crediticia de Indonesia cayó después de que apareció el programa del FMI; y Rusia devaluó su moneda e incumplió sus pagos pocas semanas después de conocer el programa del FMI. Lane y Phillips (1992) proponen “comparar las posibilidades de riesgo moral con otras consecuencias de la disponibilidad de financiamiento del FMI para mitigar los efectos de las crisis”. Creo que no hay tal compensación: los préstamos del FMI implican riesgo moral y los programas del FMI agravan las crisis económicas en vez de mitigarlas.
Mis trabajos anteriores sobre este tema se basaron en estudios de acontecimientos que mostraban que las dos condiciones comúnmente asociadas a los préstamos del FMI siempre causaban o agravaban las recesiones inflacionarias, y de ese modo empobrecían aún más a los países y los incapacitaban para servir sus deudas (Reynolds, 1998a, 1998b). La idea generalizada de que las políticas del FMI son perjudiciales ya no es la herejía que solía ser a comienzos de la década de 1980, cuando empecé a documentar el historial del FMI (Reynolds, 1985). Joseph Stiglitz (2000) y muchos otros (por ejemplo, Henderson, 1999, Hanke y Baetjer, 1997) han desaprobado recientemente la asesoría del FMI por considerarla perjudicial. Sin embargo, gran parte de esta crítica proviene del propio FMI y de su modelo keynesiano basado en la demanda (Lindsey, 1998; Schultz, Simon y Wriston, 1998).
Me permito discrepar, principalmente por la importancia que ha adquirido la política impositiva microeconómica tanto en las crisis como en las recuperaciones. El director de investigaciones del FMI, Kenneth Rogoff, equiparó la crítica de Stiglitz a la de los “expositores extremos del estilo reaganiano de economía de oferta de los años 1980” (Rogoff, 2002). Dicho con la intención de agraviar, ese comentario revela la típica incomprensión del FMI de la diferencia entre un enfoque orientado hacia la demanda y otro orientado hacia la oferta. Ya en 1981, el economista Keith Marsden había observado que “Corea del Sur, Singapur, Malasia, Mauricio, Costa de Marfil y Brasil están entre los países que han seguido políticas de oferta durante varios años” (Marsden, 1981: 2). El consejo habitual del FMI, por el contrario, se parece al del presidente Hoover de los Estados Unidos, quien estableció aranceles prohibitivos en 1930 y triplicó las tasas del impuesto sobre las ganancias a mediados de 1932. Los resultados habituales también son semejantes.
Estoy en desacuerdo con aquellos críticos del FMI (incluso con Stiglitz) que se quejan de la austeridad fiscal en sentido keynesiano, y no hacen ninguna distinción entre los impuestos punitivos y las tarifas proteccionistas, por un lado, y la frugalidad en el gasto del gobierno, por el otro. En mi opinión, las compras gubernamentales obligan al sector privado a competir por recursos, lo que perjudica la rentabilidad de las inversiones privadas (Alesina et al., 2002). Las transferencias del gobierno desalientan tanto a los que reciben los beneficios como a los contribuyentes que pagan. A este respecto, mis estudios confirman los estudios comparativos entre países de Alesina et al. (2002) y Barro (1991), que establecen que las reducciones de los gastos del gobierno son expansivas –y conducen al crecimiento económico–, mientras que las tasas impositivas más altas son contractivas.
Irlanda redujo radicalmente los gastos del gobierno en más de un 7 por ciento del PBI en 1986-1989, pero los resultados obtenidos fueron diferentes a lo previsto por el modelo de demanda. También rebajaron el impuesto sobre las utilidades corporativas al 15 por ciento y el impuesto sobre las ganancias de capital al 20 por ciento. Como sostiene un informe reciente del FMI, Irlanda también “redujo de modo significativo la naturaleza excepcionalmente progresiva de la estructura impositiva y aumentó los incentivos laborales”. ¿Qué pasó? El crecimiento económico de 1989 a 2001 promedió el 7,2 por ciento anual. El FMI considera ahora que esa prosperidad es una prueba del esfuerzo impositivo insuficiente. “A pesar de que las tasas impositivas efectivas sobre el consumo en Irlanda ya son relativamente altas”, explica un informe del FMI de agosto de 2002, “podrían hacerse mayores esfuerzos en este campo” (Cerra y Soikkeli, 2002). Por suerte, Irlanda está en condiciones de ignorar estos sermones del FMI.
