Es hoy práctica común clasificar a John Maynard Keynes como uno de los principales liberales de la historia moderna, tal vez el “grande” más reciente en la tradición de John Locke, Adam Smith y Thomas Jefferson.#
Como estos hombres, se sostiene por lo general, Keynes era un creyente sincero (de hecho, ejemplar) en la sociedad libre. Si difería de los liberales “clásicos” en unas pocas cosas evidentes e importantes, era simplemente porque trataba de actualizar la idea liberal esencial para ajustarla a las condiciones económicas de una nueva era.
No cabe duda de que a lo largo de su vida Keynes apoyó distintos valores culturales genéricos, como la tolerancia y la racionalidad, que a menudo se consideran como “liberales” y, por supuesto, siempre se calificó a sí mismo como liberal (así como liberal, en el sentido de simpatizante del Partido Liberal Británico). Pero nada de esto tiene mucho peso cuando se trata de clasificar el pensamiento político de Keynes.#
Prima facie, Keynes como liberal modelo es ya paradójico debido a su adopción de la doctrina mercantilista. Cuando apareció en 1936 La teoría general del empleo, el interés y el dinero (Keynes 1973b), W.H. Hutt estaba a punto de enviar a la imprenta su El economista y la política (1936). En años posteriores, Hutt sometería al sistema de Keynes a una crítica detallada y devastadora (Hutt 1963, 1979), pero en ese momento solo pudo insertar apresuradamente algunas observaciones iniciales. Lo que le chocó más fue que el renombrado economistas “nos quiera hacer creer que los mercantilistas tenían razón y que sus críticos clásicos estaban equivocados” (una postura expuesta en el capítulo 23 de la Teoría General) (Hutt 1936, p. 245).
Hutt estaba escribiendo desde el punto de vista de la ciencia económica. Aquí nos estamos ocupando de la totalidad del liberalismo como filosofía social. Si, como he argumentos en otros lugares (Raico 1989, 1992, 1999, pp. 1–22), la doctrina liberal se caracteriza históricamente por un rechazo del paternalismo del estado absolutista del bienestar, se caracteriza aún más por su rechazo al componente mercantilista en el absolutismo del siglo XVIII. ¿Cómo es posible entonces que un escritor que trate de rehabilitar el mercantilismo puede contarse entre los grandes liberales?#
En defensa de Keynes, Maurice Cranston responde que nadie negaría la inclusión de John Locke en las filas liberales a pesar de sus adhesión al mercantilismo (1978, p. 111). Es discutible que Locke aceptara el mercantilismo: Karen Vaughn (1980) ha dado motivos para creer otra cosa. Pero incluso si hubiera sido un mercantilista, ese hecho no apoyaría el argumento de Cranston. A Locke se le considera correctamente como un gran liberal no por sus opiniones el teoría y política económica, cualquiers que hayan sido, sino en virtud de su explicación libertaria de los derechos naturales y lo que creía que se deducía de esa explicación.#
El sistema keynesiano
Según sus defensores y él mismo, el giro de Keynes hacia el neomercantilismo era necesario por su descubrimiento de defectos fundamentales en la economía clásica. La teoría clásica, prosigue esta afirmación, resultaba impotente para explicar las causas tanto del alto desempleo crónico británico en la década de 1920 como de la Gran Depresión, mientras que La teoría general hacía ambas cosas. Lograba esta proeza exponiendo los graves defectos propios de la economía de mercado no dirigida, efectuando así una “revolución” en el pensamiento económico.Sin embargo, las crisis concretas a las que reaccionó Keynes eran ellas mismas producto de políticas públicas equivocadas. La persistencia del desempleo en Gran Bretaña se remonta en parte a la decisión de Winston Churchill como canciller del tesoro de volver al oro a la poco realista paridad anterior a la guerra y en parte a las altas prestaciones de desempleo (en relación con los salarios) disponibles después de 1920. La Gran Depresión se produjo principalmente por la gestión monetaria del gobierno, en particular por el Sistema de la Reserva Federal en Estados Unidos. Ambas crisis son susceptibles de explicación por medio del análisis económico “ortodoxo”, sin requerir ninguna “revolución” teórica (Rothbard 1963; Johnson 1975, pp. 109-112; Benjamin y Kochin 1979; Buchanan, Wagner y Burton 1991).#
Como apuntaba Hutt, Keynes daba la espalda en su Teoría general a todas las autoridades reconocidas, de Hume y Smith a Menger, Jevons y Marshall y a Wicksell y Wicksteed. Esos pensadores, cualquiera que fuera su grado de adhesión al laissez faire estricto, al menos sostenían que la economía de mercado contenía factores autocorrectores que hacían temporales las depresiones económicas. Keynes, descartando a sus predecesores (y contemporáneos) “ortodoxos”, se alineaba con lo que él mismo llamaba ese “bravo ejército de herejes”, Silvio Gesell, J.A. Hobson y otros reformistas sociales y socialistas críticos del capitalismo a los que los economistas de la corriente principal había rechazado por chiflados (Friedman 1997, p. 7).
En un conocido ensayo de 1934, Keynes ya se había incluido en el bando de estos “herejes”, los escritores “que rechazan la idea de que el sistema económico existente sea, en ningún sentido significativo, autocorrector (…) El sistema no es autocorrector y, sin una dirección deliberada, es incapaz de traducir nuestra pobreza actual en nuestra abundancia potencial” (1973a, pp. 487, 489, 491). La Teoría General pretendía proporcionar el marco analítico para justificar esta postura.
Los cambios en precios, salarios y tipos de interés, según Keynes, no cumplen con la función a ellos atribuida en la teoría económica estándar: tender a generar un equilibrio de pleno empleo. El nivel de salarios no tiene ningún efecto sustancial en el volumen del empleo, el tipo de interés no sirve para equilibrar ahorro e inversión, la demanda agregada normalmente es insuficiente para producir pleno empleo y así sucesivamente. Las suposiciones falsas, las incoherencias conceptuales y los non sequiturs que vician estas extravagantes firmaciones se han expuesto frecuentemente (por ejemplo, en Hazlitt 1959, [1960] 1995; Rothbard 1962, p. 2 y passim; Reisman 1998, pp. 862-894).# Tal y como resume el asunto James Buchanan: “Sencillamente, no hay evidencias que sugieran que las economías de mercado sean inherentemente inestables” (Buchanan, Wagner y Burton 1991, p. 109).
