Juan Ramón Rallo
Venezuela se está descomponiendo a pasos agigantados. El Gobierno de Nicolás Maduro no sólo ha abocado el país a la hiperinflación, a los apagones eléctricos diarios y al desabastecimiento de casi todos los productos, sino que acaba de optar directamente por utilizar el ejército para tomar el control de las fábricas paralizadas y para encarcelar a sus empresarios bajo la acusación de estar cometiendo sabotaje.
El colapso de la república bolivariana es la crónica de un desastre anunciado; anunciado desde el mismo momento en el que el precio del petróleo comenzó a pinchar. No en vano, el Estado venezolano se había convertido, desde la misma época de Chávez, en una maquinaria clientelar dedicada a repartir entre la población las rentas obtenidas mediante la exportación del crudo. Las locuras socialistas y el desmantelamiento institucional perpetrados por el chavismo pasaban inadvertidos en medio de las fortísimas entradas de petrodólares.
Toda la especialización económica de Venezuela pasaba por producir y vender crudo al exterior (el 93% de las exportaciones venezolanas están basadas en el petróleo), merced a lo cual se importaba la mayor parte de los bienes básicos (medicamentos, alimentos, vehículos o el tantas veces mencionado papel higiénico).
Con tales mimbres, el pinchazo global de los precios del petróleo hacía inexorable que la sociedad venezolana se empobreciera: si el que es, de facto, tu único producto se hunde de precio, por necesidad tu poder adquisitivo se ha de desplomar. O dicho de otro modo, por necesidad el precio de todos los bienes importados –o de todos los bienes fabricados internamente con inputs importados– se tenía que encarecer. Pero como el encarecimiento de los productos básicos conducía a que los más acaudalados –y aquellos con conexiones políticas– se quedaran con un porcentaje mayor de su reducida oferta, el Ejecutivo bolivariano juzgó inasumible tolerar tales subidas de precios y optó por dos soluciones devastadoras: la primera, mantener el nivel nominal en bolívares de las rentas internas, lo que requería de una impresión de moneda muy superior a las disponibilidades de dólares que presuntamente respaldaban su valor; la segunda, establecer un amplísimo control de precios para que todos los bienes se vendiera en términos asequibles.
El resultado de ambas políticas de huida hacia adelante ha sido la hiperinflación y un desabastecimiento de bienes incluso mayor al justificable por la caída del precio del petróleo. A la postre, si la oferta de un bien se ha reducido considerablemente y no permites que se encarezca su precio, la demanda superará a la oferta y tendrás que racionarlo: esto es, el Gobierno tendrá que determinar quiénes tienen derecho a comprar una cierta cantidad de un producto cuyo suministro es insuficiente para satisfacer todas las demandas. Todavía peor: si el control de precios establece un precio máximo por esos productos inferior a su coste de producción, entonces ese bien dejará de fabricarse y de importarse. Nadie va a querer vender a pérdidas y, por eso, la oferta se hundirá incluso con mayor virulencia.
Ese es justo el escenario en el que se halla ahora el país: las fábricas cierran no sólo por los desórdenes sociales, por el intermitente suministro eléctrico, por un control cambiario que les impide importar los recursos que necesitan para operar o por una hiperinflación que les bloquea cualquier cálculo económico mínimamente aproximado sobre pérdidas y ganancias. Las fábricas también cierran porque los controles de precios las obligan a vender a pérdida.
Llegados a este punto, el Gobierno sólo tenía dos alternativas: rectificar levantando el control de precios e intentando (por imposible que le vaya a resultar) recuperar la credibilidad monetaria perdida para ir poco a poco estabilizando los precios o avanzar hacia la socialización de los medios de producción para así concentrar en su mano todas las decisiones sobre qué y cómo producir. Evidentemente, el kamikaze Maduro ha escogido este segundo camino: tomar militarmente el control de las fábricas para que se siga produciendo bajo decreto aquello que él mismo, mediante sus otros decretos de control de precios, impidió que fuera viable producir dentro del mercado. Quien ha saboteado Venezuela no es el empresario que cesa en sus operaciones por los absurdos controles del bolivarianismo, sino Maduro con esos absurdos controles.
