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Monday, September 26, 2016

Los niños terribles

Los niños terribles

Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Puede verse también del autor Los justos de Israel y Las aldeas condenadas
El premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa reflexiona en una serie de reportajes sobre la ocupación israelí. En la segunda entrega el Nobel describe, a través de lo oído en un tribunal militar israelí que juzga a palestinos de 12 a 17 años que atentan contra la seguridad, cómo funciona un sistema para “prevenir el terror sembrando el pánico.
Salwa Duaibis y Gerard Horton son dos juristas —ella palestina y él británico/australiano—, miembros de una institución humanitaria que vigila las actuaciones de los tribunales militares en Israel encargados de juzgar a los jóvenes de 12 a 17 años que atentan contra la seguridad del país. La mañana que pasé con ellos en Jerusalén ha sido una de las más instructivas que he tenido.


¿Sabía usted que en el año 2012 ni un solo colono de los asentamientos de Cisjordania fue asesinado? ¿Y que el promedio de crímenes contra los miembros de los asentamientos en los últimos cinco años es solo de 4,8 de promedio al año, lo que significa que los territorios ocupados son más seguros para ellos que las ciudades de Nueva York, México y Bogotá para sus vecinos? Si se tiene en cuenta que en Cisjordania los colonos son unos 370.000 (si se añade Jerusalén Oriental serían medio millón) y los palestinos 2.700.000, no hay duda posible: se trata de uno de los lugares menos violentos del mundo, pese a los tiroteos, demoliciones, actos terroristas y disturbios de que da cuenta la prensa.
“Un gran éxito de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI), sin duda”, dice Gerard Horton. “¿Hay que felicitarlas por ello?” Algo semejante sólo se consigue mediante un plan inteligente, frío y metódicamente ejecutado. ¿En qué consiste este plan en lo que concierne a los niños y adolescentes? En un programa de intimidación sistemática, astutamente concebido y puesto en práctica de manera impecable. Se trata de mantener a esa población joven, la de 12 a 17 años, desestabilizada psicológicamente. Para ella existen las cortes especiales que vigilan los juristas de esta institución. El método consiste en “demostrar la presencia” por doquier de las FDI, la “cauterización de la conciencia” y “operaciones simuladas de perturbación de la normalidad”. Esta jerga esotérica puede resumirse en una frase sencilla: prevenir el terror sembrando el pánico. (Este método es distinto al que se aplica a los adultos y, sobre todo, a los sospechosos de terrorismo; en este caso se incluyen asesinatos selectivos, torturas, larguísimas penas de prisión y demolición y confiscación de viviendas).
El Ejército tiene un oficial de inteligencia a cargo de cada una de las zonas de Cisjordania y una eficiente cadena de informantes comprados mediante el soborno o el chantaje, gracias a los cuales hace listas de los jóvenes que asisten a las manifestaciones contra el ocupante y tiran piedras a las patrullas israelíes. Las operaciones se hacen generalmente de noche, por soldados enmascarados que se anuncian con un ruido ensordecedor, lanzando a veces granadas de aturdimiento en sus irrupciones en los hogares, rompiendo cosas, dando órdenes y hablando a gritos, con el objeto de asustar a la familia, sobre todo a los niños. Los registros son imprevisibles, minuciosos y aparatosos. Al joven o niño delatado, le tapan los ojos y lo esposan; se lo llevan, tendido en el suelo del vehículo, poniéndole encima los pies, o dándole algunas patadas para mantenerlo asustado. En el centro de interrogación lo dejan tendido en el suelo entre cinco o diez horas, para desmoralizarlo y espantarlo con la incierta espera en las tinieblas. El interrogatorio sigue un protocolo preciso: aconsejarle que se declare culpable de tirar piedras, con lo que apenas pasará dos o tres meses en la cárcel; en caso contrario, el juicio puede ser largo, siete u ocho meses, y, si es declarado culpable, acaso reciba una sentencia peor. Ablandado así, se le puede proponer entonces que sirva de informante. Si no lo está lo suficiente, se le advierte que podría ser violado o torturado, algo a lo que no es necesario llegar, salvo casos excepcionales. A algunos, basta advertirles que su conducta podría obligar al Ejército a detener a sus seres más queridos, su madre o su hermana, por ejemplo. En algunos casos, el joven o niño acepta la propuesta; y casi siempre sale de aquella experiencia quebrado, confuso, compungido y avergonzado de sí mismo. Este estado de ánimo aminora, según los diseñadores del método, su peligrosidad potencial y lo vuelve vulnerable. Y no es imposible que ese ruinoso estado de ánimo se contagie al resto de la familia.