Algunos programas del FMI que se refieren, por ejemplo, a las regulaciones del mercado laboral doméstico pueden ser constructivos, no obstante, son intentos injustificables de intromisión neocolonial (Chari y Kehoe, 1998). De todos modos, mi propia crítica se limita a sólo dos de los temas constantes del FMI: 1) recomendaciones de tasas impositivas más altas para cubrir objetivos dudosos de déficit presupuestario, y 2) recomendaciones de devaluaciones masivas y deliberadas para cumplir con objetivos dudosos de déficit de cuenta corriente. Se trata de políticas ineficaces, dirigidas a objetivos inapropiados por medio de métodos destructivos que tienen como fin eliminar hipotéticos “déficit mellizos” en presupuestos y cuentas corrientes.
El presente trabajo resume y actualiza parte de mi trabajo anterior con el propósito de establecer una posición diferente, es decir, que las políticas del FMI de ningún modo pueden adjudicarse el mérito de las recuperaciones poscrisis, a no ser que se mantuvieran en vigor. Pero cada vez que las herramientas políticas fundamentales del FMI de elevar las tasas impositivas y devaluar la moneda se mantienen en vigor (por ejemplo, Turquía, excepto a mediados de la década de 1980, y la Argentina, excepto a comienzos de la década de 1990), las recuperaciones son débiles, infrecuentes y breves.
Programas del FMI de crisis, programas nacionales de recuperaciones
La mayoría de los países se recupera naturalmente de las crisis después de un año más o menos, aun cuando algunos sigan repitiendo los mismos errores (y sean premiados con préstamos del FMI por cometerlos). México se recuperó después de 1995, por ejemplo, como lo hicieron los países del sudeste asiático, y Rusia después de 1998. El hecho de que las crisis sean normalmente temporarias, como lo fueron antes de que existiera el FMI, le hace muy fácil al FMI manifestar que no tiene culpa alguna de los malos tiempos, pero que se merece todos los honores por los buenos tiempos. Una de las razones por las cuales las comparaciones habituales de antes y después dejaron de ser creíbles es que, con frecuencia, la política económica tomaba un rumbo mientras el país se encontraba bajo la dirección del FMI y otro totalmente distinto cuando el país ya no estaba sujeto el régimen del FMI. En 1985, por ejemplo, el FMI afirmó que sus “políticas económicas ortodoxas” en 1980 explicaban por qué Corea del Sur se había convertido en un “ajuste exitoso” años después. Sin embargo, en 1980 y a comienzos de 1981, mientras Corea estaba bajo el acuerdo stand-by del FMI, “las condiciones económicas se deterioraron muchísimo y [...] bajó la producción. Al mismo tiempo, se disparó la inflación” (IMF Survey, 1985). Corea del Sur redujo un 19 por ciento la tasa marginal de su impuesto sobre las ganancias en cuanto finalizó el programa del FMI, y otros 20 puntos porcentuales en la época en que el Fondo decidió que la fuerte recuperación se debía, sin duda alguna, a las políticas “ortodoxas” impuestas durante el peor año de posguerra en Corea.
El cuadro 1 presenta un esquema general de los cambios de política exigidos por el FMI en una muestra de once países (una combinación de mayores tasas impositivas y tarifas, y devaluación monetaria) contrastada con políticas seguidas después de finalizado el programa del FMI (reducciones dramáticas en tasas impositivas y/o tarifas). No tiene sentido adjudicarle al FMI el mérito del mayor crecimiento económico en países que cambiaron completamente las políticas del FMI. Las condiciones sobre políticas relacionadas con los préstamos del FMI a menudo causaron o agravaron las contracciones inflacionarias. Las recuperaciones más exitosas o “milagrosas” ocurrieron sólo después de que los países invirtieron las políticas impuestas por el FMI. Como muestra el cuadro 1, el ejemplo coreano fue típico, puesto que se reinició el crecimiento y bajó la inflación sólo después de la retirada del FMI.
