El mundo despertó el viernes 24 de junio sintiendo los primeros efectos del error que más de la mitad de los ciudadanos del Reino Unido habían cometido el jueves. Al expresar su deseo de salirse de la Unión Europea, el 52% de los británicos lograron, en un sólo día, que las bolsas del mundo perdieran unos US$2 millones de millones; que el valor de la libra esterlina bajara 31% -la mayor caída de su historia en una sola jornada- y que la deuda británica fuera downgraded de "estable" a "negativa", según la clasificadora de riesgo Moody’s. Al terminar el día, habían hecho renunciar al primer ministro David Cameron.
La incertidumbre ha seguido en los días siguientes. Los más inmediatos y visibles efectos del acto separatista son económicos, pero cuidado con equivocarse porque esta vez it’s not the economy, stupid. El voto británico tuvo una motivación política, pone en evidencia una realidad política y podría hasta cambiar el camino político que se ha trazado el mundo.
Si la globalización ha comenzado su descenso, será porque el Brexit es la primera de una serie de acciones de aislamiento proteccionista que buscan impedir el libre movimiento de bienes, personas y capital. O quizá sea la segunda. La primera iniciativa de integración multinacional de la Cuenca del Pacífico (Trans-Pacific Partnership, TPP) lanzada por el presidente Barack Obama y ya aprobada por los gobiernos de Mexico, Perú y Chile, pareciera que pasará al olvido.


El mandato de dar la espalda a Europa es el golpe más fuerte que ha recibido la globalización desde que empezara a usarse el término hace unos 50 años. Y el feroz impacto global de este voto contra la globalización muestra cuánto se ha globalizado ya el mundo.
La Unión Europea, hasta ahora el único caso exitoso en el mundo de integración multinacional con libre flujo de bienes, servicios, capitales y personas entre sus países miembros, ha dado un fuerte paso atrás.
Y la Unión Europea es, en gran medida, el intento hasta ahora exitoso de Estados Unidos de traer paz y prosperidad a una región del mundo que casi destruyó el mundo a mediados del siglo 20. La Unión Europea ha sido un modelo de integración multinacional y gobierno supranacional desde que sus seis países fundadores -Alemania Occidental, Bélgica, Francia, Holanda, Italia y Luxemburgo- firmaron su tratado constitutivo en 1957. El Reino Unido ingresó a la Unión en 1973. Y muchos tienen la esperanza de que algún día el mundo se merezca y sea capaz de tener una organización política como la de la Unión Europea.
Las consecuencias de mediano y largo plazo de la decisión británica son difíciles de medir porque el país tiene dos años para negociar su salida y la negociación puede tomar muchos caminos. Las reacciones de los demás países europeos, Estados Unidos y el resto del mundo dependerán en gran medida de esas negociaciones y acuerdos. Pero economistas de todos los colores, los gobiernos de todos los países de la UE y sus aliados, organismos internacionales, banqueros, empresarios y hasta la OTAN han opinado que, en el mediano y largo plazo, separarse de Europa le va a costar caro al Reino Unido. La separación tampoco será buena para los demás países de la Unión ni para el resto del mundo, pero quienes más tienen que perder con el voto británico son los británicos.
La mitad de las exportaciones del Reino Unido va hoy a la Unión Europea -el mayor mercado del mundo- en parte gracias al libre flujo de bienes entre sus 28 países miembros. Si el país quiere tan sólo conservar las preferencias comerciales que hoy tiene, tendría que negociar acuerdos de libre comercio bilaterales con sus 27 ex socios y negociar, uno por uno, con otros 50 países a los que tiene acceso preferencial como miembro de la UE.
El libre flujo de capitales en la Unión Europea ha ayudado a Londres a fortalecer su liderazgo como centro financiero mundial. Hasta ahora. Con tan malos ojos ve la banca internacional la secesión que algunos de ellos, como el alemán Deutsche Bank y el estadounidense Goldman Sachs hablaron antes del plebiscito, prediciendo un desastre y amenazando con reducir su presencia en el Reino Unido si ganaba la ruptura. El viernes, tras saberse el resultado, el CEO de JP Morgan Chase envió un memo al personal alertando que el banco tendrá que cambiar su estructura legal en Europa y trasladar a otro país a varios de sus altos ejecutivos.
La devaluación de la libra afecta primero a quienes tienen su sueldo en libras, pero también a todo el mundo -incluyendo América Latina-, porque hace subir el dólar. Los bienes de consumo que importa la región subirán de precio al traducirse a moneda local. También habrá que pagar más por la maquinaria y el software que importan empresas y gobiernos para pavimentar calles, equipar hospitales o construir centrales de energía.