Acaso se dirá que todo este desastre resultaba imprevisible. Que era imposible pronosticar no sólo el hundimiento del petróleo sino el rotundo fracaso de todas aquellas políticas que ha ido aplicando el Gobierno para contrarrestar las consecuencias de ese hundimiento. Pero no. El brutal intervencionismo gubernamental aplicado por el Gobierno de Maduro siempre conduce al mismo destino: la destrucción de la economía y la pobreza generalizada. No en vano, hace 60 años, el economista Ludwig von Mises escribió un pequeño libro titulado, Planning for Freedom, donde ya explicó con suma claridad cómo la persistencia de los controles de precios termina abocando a la centralización de todas las decisiones económicas, esto es, al socialismo:
[Con cada control de precios] el Gobierno se ve forzado a ir paso a paso más allá, fijando los precios de todos los bienes de consumo y de todos los factores de producción (...), ordenando a los empresarios y a los trabajadores que sigan operando bajo esos precios y salarios. Ninguna rama de la industria puede quedar fuera de esta completa regulación de precios y salarios, así como de la obligación de producir aquellas cantidades de bienes que el Gobierno quiere ver producidas. Si algunas ramas quedaran fuera esos controles –por ejemplo, porque se dediquen a fabricar bienes no esenciales o de lujo y se las exima–, entonces el capital y el trabajo tenderían a concentrarse en ellas, provocando un hundimiento de la oferta de aquellos bienes cuyos precios ha fijado el Gobierno para garantizar su suministro a las masas. Pero, llegados a este punto en el que el Gobierno controla todos los negocios, ya no podemos hablar de economía de mercado. Los ciudadanos ya han dejado de determinar qué debe producirse y cómo debe producirse mediante sus decisiones de comprar o de no comprar. El poder para decidirlo lo concentra el Estado. El capitalismo ha desaparecido y dejado lugar a una planificación absoluta por parte del Gobierno, esto es, al socialismo.
No ha habido sorpresas. Cada paso en falso que ha ido dando el Gobierno bolivariano ha sido un paso consciente hacia el fracaso. Ese fracaso llamado socialismo.
El colapso de la república bolivariana es la crónica de un desastre anunciado; anunciado desde el mismo momento en el que el precio del petróleo comenzó a pinchar. No en vano, el Estado venezolano se había convertido, desde la misma época de Chávez, en una maquinaria clientelar dedicada a repartir entre la población las rentas obtenidas mediante la exportación del crudo. Las locuras socialistas y el desmantelamiento institucional perpetrados por el chavismo pasaban inadvertidos en medio de las fortísimas entradas de petrodólares.
Toda la especialización económica de Venezuela pasaba por producir y vender crudo al exterior (el 93% de las exportaciones venezolanas están basadas en el petróleo), merced a lo cual se importaba la mayor parte de los bienes básicos (medicamentos, alimentos, vehículos o el tantas veces mencionado papel higiénico).
Con tales mimbres, el pinchazo global de los precios del petróleo hacía inexorable que la sociedad venezolana se empobreciera: si el que es, de facto, tu único producto se hunde de precio, por necesidad tu poder adquisitivo se ha de desplomar. O dicho de otro modo, por necesidad el precio de todos los bienes importados –o de todos los bienes fabricados internamente con inputs importados– se tenía que encarecer. Pero como el encarecimiento de los productos básicos conducía a que los más acaudalados –y aquellos con conexiones políticas– se quedaran con un porcentaje mayor de su reducida oferta, el Ejecutivo bolivariano juzgó inasumible tolerar tales subidas de precios y optó por dos soluciones devastadoras: la primera, mantener el nivel nominal en bolívares de las rentas internas, lo que requería de una impresión de moneda muy superior a las disponibilidades de dólares que presuntamente respaldaban su valor; la segunda, establecer un amplísimo control de precios para que todos los bienes se vendiera en términos asequibles.