El FMI exigió devaluaciones masivas de moneda e impuestos y tarifas más altos para Corea del Sur en 1980, en Chile y Mauricio en 1982, en Jamaica en 1978 y 1983. En cada uno de los casos, el resultado fue una caída profunda de la producción y el empleo, y una enorme inflación. Una encuesta de 34 programas del FMI realizada por Sebastian Edwards (1989) reveló que “la inflación aumentó significativamente”. Los planes del FMI siempre desembocaron en casos extremos de “estanflación”. En Corea del Sur, un ejemplo relativamente moderado, la economía se redujo el 5 por ciento en 1985, mientras que la inflación subió al 35 por ciento. No obstante, el FMI se muestra orgulloso del hecho de que la cuentas corrientes en esas situaciones “mejoraban” por lo general –porque las economías improductivas ya no podían permitirse las importaciones esenciales.
Después de que los políticos miopes se apropiaban de todo el botín del FMI que podían conseguir, sus sucesores o ellos mismos daban marcha atrás. En 1982, sólo meses después de terminado el plan del FMI, Corea del Sur redujo radicalmente su tasa marginal del impuesto sobre las ganancias en 19 puntos porcentuales, y luego bajó a la mitad la tasa impositiva sugerida por el FMI en 1980. En 1983 Mauricio redujo el impuesto más alto de 70 a 35 por ciento, lo que llevó a Paul Romer (1993) a pensar más adelante que ésta era la explicación más aceptable del completo cambio de aquel país. En 1985, Chile disminuyó por poco tiempo el impuesto más alto de 65 a 35 por ciento (luego lo subió 10 puntos porcentuales), rebajó masivamente las tarifas y los impuestos corporativos y eliminó los impuestos de la seguridad social por medio de la privatización. En 1986, el Japón redujo su tasa impositiva más alta de 58 a 33 por ciento. Parafraseando a Rogoff, estos países fueron sólo una pequeña muestra de los muchos “exponentes extremos de la economía de oferta”. A todos los Países Asiáticos de Industrialización Reciente (Asian Newly Industrializing Countries) les cabe muy bien esa descripción.
Devaluaciones profundas y deliberadas
Cuando protesto contra la exigencia del FMI de devaluar la moneda como precondición para acceder a un préstamo (con frecuencia antes de la autorización del préstamo), me refiero a una devaluación sustancial dirigida a eliminar un déficit de cuenta corriente (y el superávit de la cuenta de capital). Esto funciona hasta cierto punto, pero sólo porque las recesiones profundas reducen las importaciones. Si bien la devaluación no es la panacea favorita del FMI, es un buen sustituto de nuevos y mayores impuestos. En efecto, es bastante corriente que los economistas del FMI hagan comentarios flagrantes a favor de la inflación –tales como “los países con inflaciones altas no han devaluado lo suficiente sus monedas”, o “si se descarta la devaluación del tipo de cambio, es probable que se necesite un ajuste de la política monetaria” (Corden, 1987: 21-23). Debido a que los modelos keynesianos cosecha 1957 del FMI dependen de la Curva de Phillips (que excluye la estanflación por definición), el hecho de que la devaluación y el aumento de impuestos produzcan recesión inflacionaria no deja de sorprenderlos siempre. Las proyecciones de inflación del FMI están “sistemáticamente debajo de los resultados (un hallazgo que confirma las conclusiones de estudios anteriores)” (Musso y Phillips, 2002: 47). La edición de 1989 del anuario Trends in Developing Countries del Banco Mundial describe la manera como el programa de devaluación del FMI desintegró Yugoslavia:
El dinar fue devaluado 19,3 por ciento en términos reales [y] se impusieron límites estrictos al aumento de los salarios nominales [...] El programa recibió el apoyo del FMI [...] la producción disminuyó cerca del 2 por ciento, y la inflación se aceleró hasta alcanzar el 251 por ciento a fines de año (Reynolds, 1998b).Estas devaluaciones deliberadas son literalmente imposibles con un tipo de cambio fijo verdadero, como el bloque del euro o los sistemas de caja de conversión de Hong Kong y Estonia, y esto quiere decir que mi crítica a la utilización de grandes devaluaciones para desalentar las importaciones no tiene nada que ver con que los países pequeños “deberían” fijar o flotar. Si es posible devaluar los tipos de cambio deliberadamente, entonces no estaban ni fijos ni flotando. El llamado tipo de cambio “fijo” es equivalente a la “flotación sucia”, porque ambos dependen del capricho impredecible de las presiones políticas, que incluyen las presiones del FMI. “El sistema de cambio fijo”, dice Mundell (1997), “merece que se lo desacredite como el peor de los sistemas”. Y Milton Friedman (1997: 44) agrega: “Para la mayoría de los países en desarrollo, creo que la mejor política sería [...] la de unificar su moneda con la moneda de un país desarrollado grande y relativamente estable”.