El alza del dólar hace subir instantáneamente la deuda externa en dólares y hay preocupación por lo expuesta al dólar que está la deuda china. En América Latina, la deuda externa pública está mayoritariamente en moneda local, pero sí corre riesgo la deuda externa corporativa.
Separarse de la Unión Europea también hará perder puntos al Reino Unido en inversión extranjera. Una empresa española que hoy decide abrir operaciones en Inglaterra puede mover capitales cuando quiere, contratar servicios en su país de origen para recibirlos en el país de destino si eso le conviene y trasladar a su personal de un país a otro si así lo decide. Las mismas preferencias tiene una empresa británica que quiere instalarse en España. Al marginarse de la Unión, sin libre flujo de capitales, servicios y personas, Gran Bretaña pierde ventajas como inversionista extranjero y como receptor de inversión extranjera.
En el corto plazo, los expertos predicen una recesión para la separatista Albión y los más agoreros han pronosticado que ella será de hasta 3% al primer año de la ruptura. Eso arrastrará hacia abajo a los otros miembros de la Unión. Hay estimaciones de que Europa perdería medio punto porcentual de su PIB por cada punto que retroceda el Reino Unido. Y una recesión europea frenará el crecimiento de Estados Unidos, causando un efecto dominó en todo el mundo: ya hay rumores de que la Fed, para estimular la economía norteamericana, podría revertir el medio punto de alza que dio a las tasas de interés en diciembre.
Y por si a alguien le queda alguna duda de que separarse de la Unión era una mala idea, basta mirar el crecimiento del Reino Unido en los últimos 70 años. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta 1973, año en que entró a la entonces llamada Comunidad Económica Europea, el Reino Unido fue el país que menos creció dentro del grupo de los G7. Desde 1974 hasta el año pasado, fue el que más creció de ese grupo. Pasar del último lugar al primero en crecimiento económico no puede deberse solamente a su ingreso a la UE, pero ciertamente integrarse a Europa no le hizo daño.
Las encuestas decían que podía ganar la opción separatista, pero tanta y tan buena era la evidencia a favor de quedarse en Europa, que parecía imposible que más de la mitad de los británicos fuera a equivocarse. Los ingleses no le creyeron a su gobierno, no quisieron escuchar a los economistas ni le hicieron caso a comentaristas, analistas o cualquiera que se las diera de experto. Ni siquiera se dejaron convencer por la evidencia ni por los argumentos económicos porque esta vez la cosa es política.
Esta vez la cosa es política. El resultado del plebiscito muestra un fenómeno político con raíces profundas en la economía. La votación muestra que en Inglaterra está pasando algo muy parecido a lo que se constató en Francia tras el fuerte aumento en la votación que obtuvo el nacionalista y xenófobo Frente Nacional que dirige Marine Le Pen. Y algo muy similar está pasando en Estados Unidos, con el arrastre que ha logrado entre los votantes el nacionalista y xenófobo candidato Donald Trump, al punto que podría ganar la elección presidencial y llegar a instalarse en la Casa Blanca.
Lo que sucede en esos tres países, y en menor medida también en Italia, España y otros países, constituye el mayor cuestionamiento que ha enfrentado hasta la fecha el proceso de globalización. El voto inglés no está necesariamente en contra del libre flujo de mercancías, servicios o capitales, pero sí, definitivamente, contra el libre flujo de personas. Los supuestamente civilizados votantes de los países ricos, con la honrosa excepción de Alemania, se muestran crecientemente como una iracunda muchedumbre nacionalista, anticapitalista, xenófoba, autoritaria, alérgica a los inmigrantes y muy cerca del fascismo.
El fascismo que llegó al poder democráticamente en Alemania e Italia en los años 30 surgió de una clase media empobrecida que hasta entonces estaba formada mayoritariamente por lo que se llamaba pequeña burguesía: zapateros, sastres, relojeros,  orfebres, joyeros , ebanistas, cocineros, empresarios de sus propios talentos y destrezas que habían aprendido el oficio de sus padres y carecían de estudios formales más allá de haber aprendido a leer y escribir.
El nacionalismo que surge  ahora se nutre de los obreros de los países ricos, que hasta hace una generación tenían trabajo asegurado de por vida en una fábrica o una cadena de tiendas y que han sido dejados atrás por la combinación de dos procesos: uno es la globalización, que permite a las multinacionales trasladar sus plantas manufactureras a países más pobres, contratando a trabajadores por salarios menores a los que pagan en sus países de origen, lo que mejora el estándar de vida entre los obreros de países en desarrollo y al mismo tiempo empeora la situación económica de los obreros en los países desarrollados, ya sea por congelamiento salarial o por despido.