Por eso, no importa tanto identificar a los culpables de las pedreas; el objetivo es introducir en los hogares y en todas las aldeas, a través de los niños y adolescentes, inseguridad y alarma perpetuas. Acosadas por el temor de ser víctimas de esos registros, en medio de la noche, con destrozos en vajilla, camas y enseres, de que se lleven a hijos, hermanos o nietos, las angustiadas familias se vuelven menos peligrosas. Ese mismo fin persiguen las prohibiciones disparatadas, los toques de queda constantes, las súbitas disposiciones que alteran las rutinas y aumentan el sobresalto cotidiano. La confusión y el desorden impiden o por lo menos desalientan las conspiraciones. Gracias a la manera sorpresiva y escenográfica de los registros y la parafernalia que los acompaña, la población suele quedar muy desarmada sicológicamente para organizarse y operar; de este modo se atenúa el riesgo de que sean un peligro serio para esas colonias tan bien armadas, y, sobre todo, tan estratégicamente bien situadas.
Cola de mujeres, ancianos y niños en el puesto de control de Qalandia.
Cola de mujeres, ancianos y niños en el puesto de control de Qalandia. P. Casado EL PAÍS
Los vecinos de las aldeas y ciudades acuadrilladas y resquebrajadas por los asentamientos reciben prohibiciones estrictas de pisar el territorio de las colonias, lo que los obliga a dar grandes circunvalaciones para comunicarse entre sí. Los colonos, en cambio, están enlazados por modernas carreteras que por lo común solo pueden utilizar los ciudadanos israelíes. El aislamiento de los pueblos y ciudades palestinos y la rápida comunicación entre los asentamientos es otra de las garantías de su seguridad. Es verdad que, a veces, se perpetran crímenes horribles contra los colonos, pero, atendiendo a la inhumana estadística, sus víctimas son menos numerosas que las que en el resto del mundo resultan de los accidentes de tránsito. Israel demuestra así que en el siglo XXI se puede ser un país colonialista y al mismo tiempo muy seguro.
¿Qué pasa cuando esos niños o jóvenes son finalmente puestos en manos de los jueces? Para saberlo, acompañado por Gerard Horton y Salwa Duaibis, pasé unas horas en una cárcel en las afueras de Jerusalén, donde funcionan los tribunales de menores presididos por jueces militares. Entrar en el recinto de los juzgados es una larga tarea; hay que someterse a registros y recorrer pasillos enrejados y con cámaras que me recordaron lo que fue entrar a, y salir de, la Franja de Gaza.
Los niños terribles
Más interesante que los juicios mismos, resultó conversar con las madres y padres, o hermanos y hermanas, de los jóvenes palestinos que estaban siendo juzgados. Una señora de la aldea de Beit Fajjar me cuenta que su hijo, de 15 años, ha pasado siete meses en la cárcel y que, la noche que los soldados lo arrestaron, rompieron todo lo que había en su casa. Le ha costado un sinfín de trabajos viajar de Beit Fajjar a Jerusalén. Pese a ello, sus ojos brincan de alegría y sonríe todo el tiempo: su hijo ha cumplido la condena y espera que dentro de un minuto o una hora (o dos o tres) el juez la llame y le diga que puede llevárselo a su casa.
Ninguna otra de las personas que está en esta sala muestra semejante alegría. Un hombre alto y enteco me cuenta que tiene dos hijos presos —uno de 15 y otro de 17— y que todavía no ha podido verlos. Le toma tres días llegar desde su aldea y ni siquiera está seguro de que hoy podrá charlar con ellos. Lo acompaña su hija, muy jovencita y muy tímida, a la que golpearon los soldados la noche que entraron rompiendo a patadas la puerta de su casa, porque olvidó mostrarles el teléfono móvil que tenía en el bolsillo y con el que acaso estaba grabándolos.
Cola de hombres en el puesto de control de Qalandia.
Cola de hombres en el puesto de control de Qalandia. Oren Ziv /Activestills EL PAÍS
Los juicios son rápidos. El juez o la jueza, en uniformes militares, hablan en hebreo y un oficial los traduce al árabe. Los abogados utilizan el árabe y son traducidos al hebreo. Los acusados, jóvenes semirapados y vestidos de negro, escuchan en silencio cómo se decide su suerte. De pronto, una muchacha, hermana de uno de los reos, estalla en llanto. Desde el banquillo de los acusados, aquel le implora con los ojos y las manos que se tranquilice, su llanto podría empeorar las cosas.