En febrero de 2001 el secretario del Tesoro de los Estados Unidos, Paul O’Neill dijo: “Apoyamos fuertemente la medida de hoy del gobierno de Turquía de hacer flotar la lira turca”. Predijo que así se reforzaría “el crecimiento y la disminución de la inflación en Turquía” (Moore, 2001). ¿Creían los asesores del secretario del Tesoro que la lira turca estaba fija mientras caía de 200.000 a 1,6 millones por dólar bajo los programas del FMI desde fines de 1997? ¿Supusieron que Turquía o el FMI pensaban que la lira podría flotar hacia arriba repentinamente en 2001, y así contribuir a la disminución de la inflación? En realidad, los turcos han sido desde hace mucho los alumnos modelo del manejo del FMI del tipo de cambio. Si la inflación es del 40 por ciento, devalúan alrededor del 50 por ciento para asegurarse de que sus exportaciones sigan siendo “competitivas”. Entonces, cuando la inflación sube al 60 por ciento, devalúan el 70 por ciento, y así sucesivamente. Las tasas de interés tienen que mantenerse por encima de la tasa de inflación, o este juego de morderse la cola podría desencadenar la hiperinflación. Las altas tasas de interés nominal aseguran que el servicio de la deuda absorba la mayor parte del presupuesto, lo que produce un enorme déficit nominal que es necesario financiar. La inflación empuja a todos a las bandas impositivas altas, de modo que lo que queda de la economía funciona de modo subterráneo. No se puede financiar el déficit con la venta de bonos porque la devaluación continua llega en oleadas interminables. El Banco Central termina por imprimir billetes para pagar los intereses inflados de los bonos de gobierno, lo que impulsa otra ronda de inflación, otra devaluación para mantener la competitividad, más inflación, y así sucesivamente. La única manera de escapar de esta espiral hacia abajo es dejar de aceptar el dinero del FMI y las condiciones políticas que lo acompañan.
Prosperidad política, dolor privado
Los apologistas del FMI podrían responder que las políticas “dolorosas” que precedieron a las políticas exitosas no relacionadas con el FMI fueron necesarias para los ajustes de corto plazo. Incluso algunos críticos del FMI aceptan la idea de que las buenas políticas deben ser dolorosas, en el sentido de reducir y debilitar la economía, pero no estoy de acuerdo. No es posible lograr que los deudores sean más solventes reduciendo su capacidad e incentivo para obtener más ingresos, y esto se aplica tanto a los países como a las familias y las empresas. La frugalidad en los gastos del gobierno puede de hecho ser dolorosa para los políticos, pero no es dolorosa para los contribuyentes o para la economía privada, que depende de incentivos y de los ingresos una vez deducidos los impuestos del contribuyente. No hay separación lógica entre las políticas exigidas para ajustes de corto plazo y las políticas exigidas para el desarrollo a largo plazo, y no hay ninguna separación fundamental entre las metas macroeconómicas y las políticas microeconómicas necesarias para alcanzar esas metas. Sin embargo, pareciera que la división de tareas entre el FMI y el Banco Mundial estuviera basada en la suposición de que el ajuste de corto plazo tiene prioridad sobre las necesidades de desarrollo de largo plazo, de modo que el Banco Mundial no hará préstamos hasta que el plan del FMI no entre en vigor. En cierto sentido, el Banco Mundial y el FMI tienen metas contradictorias. El Banco Mundial intenta alentar el flujo del capital privado hacia los países más pobres con oportunidades de inversión potencialmente atractivas. En la medida en que logre su objetivo, el país en desarrollo experimentará un superávit en su cuenta de capital y un déficit equiparable en su cuenta corriente. Por desgracia, el objetivo crucial de los programas de ajuste del FMI es eliminar los déficit de cuenta corriente, lo cual equivale exactamente a eliminar las entradas de capital, incluso hasta los aportes de capital del exterior a empresas privadas (lo contrario de flujos de crédito multilateral de contribuyentes occidentales a políticos extranjeros dudosos).