En todo caso, no todo sistema que contenga elementos del orden del mercado de la propiedad privad puede considerarse razonablemente como liberal. Es conocido que, en la historia moderna, hubo un sistema que incluía la propiedad privada y permitía a los mercados operar de forma restringida y limitada. Sin embargo, sus supervisores insistían en el papel primordial del estado, sin el que creían que la vida económica se derrumbaría en la anarquía. El liberalismo económico apareció como una reacción contra este sistema, al que se le llama mercantilismo.
Igualmente crucial para la cuestión son las formas en que los errores de Keynes socavaron la confianza en el orden de libre mercado y abrieron el camino al colosal crecimiento del poder del estado.
Murray Rothbard apunta que Keynes proponía un mundo en el que los consumidores son robots ignorantes y los inversores sistemáticamente irracionales, dirigidos por sus ciegos “espíritus animales” y que concluía que el volumen general de la inversión tenía que confiarse a un deus ex machina, una “clase externa al mercado (…) el aparato del estado” (Rothbard 1992, pp. 189–91). Keynes se refiere a este proceso como “la socialización de la inversión”. Como declara en la Teoría general, “espero ver al Estado, que está en disposición de calcular la eficiencia marginal de lo bienes de capital a largo plazo y basándose en el desarrollo social general, tomando un mayor responsabilidad en la organización directa de las inversiones” (1973b, p. 164). Defendía la creación de un Consejo Nacional de Inversiones. Todavía en 1943, estimaba que dicha autoridad influiría directamente en “dos tercios o tres cuartos de la inversión total” (Seccareccia 1994, p. 377).#
Robert Skidelsky insiste en que en estos casos Keynes no tenía en mente el estado en el sentido de un gobierno central (1988, pp. 17-18), sino más bien esos “cuerpos autónomos dentro del Estado” de los que hablaba en 1924, “cuerpos cuyo criterio de acción dentro de su propio campo es solamente el bien público como ellos lo entienden y de cuya deliberación están excluidos los motivos de las ventajas privadas” (Keynes 1972, pp. 288–89). Sin embargo Skidelsky parece olvidar los problemas de esta concepción que suena tan bien.
Keynes nunca especificó cómo iban a operar esos cuerpos, nunca dio ninguna razón para creer que estarían en disposición de calcular la “eficiencia marginal del capital” (un concepto tremendamente confuso en cualquier caso; ver Hazlitt 1959, pp. 156-170; Anderson [1949] 1995, pp. 200-205) y nunca indicó por qué sutiles medios se mantendría incólume a motivos de ventajas privadas (incluyendo las ideológicas personales).# Además, como Keynes concedía que estos “cuerpos semiautónomos” estarían “sujetos en último término a la soberanía de la democracia expresada mediante el Parlamento” (1972, pp. 288-289), ¿cómo podía impedirse que se convirtieran en la práctica en agencias del estado centralizado?
Si el centro de la doctrina del liberalismo es que, dada la adhesión institucional a los derechos a la vida, la libertad y la propiedad, puede contarse en buena medida con que la sociedad civil se organice por sí misma y si el ejemplo exhibido de este conciso liberalismo es la capacidad de la economía de mercado no dirigida de funcionar satisfactoriamente, entonces la “revolución keynesiana” señala el abandono del liberalismo.
En unos pocos años, el keynesianismo triunfo entre economistas ilustres en la universidad y el gobierno, convirtiéndose tras la Segunda Guerra Mundial en la doctrina oficial en los países desarrollados. Los administradores del Plan Marshall y sus aliados en la Comisión Económica de Naciones Unidas para Europa lo ordenaban, igual que los administradores del Programa de Recuperación Europea. A Italia, por ejemplo, “ambas agencias le reclamaban constantemente que reinflara” (de Cecco 1989, pp. 219-221).#
Aunque Alemania Occidental, bajo el liderazgo de Ludwig Erhard y aconsejado por economistas como Wilhelm Röpke, se resistía, en Gran Bretaña, ambos partidos mayoritarios defendían la gestión keynesiana de la demanda como medio para el pleno empleo, ahora el principal objetivo. En Estados Unidos, la Ley de Empleo de 1946 reconocía el papel primordial del gobierno federal en garantizar el máximo empleo a través de operaciones fiscales. Los resultados de esta revolución fueron desastrosos.
Antes de Keynes, el equilibrio presupuestario había sido el objetivo de los gobiernos, al menos de los países civilizados. El keynesianismo invirtió esta “constitución fiscal”. Al hacer a los gobiernos responsables de políticas fiscales “contracíclicas” e ignorando la tendencia miope de los políticos a acumular déficits, puso las bases para aumentos sin precedentes en los impuestos y la deuda pública de las décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial (Buchanan 1987; Rowley 1987b; Buchanan, Wagner y Burton 1991).
A veces se sostiene que Keynes “no era keynesiano” en el sentido de que no puede hacérsele responsable de la aplicación de su teoría por sus seguidores. Aún así, ¿con qué otro liberal “grande” o “modelo” tenemos un círculo de acólitos altamente influyentes que lo interpreten en un sentido acusadamente antiliberal? Como observa sardónicamente Michael Heilperin: “Si [Keynes] fue un liberal, entonces fue ese extraordinario tipo de liberal cuyas recomendaciones prácticas promueven constantemente el colectivismo” (1960, p. 125).
¿Normas o discrecionalidad?
