Dani Rodrik
Dani Rodrik is Professor of
International Political Economy at Harvard University’s John F. Kennedy
School of Government. He is the author of The Globalization Paradox: Democracy and the Future of the World Economy and, most recently, Economics Rules: The Rights and Wrongs of the Dismal Science.
No hay que llorar por la muerte de los acuerdos comerciales
CAMBRIDGE
– Las siete décadas que transcurrieron desde el fin de la Segunda
Guerra Mundial fueron una era de acuerdos comerciales. Las principales
economías del mundo estuvieron en un estado perpetuo de negociaciones
sobre comercio y concluyeron dos acuerdos multilaterales importantes a
nivel global: el Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT por su
sigla en inglés) y el tratado que estableció la Organización Mundial de
Comercio. Por otra parte, se firmaron más de 500 acuerdos comerciales
bilaterales y regionales -la gran mayoría de ellos desde que la OMC
reemplazó al GATT en 1995.
Las
revueltas populistas de 2016 casi con certeza pondrán fin a esta
actividad frenética de firma de acuerdos. Si bien los países en
desarrollo pueden aspirar a implementar acuerdos comerciales más
pequeños, los dos principales acuerdos sobre la mesa, el Acuerdo
Transpacífico de Cooperación Económica (TPP por su sigla en inglés) y la
Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión (ATCI), están
prácticamente muertos luego de la elección de Donald Trump como
presidente de Estados Unidos.
No deberíamos lamentar su muerte.
¿Qué
propósito sirven realmente los acuerdos comerciales? La respuesta
parecería obvia: los países negocian acuerdos comerciales para alcanzar
un comercio más libre. Pero la realidad es considerablemente más
compleja. No es sólo que los acuerdos comerciales de hoy se extienden a
muchas otras áreas de políticas, como la salud y las regulaciones sobre
seguridad, las patentes y los derechos de propiedad intelectual, las
regulaciones para cuentas de capital y los derechos de los inversores.
Tampoco resulta claro si realmente tienen mucho que ver con el libre
comercio.
La
argumentación económica estándar para el comercio es doméstica. Habrá
ganadores y perdedores, pero la liberalización comercial agranda el
tamaño de la torta económica en casa. El comercio es bueno para nosotros
y deberíamos eliminar cualquier impedimento por nuestro propio bien -no
para ayudar a otros países-. De modo que el comercio abierto no
requiere ningún cosmopolitanismo; sólo precisa los ajustes domésticos
necesarios para asegurar que todos los grupos (o por lo menos los
políticamente poderosos) puedan participar en los beneficios generales.
Para
las economías que son pequeñas en los mercados mundiales, la historia
termina aquí. No tienen ninguna necesidad de acuerdos comerciales,
porque el libre comercio, por empezar, los favorece (y no tienen poder
de negociación frente a los países más grandes).
Los
economistas ven una justificación para los acuerdos comerciales para
los países grandes porque esos países pueden manipular sus términos de
comercio -los precios mundiales de los bienes que exportan e importan-.
Por ejemplo, al imponer un arancel a las importaciones, digamos, de
acero, Estados Unidos puede reducir los precios a los que los
productores chinos pueden vender sus productos. O, al gravar las
exportaciones de aviones, Estados Unidos puede aumentar los precios que
los extranjeros tienen que pagar. Un acuerdo comercial que prohíba estas
políticas proteccionistas puede ser útil para todos los países porque,
de no existir, todos podrían terminar colectivamente perjudicados.
Pero
es difícil cuadrar este razonamiento con lo que sucede con los acuerdos
comerciales reales. Aunque Estados Unidos imponga aranceles a las
importaciones de acero chino (y muchos otros productos), el motivo no
parece ser reducir el precio mundial del acero. Librado a sus propios
medios, Estados Unidos preferiría subsidiar las exportaciones de Boeing
-como lo ha hecho a menudo- que gravarlas. Por cierto, las reglas de la
OMC prohíben los subsidios a las exportaciones -que, en términos
económicos, son políticas que benefician a todos- sin aplicar
restricciones directas a los impuestos a las exportaciones.
De
manera que la economía no nos ayuda mucho a entender los acuerdos
comerciales. La política parece un camino más alentador: las políticas
comerciales de Estados Unidos en materia de acero y aviones
probablemente encuentren una mejor explicación en el deseo de los
responsables de las políticas de ayudar a esas industrias específicas
-que tienen una fuerte presencia lobista en Washington- que en sus
consecuencias económicas generales.
Los
acuerdos comerciales, suelen decir quienes los proponen, pueden ayudar a
controlar este tipo de políticas ineficientes haciendo que a los
gobiernos les resulte más difícil dispensar favores especiales a
industrias con conexiones políticas. Pero este argumento tiene un punto
ciego. Si las políticas comerciales están esencialmente diseñadas por el
lobby político, ¿acaso las negociaciones de comercio internacional no
estarían también a merced de estos mismos lobbies? ¿Y pueden las reglas
comerciales redactadas por una combinación de lobbies domésticos y
extranjeros, en lugar de sólo lobbies domésticos, garantizar un mejor
resultado?
Sin
duda, los lobbies domésticos tal vez no obtengan todo lo que quieren
cuando tienen que lidiar con lobbies extranjeros. Una vez más, los
intereses comunes entre los grupos industriales de diferentes países
pueden derivar en políticas que consagran la captación de renta a nivel
global.
Cuando
los acuerdos comerciales giraban en gran medida en torno de los
aranceles a las importaciones, el intercambio negociado de acceso a los
mercados en general producía menores barreras a las importaciones -un
ejemplo de los beneficios de los lobbies que actúan como contrapesos
mutuos-. Pero también existen muchos ejemplos de connivencia
internacional entre intereses especiales. La prohibición de la OMC a los
subsidios a las exportaciones no tiene una explicación económica real,
como ya dije anteriormente. Las reglas sobre anti-dumping también son
explícitamente proteccionistas en su intención.
Estos
casos perversos han proliferado más recientemente. Los acuerdos
comerciales más nuevos incorporan reglas sobre "propiedad intelectual",
flujos de capital y protecciones a la inversión que están esencialmente
destinadas a generar y preservar las ganancias de las instituciones
financieras y las empresas multinacionales a expensas de otros objetivos
políticos legítimos. Estas reglas ofrecen protecciones especiales a los
inversores extranjeros que suelen entrar en conflicto con regulaciones
sobre salud pública o medio ambiente. Hacen que a los países en
desarrollo les resulte más difícil acceder a la tecnología, gestionar
los flujos de capital volátiles y diversificar sus economías a través de
políticas industriales.
Las
políticas comerciales impulsadas por un lobby político e intereses
especiales domésticos son políticas proteccionistas. Pueden tener
consecuencias proteccionistas, pero ese no es su motivo. Reflejan
asimetrías de poder y fallas políticas al interior de las sociedades.
Los acuerdos comerciales internacionales pueden contribuir sólo de
manera limitada a remediar estas fallas políticas domésticas, y a veces
las agravan. Para abordar las políticas proteccionistas hace falta
mejorar la gobernnacia doméstica, no establecer reglas internacionales.
Tengamos
esto en mente cuando lamentamos la muerte de la era de los acuerdos
comerciales. Si administramos bien nuestras propias economías, los
nuevos acuerdos comerciales serán esencialmente redundantes
No comments:
Post a Comment