Los requisitos para la mejora periódica de los estándares de vida nunca son incompatibles con lo que se precisa para “ajustarse” a las dificultades de corto plazo. Las economías exitosas necesitan derechos de propiedad invulnerables, mercados competitivos de factores y productos (lo que presupone el libre comercio), leyes comerciales que sean lo suficientemente claras para frustrar los caprichos regulatorios, y un sistema de impuestos y transferencias con la menor posibilidad de distorsiones y desincentivos (Reynolds, 1996). Ningún país obtiene un puntaje perfecto en todos los rubros, pero los que alcanzan los más altos integran el índice Cato de libertad económica. En una crisis, los países necesitan más que nunca contar con estos ingredientes fundamentales.
Asesoría mala e irrelevante para Asia
En 1997-1998 se comentaba ampliamente que la crisis asiática era la prueba de que el “milagro” anterior sólo había sido una ilusión, y muchos predijeron que tendrían que transcurrir varias décadas hasta que Indonesia, Malasia y otros países volvieran a ponerse en pie nuevamente. Hubo incluso predicciones de que el “contagio” iba a poner a las grandes economías occidentales al borde del abismo, lo que provocó que los bancos centrales principales bajaran las tasas de interés en el otoño de 1998 (después de que la producción industrial tocó fondo en mayo en Indonesia y en julio en Corea). Todo esto no fue sino un ataque de histeria excesivo. Hubo un problema de insolvencia agravado por los requisitos del FMI para que todos los países afectados adoptaran planes de austeridad, y en particular que disminuyeran las importaciones. Puesto que todos contaban fuertemente con el comercio regional, incluso Hong Kong, el hecho de exigir que cada país disminuyera drásticamente sus importaciones fue el equivalente a un “contagio” ordenado por el FMI. Hasta hoy, el FMI insiste en que “la crisis que afectó a varios países asiáticos en 1997 fue sorpresiva para casi todos los observadores” (Berg, 2000). Pero si en el FMI se hubieran tomado el trabajo de leer el Financial Times, habrían descubierto titulares como éstos:
- 19 de junio de 1996: “Malasia: señales de grietas en el Edificio Mahathir”.
- 12 de agosto de 1996: “Los Tigres paran para recobrar el aliento: movimientos monetarios desfavorables y caída en la demanda de materiales eléctricos altera el progreso de la región”.
- 16 de agosto de 1996: “El déficit del comercio filipino se profundiza: aumenta la presión para realizar una devaluación de la moneda”.
Un titular de USA Today del 8 de octubre de 1996 observó que “Las economías asiáticas están comenzando a perder impulso”.
En 1997 la primera movida infame del FMI en Asia fue la de dar instrucciones a Tailandia para que aumentara el impuesto al valor agregado. Siguieron después exigencias de que Indonesia y Corea también desarrollaran superávit presupuestarios. No hay ninguna escuela de economía que pueda explicar la necesidad de contar con austeridad fiscal para resolver un problema bancario o monetario. La mejor defensa del FMI respecto de su creencia de que los superávit presupuestarios son convenientes consiste en reciclar el viejo mito de los “déficit mellizos” –una teoría que predijo inequívocamente que los Estados Unidos llegarían a tener en el año 2000 un gran superávit comercial y Japón un déficit comercial igualmente grande.