Frente a anteriores ideologías absolutistas y luego colectivistas, el liberalismo se caracteriza por su insistencia en las normas en la vida política y en la económica (cf. Hayek 1973, pp. 56–59). El estado de derecho como fundamento del Rechtsstaat es un ejemplo evidente, como la doctrina del laissez faire, a la cual incluso John Stuart Mill se sintió obligado se defender de boquilla como un principio (fácilmente anulable) (“En resumen, el laissez faire debería ser la práctica general”). La máxima flexibilidad y libertad en el ejercicio del poder no es una vía que elogien los liberales. “Un gobierno de leyes, no de hombres”, es un lema liberal muy conocido.#Murray Rothbard señalaba que Keynes, por decirlo así, se oponía al principio por principio (1992, 177).# No es exagerado decir que Keynes era constitutivamente opuesto a las normas, o “dogmas”, como solía llamarlas. Esta actitud dominó su pensamiento a lo largo de su vida. En 1923 declaraba: “cuando hay que tomar grandes decisiones, el Estado es un cuerpo soberano cuyo propósito es promover el mayor bien para todos. Por tanto, cuando entramos en el ámbito de la acción del Estado, todo ha de considerarse y sopesarse por sus méritos” (1971a, pp. 56-57).
En sus últimos años, Keynes encontró “mucha sensatez” en la propuesta de que el estado “cubra el puesto vacante del empresario-jefe”, “interfiriendo en la propiedad y gestión de empresas particulares (…) valorando [solo] el caso y no siguiendo el dogma” (1980, p. 324). En una carta a F.A. Hayek a propósito del libro de éste recientemente publicado Camino de servidumbre, Keynes le reprendía por no darse cuenta de que “los actos peligrosos pueden realizarse con seguridad en una comunidad que piense y sienta correctamente, que podría ser la vía al infierno si fuera ejecutada por aquéllos que piensan y sienten erróneamente” (1980, pp. 387-388).
La oposición a actuar estrictamente por principio, afirma Robert Skidelsky, es lo esencial del “segundo renacimiento del liberalismo” de Keynes (después del “Nuevo liberalismo” de la escuela de Hobhouse: Keynes pretendía “sobreimponer una filosofía de gestión (…) una filosofía de intervención ad hoc, basada en el pensamiento desinteresado” (1988, p. 15). Alec Cairncross indica: “Odiaba la esclavitud de las normas. Quería que los gobiernos tuvieran discrecionalidad y quería que los economistas acudieran en su auxilio en el ejercicio de esa discrecionalidad” (1978, pp. 47-48). Aún así, son precisamente la naturaleza ad hoc de la aproximación de Keynes, su fe en un “pensamiento desinteresado” extrañamente incorpóreo y su predilección por la discrecionalidad del gobierno encumbrado por límites de principios los que van directamente contra lo esencial de la doctrina liberal.#
El verdadero liberalismo ha albergado tradicionalmente una profunda desconfianza en los agentes del estado, basándose en que su falta de competencia o de imparcialidad o de ambas cosas. La displicente confianza de Keynes en los expertos económicos cuyos sagaces consejos se pondrían en práctica por políticos que se negarían a sí mismo se contradice con esta sospecha completamente justificada y toda la evidencia histórica y teórica que la apoya. En términos contemporáneos, contradice las enseñanzas asociadas con la escuela de la elección pública.#
La utopía de Keynes
Keynes se dedicaba a menudo a reflexionar sobre la naturaleza de la sociedad futura, Como sus escritos están plagados de inconsistencias,# ha permitido a algunos de sus seguidores contestar que lo que quería básicamente era simplemente “un el pleno empleo al liberalismo clásico”, que “su modelo era mucho ‘capitalismo más pleno empleo’ y era relativamente optimista acerca de la posibilidad de un control macro” (Corry 1978, pp. 25, 28).Sin embargo, a lo largo de la carrera de Keynes aparecen claras indicaciones de su deseo de un orden social mucho más radical: en sus palabras, una “Nueva Jerusalén” (O’Donnell 1989, pp. 294, 378 n. 27). Confesaba que había elucubrado “con las posibilidades de mayores cambios sociales que hay dentro de las filosofías actuales” incluso de pensadores como Sidney Webb. “La república de mi imaginación se encuentra en el extremo izquierdo del espacio celestial”, reflexionaba (1972, p. 309). Numerosas declaraciones esparcidas a lo largo de décadas iluminan este reconocimiento algo oscuro. Tomadas juntas, con firman el argumento de Joseph Salerno (1992) de que Keynes era un milenarista, un pensador que veía la evolución social como la búsqueda de un curso preordenado de lo que concebía como un final feliz: una utopía (O’Donnell 1989, pp. 288-294).
Keynes ansiaba una condición de “igualdad de satisfacción entre todos” (sea lo que sea lo que pudiera significar) (1980, p. 369), en la que el problema que afronte la persona media sería “cómo ocupar el ocio, que la ciencia y el interés compuesto le habrán hecho conseguir, para vivir sabiamente, agradablemente y bien” (1972, p. 328). El progreso tecnológico, alimentado por la inversión socializada, garantizaría automáticamente bienes de consumo para todos. En ese momento, aparecerán las cuestiones serias de la vida: “La evolución natural debería ser hacia un nivel decente de consumo par todos y cuando éste sea suficiente para todos, hacia la ocupación de nuestras energías en los intereses no económicos de nuestras vidas. Así que necesitamos ir reconstruyendo lentamente nuestro sistema social con la vista puesta en estos fines” (1982a, p. 393).