Los niños terribles

Los niños terribles

Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Puede verse también del autor Los justos de Israel y Las aldeas condenadas
El premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa reflexiona en una serie de reportajes sobre la ocupación israelí. En la segunda entrega el Nobel describe, a través de lo oído en un tribunal militar israelí que juzga a palestinos de 12 a 17 años que atentan contra la seguridad, cómo funciona un sistema para “prevenir el terror sembrando el pánico.
Salwa Duaibis y Gerard Horton son dos juristas —ella palestina y él británico/australiano—, miembros de una institución humanitaria que vigila las actuaciones de los tribunales militares en Israel encargados de juzgar a los jóvenes de 12 a 17 años que atentan contra la seguridad del país. La mañana que pasé con ellos en Jerusalén ha sido una de las más instructivas que he tenido.

Saturday, July 9, 2016

La batalla de un hombre solo

La batalla de un hombre solo

La batalla de un hombre solo














Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
En los años setenta tuvo lugar un extraordinario fenómeno de confusión política y delirio intelectual que llevó a un sector importante de la inteligencia francesa a apoyar y mitificar a Mao y a su “revolución cultural” al mismo tiempo que, en China, los guardias rojos hacían pasar por las horcas caudinas a profesores, investigadores, científicos, artistas, periodistas, escritores, promotores culturales, buen número de los cuales, luego de autocríticas arrancadas con torturas, se suicidaron o fueron asesinados. En el clima de exacerbación histérica que, alentada por Mao, recorrió China, se destruyeron obras de arte y monumentos históricos, se cometieron atropellos inicuos contra supuestos traidores y contrarrevolucionarios y la milenaria sociedad experimentó una orgía de violencia e histeria colectiva de la que resultaron cerca de 20 millones de muertos.