Finalmente, la mayor parte de la intromisión fiscal y regulatoria del FMI en Asia fue en gran parte improcedente e ignorada con frecuencia. Hutchison (2001: 2) descubrió que “el inesperado (error de predicción) colapso de la producción en Malasia –donde no se siguió un programa del FMI– fue similar en magnitud al de los países que adoptaron programas del FMI”. Más tarde, sin que muchos extranjeros se dieran cuenta, Malasia silenciosamente eximió a los contribuyentes de las deudas del impuesto sobre las ganancias, una demostración más bien atrevida de la irrelevancia de la ortodoxia fiscal del FMI.
La Argentina intentó subir los impuestos cada año pero Rusia adoptó el impuesto proporcional
En años recientes, los aumentos impositivos y las devaluaciones sucesivas del FMI siguieron causando grandes sufrimientos. Y aun así el alivio sólo llega en caso de que se descarten y reviertan esas políticas. La Argentina capituló repetidamente ante las exigencias del FMI, desoyendo los consejos opuestos de Sebastian Edwards (1996) y Steve Hanke y creó nuevos impuestos o más altos en 1998, 1999, 2000 y 2001 (Warn, 1998, describe la gran preocupación del empresariado desde la primera ronda de impuestos). Como era de esperar, la economía cayó en recesión, de la que no se recuperó. En enero de 2002 la Argentina les robó a sus ciudadanos una vez más, al no cumplir con su compromiso de convertir pesos en dólares a la par y al cerrar los bancos cuando los depósitos en pesos empezaron a disminuir en valor. No queda claro si el FMI recomendó el manoseo previo del sistema de caja de conversión que finalmente lo condenó al fracaso, pero el economista del FMI Michael Mussa, entre otros, decía desde hacía tiempo que la devaluación enriquecería a la Argentina en vez de empobrecerla, y utilizaba al Brasil como un ejemplo bastante cuestionable. Sea quien fuere el culpable, los resultados de subir los impuestos y devaluar la moneda son, una vez más, dolorosamente obvios. Casi de inmediato, la inflación fue mucho peor de lo que había previsto el FMI, como siempre. Luego el Brasil tuvo su segundo colapso monetario en cuatro años. El primero se debió a su alejamiento del plan “real” y al aumento de la base monetaria, mientras las reservas de divisas disminuían (creando efectivo nuevo a través de la mesa de mercado abierto y luego comprándolo en la mesa de divisas, como hizo México en 1994). Esta tontería pudo haber sido la consecuencia del consejo del FMI (O’Grady, 1998). Mientras tanto, Turquía seguía pidiéndole “apoyo” al FMI (o sea, aumentando rápidamente su deuda con el FMI), al tiempo que mantenía las tasas impositivas insoportablemente altas y su moneda cada vez más devaluada.
Rusia es el ejemplo más reciente y fascinante de un país que se salvó del abrazo mortal del FMI cuando invirtió completamente las políticas impositivas de ese organismo. Rusia estuvo dominada por el Fondo desde 1992 hasta 2000. Obtener nuevos préstamos para pagar los viejos préstamos del FMI requería la promesa de establecer impuestos nuevos y más altos. El 16 de julio de 1998, la carta de intención de Rusia prometía que “el presupuesto del gobierno federal tiene como objetivo un superávit primario de no menos [...] del 3 por ciento del PBI [...] en virtud de las medidas de política impositiva” (además de cuadruplicar el impuesto territorial, agregar un nuevo impuesto a las ventas del 5 por ciento y un 3 por ciento de sobretasa a las tarifas). Este lamentable suicidio económico permitió que el FMI y otros impusieran a los contribuyentes rusos otros US$ 21 mil millones de deuda. En cuatro semanas, sin embargo, la mortífera combinación de deuda y políticas impositivas del FMI provocaron un éxodo masivo de capital que empujó a Rusia a la devaluación, y al default de la deuda con los acreedores privados (no la contraída con el FMI). La economía rusa disminuyó el 5 por ciento ese año.