Dejando aparte la cuestión de quién decidiría cuándo es suficientemente alto el nivel de consumo, tenemos que preguntar: ¿Qué técnicas imaginaba Keynes que existían para crear esa reestructuración de la sociedad? Como siempre que ponderaba el futuro, la concreción no existe.# Lo que está claro es que el la utopía futura, el estado será el líder incontestable.# Al poner fin a la “anarquía económica”, el nuevo “régimen [será uno] que deliberadamente se dirija a controlar y dirigir las fuerzas económicas en interés de la justicia social y la estabilidad social” (1972, p. 305).#
El estado, según Keynes, decidiría incluso el nivel óptimo de población. Respecto de la eugenesia, Keynes a veces da una apariencia de indecisión: “puede que un poco más tarde llegue el momento en que la comunidad en su conjunto deba prestar atención a la cualidad innata, así como a las meras cifras de sus miembros futuros” (1972, p. 292; ver también Salerno 1992, pp. 13-14). Otras veces, es bastante concreto: “La gran transición en la historia humana” empezará “cuando el hombre civilizado se atreva a asumir el control consciente en sus propias manos, lejos del ciego instinto de la mera supervivencia predominante” (1983, p. 859).# Así que el estado (bajo su disfraz como “hombre civilizado”) también canalizará y supervisará la reproducción de la raza humana.
En estos asuntos, el estado estará guiado, a su vez, por intelectuales sabios y previsores del tipo del propio Keynes.# ¿Cómo iba a ser de otro modo? Dejada a su propio albedrío, la gente está virtualmente desamparada. Como declaraba Keynes: “Tampoco es verdad que el interés propio generalmente sea ilustrado: es más común que los individuos actúan por separado para promover sus propios fines sean demasiado ignorantes o débiles como para alcanzar siquiera éstos” (1972, p. 288). Como sostenía que en cuestiones económicas “la solución correcta implicará elementos intelectuales y científicos que están por encima de la gran masa de votantes más o menos incultos” 1972, p. 295), uno se pregunta cuánta “soberanía de la democracia” continuaría existiendo en su utopía.
Naturalmente, dados sus propios gustos, las artes desempeñarían un papel central en su punto de vista. Se quejaba de la mezquindad de las subvenciones estatales a las artes que era defendida por “los moradores subhumanos del Tesoro”. Esa política era incompatible con cualquier concepción más noble de “la tarea y propósito, el honor y la gloria [sic] del Estado”. Las subvenciones a las artes eran un medio para que el Estado cumpliera su obligación de elevar al “hombre común”, de llevarle a sentirse “mejor, más dotado, más espléndido, más despreocupado” (citado en Moggridge 1974, pp. 34-35).
Durante la Segunda Guerra Mundial, Keynes fue un importante portavoz de lo que luego sería el Consejo de las Artes. Su lema era “Muerte a Hollywood”. Se vio inmensamente satisfecho de ser capaz de informar que tres mil trabajadores fabriles ingleses en los Midlands habían reaccionado con “salvaje deleite” a una representación de ballet (citado en Moggridge 1974, pp. 41, 48). En el futuro, aparte de las subvenciones estatales, habría una inculcación de la apreciación del arte en las escuelas: ir a representaciones y visitar galerías de arte “será un elemento vivo en la educación de todos y la asistencia habitual al teatro y a conciertos, parte de una educación organizada” (1982b, p. 371). La completa banalidad de su cruzada patrocinada por el estado en busca de un aumento estético (clave para la realización de la utopía de Keynes) solo es superada por su deprimente aplastamiento espiritual.
Keynes y los “experimentos” totalitarios
Otro fundamento para dudar del liberalismo de Keynes concierne a su actitud en las décadas de 1920 y 1930 hacia los “experimentos” continentales de economía planificada. A veces mostraba un punto de vista de las políticas nacionalsocialista alemana y fascista italiana que resulta sorprendente en un supuesto pensador liberal modelo. Aquí se trata de dos textos: el prólogo a la edición alemana de la Teoría general (Keynes 1973b, pp. xxv–xxvii) y el ensayo “Autosuficiencia nacional” (Keynes 1933; también incluido en Keynes 1982a, pp. 233-246).En el prólogo, Keynes observa que se está desviando de “la tradición clásica (u ortodoxa) inglesa”, que, señala, nunca dominó totalmente el pensamiento alemán- “La Escuela de Manchester y el marxismo, derivan ambos en definitiva de Ricardo. (…) Pero en Alemania siempre ha existido una gran porción de la opinión que no se ha adherido ni a una ni al otro (…) Por tanto, tal vez pueda esperar menos resistencia de los lectores alemanes que de los ingleses al ofrecer una teoría del empleo y producción como un todo, que se aleja en aspectos importantes de la tradición ortodoxa” (1973b, pp. xxv–xxvi). Para atraer aún más a sus lectores en la Alemania nacionalsocialista, Keynes añade: “Buena parte del siguiente libro tiene ejemplos y está explicado principalmente con referencia a las condiciones existentes en los países anglosajones. En todo caso la teoría de la producción en su conjunto, que es lo que el siguiente libro pretende ofrecer, es mucho más fácil de adaptarse a las condiciones de un estado totalitario, que la teoría de la producción y distribución de una producción dada bajo condiciones de libre competencia y de laissez faire” (1973b, p. xxvi).
Roy Harrod no menciona este prólogo en absoluto en su primer biografía (1951).# Robert Skidelsky se refiere a él como “desafortunadamente escrito” y lo deja ahí (1992, p. 581). Alan Peacock escribe del pasaje (sin citarlo) que Keynes indicaba “que el gobierno [nazi] alemán de entonces simpatizaría más que el gobierno británico con sus ideas sobre los efectos de las obras públicas en la creación de empleo” (1993, p. 7). Sin embrago, esta opinión va en contra del claro significado del texto: no es que los líderes nazis resultaran simpatizar más con una de las propuestas concretas de Keynes, sino que, en opinión de Keynes, su teoría “es mucho más fácil de adaptarse a las condiciones de un estado totalitario”. Peacock añade que “hay alguna discusión acerca de si el prólogo fue traducido adecuadamente o no”. Pero ese asunto no afecta en modo alguno al extracto aquí citado, que proviene del manuscrito de Keynes en inglés.#
Los pensadores económicos nazis utilizaron a veces referencias a Keynes para apoyar políticas económicas específicamente antiliberales del nacionalsocialismo. Otto Wagener, que encabezaba una oficina de investigación económica nazi antes de acceder al poder, dio a Hitler una copia del libro de Keynes sobre el dinero porque era “un tratado muy interesante”, con la sensación de que el autor “muy en nuestra línea, sin estar familiarizado con nosotros ni con nuestro punto de vista” (citado en Barkai 1977, pp. 55, 57, 156, traducción propia). La publicación de la edición alemana de la Teoría general recibió reseñas críticas de publicaciones que se las habían arreglado para mantener distancias respecto de las políticas económicas oficiales nazis, mientras que un apologista nazi en Heidelberg le daba la bienvenida “como una reivindicación del nacionalsocialismo”. El propio Keynes remarcaba que las autoridades alemanas habían permitido la publicación “con un papel [que era] bastante mejor del habitual y el precio no era mucho mayor de los habitual” (ambas citas en Skidelsky 1992, pp. 581, 583).
