Aníbal Romero señala que a algunos solo les agradan los resultados electorales cuando estos les convienen.
El 17 de junio de 2015, es decir, el día siguiente al lanzamiento de la candidatura de Donald Trump a la Presidencia de EE.UU., recibí un correo de un entrañable y viejo amigo cuyo criterio político mucho valoro y respeto. En su mensaje me decía, palabras más o palabras menos: “No cometas el error de tomar a broma lo ocurrido ayer en la Trump Tower de la Quinta Avenida de Nueva York. No se trata de un acto improvisado. De hecho, hace cuatro años, el 19 de noviembre de 2012 Trump registró en una Notaría la que será su consigna de campaña (que ya Reagan había usado, aunque brevemente), 'Make America great again'. El terreno está abonado y es propicio para una figura como Trump en la política norteamericana. Es cierto, Barack Obama derrotó por segunda vez a su débil adversario republicano (Mitt Romney), pero el partido Demócrata se ha convertido en un partido de élites arrogantes y autistas, que han abandonado amplios sectores de su electorado tradicional. Millones de ciudadanos están hartos de lo que ocurre en ese país. Con un mensaje radical Trump puede ganar la candidatura Republicana y la Presidencia”.
Por suerte, no sólo me abrió los ojos en ese momento, sino que empezó a remitirme casi a diario nutrida información acerca de un proceso electoral que se extendió hasta este mes, cuando los vaticinios de mi amigo finalmente se cumplieron. Gracias a ese flujo permanente de datos, respaldados por bien sustentados análisis de su parte, logré focalizar con mayor claridad lo que estaba ocurriendo y a lo largo de este año y medio aprendí muchas cosas, pues se podría decir que las viví en carne propia.
Citaré un par de anécdotas, asegurando a los lectores acerca de su veracidad. En diciembre de 2015, durante un gratísimo almuerzo con un grupo de viejos amigos, uno de ellos preguntó quién, en mi opinión, ganaría las elecciones primarias del partido Republicano que se efectuarían en junio de 2016. Respondí: Donald Trump. De inmediato cundió una palpable sensación de estupor y en un par de casos se manifestó cierta hilaridad. Sólo una de las personas sentadas en torno a la mesa me observó con una mirada que sugería: “si lo afirma con tanta convicción es que algo sabe, que yo no he descubierto aún pero a lo que debería prestar atención”. Salimos juntos del lugar y caminamos un rato. Me formuló otras preguntas y procuré transmitirle lo que ya intuía, gracias —repito— a los datos y análisis que me llegaban desde hacía un tiempo. A partir del episodio empecé a enviar a ese pequeño grupo y a otras pocas personas de mi confianza parte de la información que estaba recibiendo.
No me sorprendió ni molestó la reacción de estupefacción que observé entonces. Posteriormente intenté que mis allegados estuviesen como mínimo mejor informados, y atravesasen la pantalla de humo creada por la abrumadora mayoría de los medios de comunicación en EE.UU. y en todo el mundo. Sin embargo, con el paso de los meses constaté de manera palpable la verdad de lo que los estudiosos del tema de la inteligencia estratégica concluyen, con relación a las razones que explican buen número de casos de sorpresa política y militar. Sostienen con razón esos expertos que las “señales” que nos llegan (información atinada y creíble) sobre lo que se avecina, pasan a través de varios filtros de “ruido” que las distorsionan, y el principal entre tales filtros somos nosotros mismos, los que somos tomados por sorpresa. Nuestros prejuicios, creencias, expectativas, valores y deseos se interponen y no nos permiten percibir lo que en el fondo no queremos admitir. Como lo expresó en otro contexto el gran poeta alemán J. W. Goethe, “nadie nos engaña, nos engañamos a nosotros mismos”. Escribí por cierto un libro acerca de estos temas, publicado inicialmente en 1992, que el lector interesado puede hallar en mi sitio web y que titulé La sorpresa en la guerra y la política.
Prosigo con las anécdotas. Otra persona de mi aprecio me escribió a mediados de este año, aseverando que “Trump es un fascista”, y enviándome links del New York Times y el Washington Post. En mi respuesta le expuse que no pensaba que Trump fuese un fascista (creo que el término, por lo demás ya muy devaluado, no se aplica a este caso), y le comenté que esos periódicos en particular se habían pronunciado oficialmente a favor de Hillary Clinton, y sus reportajes estaban por lo común muy sesgados. A consecuencia del intercambio mi interlocutor dejó de escribirme, hasta el día de hoy. La experiencia me ayudó a confirmar otro aspecto de la elección norteamericana de 2016: la soberbia e intolerancia de ese progresismo políticamente correcto, tanto dentro como fuera de EE.UU., frente al cual se rebelaron los millones que apoyaron a Trump, a pesar de las limitaciones personales y políticas del billonario de Nueva York.