El resultado de ambas políticas de huida hacia adelante ha sido la hiperinflación y un desabastecimiento de bienes incluso mayor al justificable por la caída del precio del petróleo. A la postre, si la oferta de un bien se ha reducido considerablemente y no permites que se encarezca su precio, la demanda superará a la oferta y tendrás que racionarlo: esto es, el Gobierno tendrá que determinar quiénes tienen derecho a comprar una cierta cantidad de un producto cuyo suministro es insuficiente para satisfacer todas las demandas. Todavía peor: si el control de precios establece un precio máximo por esos productos inferior a su coste de producción, entonces ese bien dejará de fabricarse y de importarse. Nadie va a querer vender a pérdidas y, por eso, la oferta se hundirá incluso con mayor virulencia.
Ese es justo el escenario en el que se halla ahora el país: las fábricas cierran no sólo por los desórdenes sociales, por el intermitente suministro eléctrico, por un control cambiario que les impide importar los recursos que necesitan para operar o por una hiperinflación que les bloquea cualquier cálculo económico mínimamente aproximado sobre pérdidas y ganancias. Las fábricas también cierran porque los controles de precios las obligan a vender a pérdida.
Llegados a este punto, el Gobierno sólo tenía dos alternativas: rectificar levantando el control de precios e intentando (por imposible que le vaya a resultar) recuperar la credibilidad monetaria perdida para ir poco a poco estabilizando los precios o avanzar hacia la socialización de los medios de producción para así concentrar en su mano todas las decisiones sobre qué y cómo producir. Evidentemente, el kamikaze Maduro ha escogido este segundo camino: tomar militarmente el control de las fábricas para que se siga produciendo bajo decreto aquello que él mismo, mediante sus otros decretos de control de precios, impidió que fuera viable producir dentro del mercado. Quien ha saboteado Venezuela no es el empresario que cesa en sus operaciones por los absurdos controles del bolivarianismo, sino Maduro con esos absurdos controles.
Acaso se dirá que todo este desastre resultaba imprevisible. Que era imposible pronosticar no sólo el hundimiento del petróleo sino el rotundo fracaso de todas aquellas políticas que ha ido aplicando el Gobierno para contrarrestar las consecuencias de ese hundimiento. Pero no. El brutal intervencionismo gubernamental aplicado por el Gobierno de Maduro siempre conduce al mismo destino: la destrucción de la economía y la pobreza generalizada. No en vano, hace 60 años, el economista Ludwig von Mises escribió un pequeño libro titulado, Planning for Freedom, donde ya explicó con suma claridad cómo la persistencia de los controles de precios termina abocando a la centralización de todas las decisiones económicas, esto es, al socialismo:
[Con cada control de precios] el Gobierno se ve forzado a ir paso a paso más allá, fijando los precios de todos los bienes de consumo y de todos los factores de producción (...), ordenando a los empresarios y a los trabajadores que sigan operando bajo esos precios y salarios. Ninguna rama de la industria puede quedar fuera de esta completa regulación de precios y salarios, así como de la obligación de producir aquellas cantidades de bienes que el Gobierno quiere ver producidas. Si algunas ramas quedaran fuera esos controles –por ejemplo, porque se dediquen a fabricar bienes no esenciales o de lujo y se las exima–, entonces el capital y el trabajo tenderían a concentrarse en ellas, provocando un hundimiento de la oferta de aquellos bienes cuyos precios ha fijado el Gobierno para garantizar su suministro a las masas. Pero, llegados a este punto en el que el Gobierno controla todos los negocios, ya no podemos hablar de economía de mercado. Los ciudadanos ya han dejado de determinar qué debe producirse y cómo debe producirse mediante sus decisiones de comprar o de no comprar. El poder para decidirlo lo concentra el Estado. El capitalismo ha desaparecido y dejado lugar a una planificación absoluta por parte del Gobierno, esto es, al socialismo.
No ha habido sorpresas. Cada paso en falso que ha ido dando el Gobierno bolivariano ha sido un paso consciente hacia el fracaso. Ese fracaso llamado socialismo.