Un ejemplo más importante de la dificultad de clasificar a Keynes como liberal es su ensayo “Autosuficiencia nacional” (Keynes 1933, 1982b, pp. 233-246).# Aquí se trata al laissez faire y al libre comercio con el desdén característico de Bloomsbury. En el lúgubre pasado, se habían considerado “casi como parte del derecho moral”, un componente del “grupo de prendas obsoletas que arrastra una mente” (Keynes 1933, p. 755). Sin embargo, es muy distinta la postura de Keynes hacia las doctrinas que eran el último grito cuando escribía. “Cada años e hace más evidente que el mundo se está embarcando en una variedad de experimentos político-económicos” al abandonar los presupuestos del libre comercio del siglo XIX. ¿Cuáles son estos “experimentos”? Son los que están teniendo lugar en Rusia, Italia, Irlanda [sic] y Alemania. Incluso Gran Bretaña y Estados Unidos buscan “un nuevo plan” (p. 761).
Keynes es extrañamente escéptico sobre las posibilidades de éxito de estos distintos proyectos: “No sabemos cuál será el resultado. Vamos (todos, supongo) a cometer muchos errores. Nadie puede decir cuál de los nuevos sistemas demostrará ser el mejor. (…) Cada uno creemos una cosa. Sin creer que ya nos hayamos salvado, cada uno debería querer probar en buscar nuestra propia salvación” (pp. 761-762).
Reconoce que “en asuntos de detalle económico, diferenciados de los controles centrales”, está a favor de “retener tanto juicio e iniciativa y empresa privada como sea posible” (p. 762). Pero “todos necesitamos estar lo más libres posible de interferencia por cambios económicos en otros lugares, para hacer nuestros propios experimentos favoritos hacia la idea de la república social del futuro” (p. 763).
En el momento en que Keynes escribió este artículo, la doctrina de la “autosuficiencia nacional” que estaba predicando se identificaba frecuentemente con el nacionalsocialismo y el fascismo. Cuando Franklin Roosevelt “torpedeó” la conferencia económica de Londres de junio de 1933, el presidente del Reichsbank, Hjalmar Schacht, dijo con suficiencia al Völkischer Beobachter (el periódico oficial del Partido Nazi) que el líder estadounidense había adoptado la filosofía económica de Hitler y Mussolini: “Toma en tus propias manos tu destino económico y no solo te ayudarás a ti mismo, sino también al mundo entero” (Garraty 1973, p. 922).
Keynes admite que se estaban cometiendo muchos errores en todos los ensayos contemporáneos de planificación. Aunque Mussolini puede estar “echando las muelas del juicio”, “Alemania está a merced de unos responsables sin control, aunque aún es pronto para juzgarla”.# Reserva sus mayores críticas a la Rusia de Stalin, tal vez un ejemplo históricamente sin precedentes de “incompetencia administrativa y del sacrificio de casi todo lo que hace que la vida merezca la pena vivirse a cambio de cabezas de madera” (p. 766). “Dejemos que Stalin sea un ejemplo aterrador para todos los que busquen realizar experimentos”, declaraba Keynes (p. 769).
Aún así, su crítica de Stalin (que acababa de condenar a millones a la muerte en la hambruna del terror y estaba llenando el gulag de Lenin con millones de personas más) es curiosamente oblicua y descentrada. Lo que requieren los experimentos soviético y otros socioeconómicos es sobre todo “crítica dura, libre y sin miramientos”. Pero
Stalin ha eliminado toda mente independiente y crítica, incluso las que simpatizan con el punto de vista general. Ha producido un entorno en que los procesos mentales están atrofiados. Las blandas circunvoluciones del cerebro se han convertido en madera. El rebuzno multiplicado del altavoz reemplaza las suaves inflexiones de la voz humana. El balido de la propaganda aburre incluso a los pájaros y las bestias del campo hasta la estupefacción (p. 769).“Cabezas de madera… cerebros convertidos en madera… aburre… hasta la estupefacción”. El lector puede juzgar por sí mismo si esta crítica (que recuerda a John Stuart Mill insistiendo en la absoluta importancia de una eterna discusión y debate) es adecuada para los hechos de Stalin y el poder soviético en 1933.
Finalmente, un pasaje en este ensayo tal y como apareció en su primera versión en la Yale Review se omite en The Collected Writings:# “Pero brindo mis críticas para mostrar, como alguien cuyo corazón es amistoso y simpatiza con los experimentos desesperados del mundo contemporáneo, que les desea lo mejor y les gustaría que tuvieran éxito, que tiene sus propios experimentos a la vista y que en último término prefiere algo en la tierra a lo que los informes financieros llaman ‘la mejor opinión en Wall Street’” (Keynes 1933, p. 766).#
El comentario de Skidelsky sobre este ensayo es breve y blando: “Como apuntaba Keynes en sus artículos de “Autosuficiencia nacional” [el ensayo apareció en dos partes en The New Statesman and Nation], los experimentos sociales estaban de moda; todos ellos, fuera cual fuera su origen político, implicaban un papel mucho mayor para el gobierno y un papel muy restringido para el libre comercio” (1992, p. 483). Esta descripción difícilmente parece suficiente.
