Michael Spence
Michael Spence, a Nobel laureate in
economics, is Professor of Economics at NYU’s Stern School of Business,
Distinguished Visiting Fellow at the Council on Foreign Relations,
Senior Fellow at the Hoover Institution at Stanford University, Academic
Board Chairman of the Asia Global Institute in Hong … read more
Donald Trump y el nuevo orden económico
HONG
KONG – Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, la jerarquía de las
prioridades económicas ha sido relativamente clara. Por sobre todo
estaba la creación de una economía global impulsada por el mercado que
fuera abierta, innovadora y dinámica, en la que todos los países puedan
(en principio) prosperar y crecer. En segundo lugar -hasta se podría
decir en un segundo puesto distante- estaba la generación de patrones de
crecimiento nacional vigorosos, sustentables e inclusivos. Nada más.
Por
cierto, una inversión de las prioridades parece estar en marcha. Lograr
un crecimiento fuerte e inclusivo a nivel nacional para reanimar a una
clase media que se desmorona, fomentar los ingresos estancados y
recortar el alto desempleo juvenil hoy está cobrando precedencia. Los
acuerdos internacionales de beneficio mutuo que rigen los flujos de
mercancías, capital, tecnología y personas (los cuatro flujos esenciales
en la economía global) son apropiados sólo cuando refuerzan -o, al
menos, no minan- el progreso para cumplir con la más alta prioridad.
Esta
inversión se volvió evidente en junio, cuando los británicos -inclusive
aquellos que se benefician significativamente del sistema económico y
financiero abierto de hoy- votaron a favor de abandonar la Unión
Europea, en base a lo que podría llamarse el principio de soberanía. La
percepción fue que las instituciones de la UE estaban minando la
capacidad de Gran Bretaña de impulsar su propia economía, regular la
inmigración y controlar su destino.
Una
visión similar ha animado los movimientos políticos nacionalistas y
populistas en toda Europa, muchos de los cuales creen que los acuerdos
supranacionales deberían venir después de la prosperidad interna. La UE
-que en verdad, con su configuración actual, deja a sus gobiernos
miembro casi sin herramientas políticas para satisfacer las necesidades
en evolución de sus ciudadanos- es un blanco fácil.
Pero
sin estos acuerdos institucionales, existe la sensación de que promover
los mercados y vínculos internacionales puede obstaculizar la capacidad
de un país de potenciar sus propios intereses. La victoria de Donald
Trump en la elección presidencial de Estados Unidos dejó esto muy en
claro.
En
sintonía con el principal eslogan de campaña de Trump, "Haz que Estados
Unidos vuelva a ser grande", fueron sus comentarios "Estados Unidos
primero" los que resultaron más reveladores. Si bien Trump podría
impulsar acuerdos bilaterales de beneficio mutuo, podemos esperar que
estén subordinados a las prioridades domésticas, especialmente los
objetivos distributivos, y respaldados exclusivamente si son coherentes
con estas prioridades.
La
frustración de los votantes de los países desarrollados con la antigua
arquitectura económica global impulsada por el mercado no es infundada.
Ese orden efectivamente permitió que fuerzas poderosas, por momentos más
allá del control de los funcionarios electos y de los responsables de
las políticas, forjaran las economías nacionales. Puede ser verdad que
algunas de las elites de ese orden optaran por ignorar las consecuencias
adversas del antiguo orden en materia de distribución y de empleo,
cosechando al mismo tiempo los frutos. Pero también es cierto que el
antiguo orden, tomado como sacrosanto, dificultó la capacidad de las
elites de abordar esos problemas, aunque lo intentaran.
Esto
no siempre fue así. Luego de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos,
motivado en parte por la Guerra Fría, ayudó a crear el antiguo orden al
facilitar la recuperación económica en Occidente y, con el tiempo,
crear oportunidades de crecimiento para los países en desarrollo.
Durante 30 años aproximadamente, los aspectos distributivos de los
patrones globales de crecimiento que estos esfuerzos apuntalaron fueron
positivos, tanto para los países en forma individual como para el mundo
en general. Comparado con cualquier cosa que ocurrió antes, el orden de
posguerra fue un beneficio para la inclusión.
Pero
nada dura para siempre. En tanto declinó la desigualdad entre países,
la desigualdad al interior de los países aumentó -al punto de que la
inversión de las prioridades probablemente fue inevitable-. Ahora que la
inversión finalmente llegó, junto con ella llegaron las consecuencias.
Si bien es difícil decir precisamente cuáles serán, algunas parecen
bastante claras.
Para
empezar, Estados Unidos se mostrará más reacio a absorber un porcentaje
desproporcionado del costo de ofrecer mercancías públicas globales.
Mientras que otros países terminarán tomando la posta, habrá un período
de transición de duración incierta, durante el cual la oferta de esas
mercancías puede declinar, minando potencialmente la estabilidad. Por
ejemplo, los términos de compromiso en la OTAN probablemente sean
renegociados.
El
multilateralismo -que existió durante mucho tiempo gracias a la misma
suerte de contribución asimétrica, aunque normalmente proporcional al
ingreso y la riqueza de los países- también perderá fuerza, en tanto se
acelere la tendencia hacia un comercio y acuerdos de inversión
bilaterales y regionales. Trump probablemente sea uno de los principales
defensores de este rumbo; en verdad, hasta se pueden descartar los
acuerdos comerciales regionales, como sugiere su negativa a ratificar el
Acuerdo Transpacífico de 12 países.
Esto
crea una oportunidad para que China lidere el establecimiento de un
pacto comercial para Asia -una oportunidad que los líderes chinos ya
están listos para aprovechar-. Como resultado de ello, junto con su
estrategia de "un cinturón, una ruta" y su creación del Banco Asiático
de Inversión en Infraestructura, la influencia de China en la región se
expandirá significativamente.
Mientras
tanto, para los países en desarrollo que carecen del poderío económico
de China, la tendencia de alejarse del multiculturalismo puede ser
nociva. Mientras que los países pobres y menos desarrollados encontraron
oportunidades para crecer y prosperar en el antiguo orden, tendrán que
esforzarse para negociar de manera efectiva en una base bilateral. La
esperanza es que el mundo reconozca su interés colectivo en mantener
senderos de desarrollo abiertos para los países más pobres, para
beneficio de esos países y por el bien de la paz y la seguridad
internacional.
Más allá
del comercio, la tecnología es otra fuerza global poderosa que
probablemente reciba un trato diferente en el nuevo orden: se convertirá
en objeto de más regulaciones a nivel nacional. Las amenazas
cibernéticas exigirán algunas regulaciones y demandarán intervenciones
de políticas en evolución. Pero otras amenazas -por ejemplo, las
noticias falsas que han proliferado en Occidente (y, en particular, en
Estados Unidos durante la campaña presidencial)- también pueden requerir
un abordaje más activo. Y tal vez sea necesario moderar el ritmo de la
adopción de tecnologías digitales que desplazan la mano de obra, para
que el ajuste estructural de la economía pueda coger ritmo.
El
nuevo énfasis en los intereses nacionales claramente tiene costos y
riesgos. Pero también puede traer aparejados grandes beneficios. Un
orden económico global apoyado en un cimiento que se desmorona -en
términos de respaldo democrático y cohesión política y social nacional-
no es estable. Siempre que las identidades de la población estén
esencialmente organizadas, como lo están hoy, en torno de la ciudadanía
en los estados nación, una estrategia que priorice a los países puede
ser la más efectiva. Nos guste o no, estamos a punto de averiguarlo.
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