El nuevo gobierno de Putin pronto dejó de pedirle préstamos y consejos al FMI. En vigor a partir de 2001, Rusia dio el sorprendente paso de adoptar un impuesto proporcional a los ingresos personales del 13 por ciento (anteriormente, del 30 por ciento), bajó el impuesto sobre las ganancias corporativas de 35 a 24 por ciento, y redujo cuatro puntos porcentuales los impuestos sobre los salarios. Con más estímulos para trabajar en la economía formal y menos para evadir las bajas tasas impositivas, el FMI reseña de mala gana que “la performance impositiva ha excedido las expectativas generales” (Mansoor y Spatafora, 2002). En 2001 y 2002, Rusia obtuvo en la Bolsa las ganancias más altas del mundo.
Conclusión
Dos economistas del Minneapolis Fed analizaron los fundamentos del FMI a medida que fue reinventándose desde 1971 y llegaron a la conclusión de que “el FMI debería cesar por completo su práctica de otorgamiento de créditos” (Chari y Kehoe, 1998). Ése sería un buen comienzo. El riesgo moral de los préstamos de FMI ha aumentado el peligro de que se produzcan las crisis, y las condiciones políticas ligadas a los préstamos del FMI siempre hacen que esas crisis sean más severas de lo que hubiera ocurrido sin los préstamos. El FMI utiliza préstamos baratos con el fin de sobornar a los funcionarios electos para que éstos suban las tasas de los impuestos o tarifas y devalúen fuertemente la moneda. El resultado siempre lleva a una depresión inflacionaria. En este punto, casi siempre un nuevo grupo de políticos hace su aparición para deshacer el daño del FMI, bajando las tasas de los impuestos y de las tarifas, y estabilizando la moneda –políticas que se ubican en el polo opuesto a las recomendadas por el FMI y sus asesores académicos.
“Podría parecer raro”, escribe Michael Hutchison, “que los países optaran por participar en un programa de estabilización del FMI si no fuera en beneficio propio” (Hutchison, 2001: 2). En realidad, eso parece raro sólo si se da por sentado que los políticos cuentan con el incentivo y el conocimiento suficiente para actuar en beneficio “del país”. Los programas del FMI implican un problema de agencia, porque los que adquieren el poder de gastar el dinero del FMI para beneficio político o personal no son los que tienen que pagar el préstamo. La nueva deuda se convierte en la obligación de los futuros contribuyentes, pero los responsables que asumen la obligación son políticos del momento cuyos intereses personales no coinciden necesariamente con los de los deudores reales. La renovación continua de la deuda del FMI puede ser una gran carga para los contribuyentes de un país durante muchos años, pero la decisión de incurrir en esas deudas recae en políticos cuya permanencia en el poder suele ser de pocos meses.
Los políticos que deciden participar en los programas del FMI (pero que no pagan los préstamos) incluyen a los talibanes, a Saddam Hussein y a otros dictadores de Somalia y Zimbabwe. ¿Realmente parece raro que estos “diseñadores de políticas” estafen alegremente al FMI y se apropien del botín más allá de las consecuencias para sus “pueblos”? Incluso en regímenes democráticos los funcionarios electos son vulnerables en extremo durante las crisis, de modo que cuentan con plazos muy cortos en los que los préstamos del FMI resultan ser, ante todo, medios para comprar tiempo y votos. En resumen, invitar a los países a utilizar préstamos para salir de las deudas ocasiona problemas de agencia así como riesgos morales.
Los países que enfrentan demasiada deuda y muy pocos ingresos no necesitan más deuda y menos ingresos. Sin embargo, eso es precisamente lo que ocurre cuando los políticos con miopía congénita sucumben a las tentaciones políticas de corto plazo para aceptar créditos baratos a cambio de capitular ante las políticas de estanflación del FMI.
Los países que enfrentan demasiada deuda y muy pocos ingresos necesitan renegociaciones de deuda y no rescates. Necesitan adoptar políticas que alienten a sus empresas y trabajadores a incrementar la producción y el comercio, y no políticas que pretendan ahogar estas actividades.
Si el FMI desempeña un papel legítimo en la prevención de las crisis y la recomposición de las economías con problemas, todavía no lo ha demostrado en la práctica.
No comments:
Post a Comment