La pregunta en este caso es: ¿Cómo puede alguien que ha expresado una nostágica simpatía por los “experimentos” de nazis, fascistas y comunistas estalinistas y cuyo raído desdén de Bloomsbury estaba reservado para la sociedad de laissez faire que funcionaba libremente ser considerado un ejemplo rotundo de liberal o liberal en absoluto?#
Comunismo soviético
El tono y la sustancia de algunos de los apuntes más extensos de Keynes sobre el comunismo soviético también plantean dudas. Tras un viaje a la Unión Soviética en 1925, publicó A Short View of Russia (1972, pp. 253-271). Skidelsky, con asombrosa inverosimilitud, califica a este ensayo como “uno de los ataques más agudos al comunismo soviético nunca escritos” (1994, p. 235).Es verdad que Keyens apreciaba algunos defectos graves en el régimen soviético, especialmente la persecución de disidentes y la opresión general. Pero sostiene que estos defectos son en parte fruto de la revolución y resultado de “cierta bestialidad en la naturaleza rusa o en las naturalezas rusa y judía cuando, como ahora, se alían”. Forman “una sola cara” de la “soberbia seriedad de la Rusia roja”. Esa seriedad puede ser adusta, “cruda y estúpida y aburrida hasta el extremo”, como atestiguan los metodistas (1972, p. 270): otro toque Bloomsbury.
Keynes no dio ninguna indicación de que el despotismo pudiera ser la consecuencia natural, el resultado completamente predecible de tal concentración de poder en el estado como habían efectuado los bolcheviques en Rusia. Esta última opinión había sido uno de los sostenes del pensamiento liberal desde al menos el tiempo de Montesquieu y Madison, a través de Mises y Hayek y hasta el día de hoy. Uno esperaría que un liberal destacara este punto.
Por el contrario, Keynes habla favorablemente de la voluntad de los soviéticos de dedicarse a audaces “experimentos” de ingeniería social. En Rusia, “el método de prueba y error se utiliza sin reservas. Nadie ha sido tan abiertamente experimentalista como Lenin”. Respecto de los catastróficamente fracasados “experimentos” de los primeros años de gobierno bolchevique, que había impuesto el paso del “comunismo de guerra” a la Nueva Política Económica (NPE), Keynes los describe en los términos más anodinos: los “errores” anteriores se habían corregido ahora y las “confusiones” disipado (p. 262).# Keynes está deslumbrado por el carácter del régimen como “el laboratorio de la vida” y concluye que el comunismo soviético tiene “alguna posibilidad” de éxito. Afirma en este “agudo ataque” que “incluso una posibilidad que da a lo que está sucediendo en Rusia más importancia de lo que está sucediendo (por ejemplo) en los Estados Unidos de América” (p. 270).#
¿Qué hay en la base de la simpatía de Keynes por el experimento soviético? Aparece una pista al inicio de su ensayo, donde sugiere en broma que el arzobispo de Canterbury podría merecerse ser llamado un bolchevique “si sigue seriamente los preceptos del Evangelio”. (¿Jesucristo como el primer chequista?) Lo que conmueve más profundamente a Keynes es el elemento “religioso” del leninismo, cuya “esencia emocional y ética se centra en torno a la actitud individual y de la comunidad hacia el amor al dinero” (p. 259, cursiva en el original). Los comunistas han superado el “egoísmo materialista” y producido “un cambio real en la actitud predominante hacia el dinero (…) Una sociedad en la que esto sea al menos parcialmente cierto es una innovación tremenda”: “en la Rusia del futuro se pretende que la carrera de hacer dinero, como tal, sencillamente no se le ocurra a un joven respetable como una posible vía, igual que la carrera de un caballero no sería robar o adquirir habilidades en la falsificación o la malversación. (…) Todos deberían trabajar para la comunidad, dice la nueva religión, y, si realizan su tarea, la comunidad los sostendrá” (pp. 260-261).
Frente a esta inspiradora religiosidad, “el capitalismo moderno es absolutamente irreligioso”, faltándole cualquier sentido de solidaridad y espíritu público: “parece cada vez más claro que el problema moral de nuestra época se refiere al amor al dinero, con la habitual apelación al móvil del dinero en nueve décimos de las actividades de la vida, con el universo buscando la seguridad económica individual como primer objetivo de sus esfuerzos, con la aprobación social del dinero como medida del éxito constructivo, con la apelación social al instinto atesorador como fundamento para la provisión necesaria para la familia y el futuro” (268-269). Esta preferencia de la moralidad comunista por encima de la capitalista iba a mantenerse en Keynes durante años.
En 1928 realizó una segunda visita a Rusia, que produjo una evaluación menos favorable. A pesar de que Skidelsky nos asegure de que “el romance claramente había terminado” (1992, pp. 235-236), este juicio no es correcto. El romance continuó al menos hasta 1936, con la reseña de Keynes de Soviet Communism, de sus amigos Sidney y Beatrice Webb. Ninguno de los que defienden el liberalismo de Keynes ha afrontado nunca abiertamente sus declaraciones bastante poco ambiguas# incluidas en una breve charla radiofónica realizada en la BBC en junio de 1936 en las serie Books and Authors (1982b, pp. 333-334).
La única obra de la que se ocupaba Keynes con algo de extensión era el enorme volumen de los Webb recientemente publicado Soviet Communism. (La primera edición llevaba el subtítulo ¿Una nueva civilización?, pero las interrogaciones desaparecieron en posteriores ediciones). Cómo líderes de la Sociedad Fabiana, los Webb habían trabajado durante décadas para traer el socialismo a Gran Bretaña. En la década de 1930 se convirtieron en ardientes propagandistas del nuevo régimen de la Rusia comunista: en palabra de Beatrice, se habían “enamorado del comunismo soviético” (citado en Muggeridge y Adam 1968, p. 245). (A lo que ella llamaba “amor”, su sobrino político Malcolm Muggeridge lo calificaba como “adulación embobada” [1973, 72]).