El otro proceso que se combina con la globalización para empeorar la situación de los trabajadores ingleses, estadounidenses o franceses, es la persistente desigualdad de ingresos en los países ricos. Los trabajadores no perciben los beneficios del crecimiento económico de las últimas dos décadas porque casi todas las ganancias van a parar a manos de los más ricos. Si bien hay programas sociales de ayuda a la extrema pobreza, Estados Unidos y el Reino Unido hasta ahora no muestran políticas serias de apoyo a esa clase media trabajadora que se ha empobrecido o se sigue empobreciendo. Y en Europa, cuando se han lanzado programas de austeridad para equilibrar el presupuesto, sí se les pide a los trabajadores que hagan el sacrificio. Francia tiene un colchón más grande para sus pobres, pero ese colchón está bajo asedio. En la mayoría de los países de la Unión Europea -Alemania es otra vez el honroso contraejemplo-, la modernización de las economías se parece mucho a la ley del más fuerte.
Alemania puede no ser la economía más liberal del viejo continente, pero muestra una estabilidad que debiera ser la envidia de Estados Unidos o la nueva Inglaterra secesionista. Y parte de su contrato social distinto termina traduciéndose en la prodigiosa productividad alemana y su persistente competitividad.
La cosa no pinta bien para la globalización, corolario natural de la liberalización económica que ha liderado Estados Unidos y a la cual han apostado y siguen apostando casi todas las economías del hemisferio occidental y muchas de otros continentes. Es posible que el ingreso de China a la Organización Mundial del Comercio sea recordado como el punto más alto de la globalización en su encarnación contemporánea. Es posible que el Brexit sea el punto de inflexión en la curva de la globalización, el punto en que la integración multinacional se detuvo o empezó a desintegrarse.
Si la globalización ha comenzado su descenso, será porque el Brexit es la primera de una serie de acciones de aislamiento proteccionista que buscan impedir el libre movimiento de bienes, personas y capital. O quizá sea la segunda. La primera iniciativa de integración multinacional de la Cuenca del Pacífico (Trans-Pacific Partnership, TPP) lanzada por el presidente Barack Obama y ya aprobada por los gobiernos de Mexico, Perú y Chile, pareciera que pasará al olvido. Con los vientos que corren en la campaña presidencial estadounidense, la única candidata que apoyaba el TPP, Hillary Clinton, decidió que le convenía mostrarse al menos un poquito proteccionista y le ha quitado su apoyo.
Si otros países se lanzan a imitar el ejemplo aislacionista del Reino Unido -y el Frente Nacional ya está llamando a plebiscito en Francia- las noticias son malas para el mundo. Y serán peores si los países europeos aumentan los aranceles o asignan cuotas a las importaciones británicas para "protegerse" del daño que les causa el Brexit o lo que venga después del Brexit. La última guerra comercial en que participaron Europa y Estados Unidos hizo caer 25% el comercio mundial en apenas cuatro años, entre 1929 y 1932. El ímpetu proteccionista empeoró la Gran Depresión, lo que a su vez dio combustible al ascenso político del nazismo que, a su vez, inició la Segunda Guerra Mundial.
También es posible, hasta probable, que prime la cordura en el Reino Unido -mal que mal es un país de comerciantes- y en la Unión Europea. El nuevo gobierno británico debiera ser capaz de negociar acuerdos de separación que respeten el mandato popular, manteniendo algunas de las ventajas que tuvo como país miembro.
Lo que sí es cierto es que el Reino Unido no podrá elegir lo que le gusta y rechazar lo que no le gusta de la Unión, como si fuera el menú de un restaurante. Si quiere seguir teniendo acceso libre de impuestos al mayor mercado consumidor del mundo y que sigan fluyendo los capitales, va a tener que aceptar que sigan llegando polacos y búlgaros. Lo que deben hacer los negociadores británicos y sus contrapartes de los otros países europeos es sentarse a conversar con agenda abierta. Dejar que fluyan también los jugos creativos, explorar posibilidades que nadie haya pensado todavía. Tienen dos años para hacerlo.
El Brexit no va a causar por sí sólo una Tercera Guerra Mundial ni mucho menos. Pero es una señal de alerta. Y el ascenso del nacionalismo xenofóbico en Francia e Inglaterra también preocupa. Ahora, si Donald Trump gana la elección presidencial de noviembre en Estados Unidos y llega a la Casa Blanca con su muralla para protegerse de los mexicanos y su prohibición de ingreso a todos los musulmanes para protegerse de los terroristas, cualquier escenario aterrador se vuelve más posible.
AméricaEconomía siempre ha abogado por el libre comercio y la globalización, en la certeza de que facilitan la integración regional e insertan a nuestra región en las instancias de mayor dinamismo económico mundial. Pero en el camino hay que salvar al capitalismo de los capitalistas y a la globalización de algunos globalizadores. Hay una dimensión social que cuidar, un nuevo contrato social que desarrollar. Hasta ahora, la globalización ha sido globalización salvaje. Lo que falta es civilizarla.