En un libro que acaba de publicar, Le parapluie de Simon Leys (El paraguas de Simon Leys), Pierre Boncenne describe cómo, mientras esto ocurría en el gigante asiático, en Francia, eminentes intelectuales, como Sartre, Simone de Beauvoir, Roland Barthes, Michel Foucault, Alain Peyrefitte y el equipo de colaboradores de la revista Tel Quel, que dirigía Philippe Sollers, presentaban la “revolución cultural” como un movimiento purificador, que pondría fin al estalinismo y purgaría al comunismo de burocratización y dogmatismo e instalaría la sociedad comunista libre y sin clases.
Un sinólogo belga llamado Pierre Ryckmans, que firmaría sus libros con el nombre de pluma de Simon Leys, hasta entonces desinteresado de la política —se había dedicado a estudiar a poetas y pintores chinos clásicos y a traducir a Confucio—, horrorizado con esta superchería en la que sofisticados intelectuales franceses endiosaban el cataclismo que padecía China bajo la batuta del Gran Timonel, se decidió a enfrentarse a ese grotesco malentendido y publicó una serie de ensayos —Les Habits neufs du président Mao, Ombres chinoises, Images brisées, La Fôret en feu, entre ellos— revelando la verdad de lo que ocurría en China y enfrentándose con gran coraje y conocimiento directo del tema al endiosamiento que hacían de la “revolución cultural”, empujados por una mezcla de frivolidad e ignorancia, no exenta de cierta estupidez, buen número de los iconos culturales de la tierra de Montaigne y Molière.
Los ataques que recibió Simon Leys por atreverse a ir contra la corriente y desafiar la moda ideológica imperante en buena parte de Occidente, que Pierre Boncenne documenta en su fascinante libro, dan vergüenza ajena. Escritores de derecha y de izquierda y las páginas de publicaciones tan respetables como Le Nouvel Observateur y Le Monde lo bañaron de improperios —entre los cuales, por cierto, no faltó el de ser un agente y trabajar para los americanos—, y lo que más debió dolerle a él siendo católico fue que revistas franciscanas y lazaristas se negaran a publicar sus cartas y sus artículos explicando por qué era una ignominia que conservadores como Valéry Giscard d’Estaing y Jean d’Ormesson y progresistas como Jean-Luc Godard, Alain Badiou y Maria Antonietta Macciocchi consideraran a Mao “genio indiscutible del siglo XX” y “el nuevo Prometeo”. Nunca tan cierta como en aquellos años, la frase de Orwell: “El ataque consciente y deliberado contra la honestidad intelectual viene sobre todo de los propios intelectuales”. Pocos fueron los intelectuales franceses de aquellos años que, como un Jean-François Rével, guardaron la cabeza fría, defendieron a Simon Leys y se negaron a participar en aquella farsa que veía la salvación de la humanidad en el aquelarre genocida de la revolución cultural china.
La silueta de Simon Leys que emerge del libro de Pierre Boncenne es la de un hombre fundamentalmente decente, que, contra su vocación primera —la de un estudioso de la gran tradición literaria y artística de China fascinado por las lecciones de Confucio—, se ve empujado a zambullirse en el debate político en el que, por su limpieza moral, debe enfrentarse, prácticamente solo, a una corriente colectiva encabezada por eminencias intelectuales, para disipar una maraña de mentiras que los grandes malabaristas de la corrección política habían convertido en axiomas irrefutables. Terminaría por salir victorioso de aquel combate desigual, y el mundo occidental acabaría aceptando que la “revolución cultural”, lejos de ser el sobresalto liberador que devolvería al socialismo la pureza ideológica y el apoyo militante de todos los oprimidos, fue una locura colectiva, inspirada por un viejo déspota que se valía de ella para librarse de sus adversarios dentro del propio partido comunista y consolidar su poder absoluto.
¿Qué ha quedado de todo aquello? Millones de muertos, inocentes de toda índole sacrificados por jóvenes histéricos que veían enemigos del proletariado por doquier, y una China que, en las antípodas de lo que querían hacer de ella los guardias rojos, es hoy una sólida potencia capitalista autoritaria que ha llevado el culto del dinero y del lucro a extremos de vértigo.
El libro de Pierre Boncenne ayuda a entender por qué la vida intelectual de nuestro tiempo se ha ido empobreciendo y marginando cada vez más del resto de la sociedad, sobre la que ahora no ejerce casi influencia, y que, confinada en los guetos universitarios, monologa o delira extraviándose a menudo en logomaquias pretenciosas desprovistas de raíces en la problemática real, expulsada de esa historia a la que tantas veces recurrieron en el pasado para justificar enajenaciones delirantes, como esa fascinación por la “revolución cultural”.
No hay que alegrarse por el desprestigio de los intelectuales y su escasa influencia en la vida contemporánea. Porque ello ha significado la devaluación de las ideas y de valores indispensables, como los que establecen una frontera clara entre la verdad y la mentira, nociones que hoy andan confundidas en la vida política, cultural y artística, algo peligrosísimo, pues el desplome de las ideas y de los valores, a la vez que la revolución tecnológica de nuestro tiempo, hace que la sociedad totalitaria fantaseada por Orwell y Zamiatin sea en nuestros días una realidad posible. Una cultura en la que las ideas importan poco condena a la sociedad a que desaparezca en ella el espíritu crítico, esa vigilancia permanente del poder sin la cual toda democracia está en peligro de desmoronarse.
Hay que agradecerle a Pierre Boncenne que haya escrito esta reivindicación de Simon Leys, ejemplo de intelectual honesto que no perdió nunca la voluntad de defender la verdad y diferenciarla de las mentiras que podían desnaturalizarla y abolirla. Ya en el libro que dedicó a Revel, Boncenne había demostrado su rigor y su lucidez, que ahora confirma con este ensayo.
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La batalla de un hombre solo

La batalla de un hombre solo

La batalla de un hombre solo














Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
En los años setenta tuvo lugar un extraordinario fenómeno de confusión política y delirio intelectual que llevó a un sector importante de la inteligencia francesa a apoyar y mitificar a Mao y a su “revolución cultural” al mismo tiempo que, en China, los guardias rojos hacían pasar por las horcas caudinas a profesores, investigadores, científicos, artistas, periodistas, escritores, promotores culturales, buen número de los cuales, luego de autocríticas arrancadas con torturas, se suicidaron o fueron asesinados. En el clima de exacerbación histérica que, alentada por Mao, recorrió China, se destruyeron obras de arte y monumentos históricos, se cometieron atropellos inicuos contra supuestos traidores y contrarrevolucionarios y la milenaria sociedad experimentó una orgía de violencia e histeria colectiva de la que resultaron cerca de 20 millones de muertos.