Durante la visita de tres semanas a Rusia de los Webb, donde, presumía Sidney, fueron tratados como “un nuevo tipo de realeza”, las autoridades soviéticas les proporcionaron los supuestos hechos y cifras para su libro (Cole 1946, 194; Muggeridge y Adam 1968, 245). Los apparatchiks estalinistas estaban muy satisfechos del resultado final. En la propia Rusia, Soviet Communism se tradujo, publicó y promocionó por parte del régimen. Como declaraba Breatrice: “Sidney y yo nos hemos convertido en iconos en la Unión Soviética” (citado en Muggeridge 1973, p. 206).#
Desde que Soviet Communism apareció por pimera vez, se ha considerado como probablemente el mejor ejemplo de la ayuda y consuelo que los camaradas literarios viajeros daban al estado de terror de Stalin. Si Keynes hubiera sido un liberal y un amante de la sociedad libre, uno esperaría que su reseña del libro, a pesar de su amistad con los autores, fuera una fiera denuncia, pero pasa lo contrario. Como apuntaba encantada Beatrice en su diario, Maynard “en su atractivo estilo, promocionó nuestro libro en su reciente intervención radiofónica” (Webb 1985, p. 370).
En realidad, Keynes aconsejaba al público británico que Soviet Communism era una obra “que todo ciudadano serio hará bien en mirar”.
Hasta hace muy poco, los acontecimientos en Rusia se producían demasiado rápido y la distancia entre lo profesado y los logros reales era demasiado amplia como para que fuera posible un relato adecuado. Pero el nuevo sistema está ahora tan cristalizado como para ser revisado. El resultado es impresionante. Los innovadores rusos han pasado, no solo la etapa revolucionario, sino asimismo la etapa doctrinaria. Queda poco o nada que muestre ninguna relación especial con Marx y el marxismo que los distinga de otros sistemas de socialismo. Están dedicados a la vasta tarea administrativa de hacer que una serie completamente nueva de instituciones sociales y económicas funcionen suave y exitosamente en un territorio tan extenso que cubre un sexto de la superficie del mundo (1982b, p. 333).De nuevo hay una completa alabanza de la “experimentación” soviética: “Los métodos aún están cambiando rápidamente en respuesta a la experiencia. El empirismo y experimentalismo a gran escala que se ha intentado por parte de administradores desinteresados está funcionando. Entretanto, los Webb nos han permitido ver la dirección en que las cosas parecen estar moviéndose y lo lejos que han llegado” (1982b, p. 334).
Keynes cree que Gran Bretaña tiene mucho que aprender de la obra de Webb: “Me deja con un fuerte deseo y esperanza de que en este país descubramos cómo combinar una disposición ilimitada a experimentar con cambios en métodos e instituciones políticos y económicos, preservando al tiempo el tradicionalismo y una especie de cuidadoso conservadurismo, ahorrador de todo lo que tiene experiencia humana tras él, en todas las ramas del sentimiento y la acción” (p. 334). En este pasaje, como en muchos otros, a una le sorprende la estudiada marcha atrás y confusión básica típica de mucha de la filosofía social de Keynes: una “disposición ilimitada a experimentar” se combina de alguna manera con el “tradicionalismo” y el “cuidadoso conservadurismo”.
En 1936, nadie tenía que depender de la engañosa propaganda de los Webb para obtener información del régimen estalinista. Eugene Lyons, William Henry Chamberlin, el propio Malcolm Muggeridge, la prensa conservadora, católica y anarquista de izquierda del mundo y otros habían revelado la triste verdad acerca del osario presidido por los “innovadores” y “desinteresados administradores” de Keynes.# Quien estuviera dispuesto a escuchar podía conocer los hechos respecto de la hambruna del terror de principios de la década de 1930, el enorme sistema de campos de trabajo esclavo y la miseria casi universal que siguió a la abolición de la propiedad privada. Para los no enceguecidos por “amor”, eran inconfundibles las evidencias de que Stalin estaba perfeccionando el estado asesino modelo del siglo XX.
El odio al dinero
¿Qué explica la alabanza de Keynes del libro de los Webb y el sistema soviético? Puede haber pocas dudas de que la razón principal es, de nuevo, su profundamente asentada aversión a la búsqueda del beneficio y a hacer dinero, una actitud que compartía la pareja fabiana.Según su amiga y colega fabiana, Margaret Cole, los Webb veían a la Unión Soviética como “la esperanza del mundo” moral y espiritualmente (1946, p. 198). Para ellos, lo “más fascinante” de todo era el papel del Partido Comunista, que, sostenía Beatrice, era una “orden religiosa”, dedicada a crear una “conciencia comunista”. En 1932 Beatrice podía anunciar que “Es porque creo que ha llegado el día para cambiar el egoísmo por el altruismo (como motivo principal de la vida humana) por lo que soy una comunista” (citado en Nord 1985, pp. 242-244).
En Soviet Communism los Webb hablan efusivamente del reemplazo de los incentivos monetarios por los rituales de “compadece al delincuente” y la autocrítica comunista (Webb y Webb 1936, pp. 761-762). Hasta el final de su vida en 1943, Beatrice seguía alabando a la Unión Sovi´teica por “su democracia multiforme, su igualdad de sexo, clase y raza, su producción planificada para el consumo de la comunidad y sobre todo su penalización del móvil de la búsqueda de beneficios” (Webb 1948, p. 491). Después de morir, Keynes la alabó como “la mejor mujer de la generación que está muriendo ahora”.#
Igual que los Webb, Keynes identificaba la religiosidad con la abnegación por el bien del grupo. En términos económicos, esta visión se traducía en trabajar por recompensas no monetarias, trascendiendo de esta manera la sórdida motivación de “nueve décimos de las actividades de la vida” en las sociedades capitalistas. Para Keynes, como para los Webb, esta trascendencia era la esencia del elemento “religioso” y “moral” que detectaban y admiraban en el comunismo.