Cabe dejar claro que yo no estaba seguro de que Trump ganaría; sencillamente lo consideré probable todo el tiempo y hasta antes de las elecciones. De algo me sirvieronlas encuestas, en la medida que realicé el necesario esfuerzo de analizarlas con detalle. Ahora bien, hubo dos problemas con las encuestas. De un lado el ya señalado del “ruido autogenerado”, es decir, la generalizada, repudiable y al final dañina parcialización de los medios tradicionales (prensa y TV) hacia Hillary Clinton, ruido estimulado por los prejuicios, creencias y deseos de tantos periodistas, analistas y comentaristas, que les impidieron observar la realidad con un mínimo de equilibrio y objetividad. De otro lado, es de importancia precisar que casi todas las encuestas pecaron en cuanto a la inadecuada representatividad de sus muestras estadísticas, concediendo una ventaja excesiva (oversampling) al número estimado de votantes Demócratas, en detrimento de Republicanos e Independientes. Esto fue algo acerca de lo que me alertó la persona a quien he hecho referencia al comienzo de estas notas. Hubo una encuesta, la que casi semanalmente publicó el diario Los Angeles Times, que adoptó otra metodología y con frecuencia apuntó hacia una posible victoria de Trump. Desde luego, esta encuesta y el diario que la publicaba fueron objeto de una avalancha de críticas, protestas, mofas y condenas de parte de los tradicionales lectores “liberales” (de izquierda) y “progresistas” de ese periódico de California.
En la prensa venezolana se publicaron durante meses análisis que nos adelantaban una victoria decisiva para Hillary Clinton. No cuestiono esto en sí mismo, y de hecho leí unos cuantos de estos artículos con interés y provecho. Lo que sí cuestiono es la incapacidad autocrítica de algunos articulistas luego de la derrota, fenómeno que puede comprobarse estos días en gran parte de la prensa internacional. El progresismo “liberal” (de izquierda) alrededor del mundo no acaba de admitir sus despropósitos y exageraciones, su carencia de un sentido de las proporciones para evaluar y juzgar lo que no le gusta o no se amolda a sus preconcebidos y dogmáticos paradigmas. El partido Demócrata perdió la Presidencia, el Senado, la Cámara de Representantes, la aplastante mayoría de legislaturas estadales, y Trump se apresta a designar un juez conservador (o quizás varios) para la Corte Suprema, cambiando su composición por una o dos generaciones. Como si lo anterior fuese poca cosa, en la guerra civil que ha comenzado dentro del partido Demócrata se perfila como triunfador el sector más extremista, encabezado por la senadora Warren y el senador Sanders, sector que sin duda profundizará todavía más la obsesión de esa organización por la política de la identidad y de género y en general por los temas de la confrontación cultural, en detrimento del acuciante reto económico y migratorio que afrontan las clases media y obrera norteamericanas. No han aprendido nada porque no desean aprender nada.
La derrota de Hillary Clinton no se debió a que sea mujer o a los torpes vaivenes del Director de la FBI, sino al hecho de que era una pésima candidata, políticamente desgastada, sin mensaje, con un pesado fardo de escándalos y corrupción sobre los hombros, carente de carisma y percibida como deshonesta por la mayoría del electorado. En una coyuntura caracterizada por el deseo de cambio, luego de ocho años de mediocre y decepcionante gobierno Demócrata, Hillary Clinton representaba el pasado, pero la gente vota por el futuro. Pocos hechos pusieron tan claramente de manifiesto las limitaciones de la candidatura de Hillary Clinton como su desprecio hacia los votantes de Trump, llamándoles “deplorables”. Ese instante permanecerá para siempre en los estudios políticos, a manera de ejemplo insuperable de lo que no debe hacer jamás un político democrático en campaña electoral.
En fin, la victoria de Trump abre un panorama incierto y desafiante para EE.UU. y el resto del mundo. Confío abordar y discutir más adelante algunos de los asuntos de fondo que plantea la nueva situación, pues creo conveniente esperar que el Presidente electo avance en la conformación de su equipo y la mayor definición de sus políticas. Los eventos de estos pasados meses me trajeron a la memoria la campaña de 1980 entre Carter y Reagan, las burlas de tanta gente hacia ese “actor de tercera clase” quien, no obstante, se convirtió en un gran Presidente. Lo menciono sólo a manera de analogía, pues las situaciones y personajes cambian y también las dinámicas históricas. Eso sí, no estoy en la línea de subestimar a Trump, de mofarme de su persona o condenarle sin que siquiera se haya posesionado de su cargo. Todos los que han subestimado a Trump se han equivocado, y creo que para EE.UU. y el mundo es importante que lo haga bien, sin que ello signifique que deje de lado su proyecto de cambio radical en diversos ámbitos. Me parecieron lamentables las violentas protestas callejeras que asolaron diversas ciudades estadounidenses la semana pasada, luego de concretarse el legítimo triunfo de Trump. Los que participan en esos motines no parecieran caer en cuenta que con semejante actitud, únicamente lograrán que los millones de votantes que llevaron a Trump a la Casa Blanca se multipliquen, obligándole a cumplir su promesa de ser “el Presidente de la ley y el orden”. El progresismo internacional está movido por una creciente renuencia a admitir los resultados de la democracia constitucional cuando estos últimos no le agradan, y ello se está evidenciando también en la Gran Bretaña pos Brexit, donde el veredicto de las urnas electorales está siendo sometido a la contra-ofensiva judicial de quienes no aceptan, y por lo visto jamás aceptarán, su derrota en el referendo del pasado mes de junio. Son demócratas sólo cuando las consecuencias de la democracia les agradan.