En su pasión hacia el maligno hacer dinero, Keynes incluso recurrió a pedir a los psicoanalistas que le apoyaran. Fascinado por la obra de Freud, como la mayoría de los miembros del círculo de Bloomsbury, Keynes la valoraba sobre todo por las “intuiciones” que se asemejaban a las suyas, especialmente sobre la importancia del amor al dinero. En su Tratdo sobre el dinero, se refiere a un pasaje en un escrito de 1908 en el que Freud escribe de las “conexiones que existen entre los complejos del interés en el dinero y de la defecación” y la identificación inconsciente “del oro con las heces” (Freud 1924, pp. 49-50; Keynes 1971b, p. 258 y n. 1 y Skidelsky 1992, 188, pp. 234, 237, 414).# Este “hallazgo” psicoanalítico permitía a Keynes afirmar que el amor al dinero era condenado no solo por la religión sino también por la “ciencia”. Así que, aparte de constituir “el problema ético central de la sociedad moderna” (O’Donnell 1989, 377 n. 14), la preocupación por el dinero era también un tema apropiado para el alienista.
Keynes anhelaba un tiempo en el que el amor al dinero como mera posesión “se reconociera por lo que es, una morbosidad algo desagradable, una de esas propensiones semicriminales, semipatológicas que uno pasa con un escalofrío a los especialistas en enfermedades mentales” (1972, p. 329). Es triste decir que Keynes no desarrolla el tratamiento que prevé que dichos especialistas infligirían a las personas trastornadas a las que se diagnostique que sufran esa aflicción mental.
En los apuntes prosoviéticos de Keynes y en la falta de cualquier preocupación acerca de ellos entre sus devotos encontramos de nuevo el grotesco doble patrón que continúa siendo casi universal (Applebaum 1997; Courtois 1999; Malia 1999). Si a mediados de la década de 1930, un escritor famoso se hubiera expresado a favor de la Alemania nazi en los términos ocasionalmente benevolentes que usó Keynes para la Unión Soviética, habría estado en la picota y su nombre apestaría hasta hoy. Aún así, por muy malvados que fueran a ser los nazis, en 1936 sus víctimas suponían solo una pequeña fracción de las del régimen soviético.#
De hecho, el caso de Keynes es peor que el de alguien que simplemente alababa a Hitler, por ejemplo, por su supuesto éxito en acabar con el problema del desempleo o restaurar el amor propio alemán o producir cualquier otro “logro” que pudiera haber reclamado el nacionalsocialismo. El equivalente real de Keynes, en su mezcla de crítica y simpatía respecto del comunismo soviético, sería un escritor que condenara las persecuciones y la supresión de la libertad de pensamiento bajo los nazis, alabándolos al mismo tiempo por su “conciencia” de la “cuestión racial”, de la que podamos deducir alguna esperanza para el futuro. Pero lo que Keynes encontraba admirable en la Rusia soviética (la voluntad de suprimir el hacer dinero y el móvil del beneficio) era la fuente principal de los horrores.
Como seguidores de una variante del marxismo, Lenin y luego Stalin compartían el asco al dinero de Marx. El comunismo pretendía abolir el dinero, junto con la búsqueda del beneficio y el intercambio privado (todo el sistema de mercado) que hace posible el dinero. El comunismo soviético elegía a sus presas principalmente entre los marcados por su supuesto amor al dinero y los beneficios: la burguesía y los terratenientes del antiguo régimen, los “especuladores” y “atesoradores” de los años del “comunismo de guerra” y el primer Terror Rojo, luego los hombres del NPE y “kulaks” del periodo de la colectivización y la introducción de planes (Leggett 1981; Conquest 1986; Malia 1994, pp. 129-133). ¿Cómo pudo haber olvidado Keynes el enlace entre el objetivo de la búsqueda de la riqueza individual y el tormento infligido por el estado que era norma en la Rusia soviética, particularmente considerando que en el libro que reseñaba en su intervención en la radio, los autores glorificaban la decisión de Stalin de proceder a “la liquidación de los kulaks como clase” (Webb y Webb 1936, pp. 561-572)?
Una característica notable de los comentarios elogiosos de Keynes sobre el sistema soviético aquí y en otros casos es su falta total de cualquier análisis económico. Keynes parece alegremente inconsciente de que pueda existir un problema de cálculo económico racional bajo el socialismo. Esta cuestión ya había ocupado a los investigadores continentales desde hacía tiempo y era el centro de una animada discusión en la London School of Economics.
Ese año antes de la intervención de Keynes en la radio, había aparecido un libro en inglés editado por F.A. Hayek, Collectivist Economic Planning (Hayek 1935), que incluía una traducción del ensayo seminal de Ludwig von Mises “Economic Calculation in the Socialist Commonwealth”. En el curso 1933-34 de la London School, Hayek ya estaba dando un curso titulado “Los problemas de una economía colectivista”. Se había ofrecido en 1932-33 un seminario dirigido por Hayek, Lionel Robbins y Arnold Plant, dedicado principalmente al mismo tema (Moggridge 2004).
Keynes no dio señales de que conociera en absoluto el debate o estuviera al menos interesado en la cuestión.# Por el contrario, lo que importaba a Keynes era el entusiasmo por el experimento soviético (¿ha habido alguna vez algún otro economista, o pensador liberal, que invocara tan a menudo el “entusiasmo” y el “aburrimiento” como criterios para juzgar los sistemas sociales?), el imponente ámbito de los cambios sociales dirigidos por esos “desinteresados administradores” y el innovador avance ético de abolir el móvil del beneficio.
¿Significa esta evidencia que Keynes fuera en algún punto incluso comunista? Por supuesto que no. Pero su simpatía claramente expresada por el sistema soviético (así como, en grado muy inferior, por otros estados totalitarios), cuando se añade a su teoría económica de mayor estado y su visión utópica dominada por el estado, debería hacer meditar a los que la incluyen con tanta determinación en las filas liberales. Al ver a Keynes tal vez como “el liberal modelo del siglo XX” o como cualquier tipo de liberal en absoluto, solo pueden hacer incoherente un concepto histórico indispensable.
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