REFLEXIONES LIBERTARIAS
Ricardo Valenzuela
Hacía solo unos meses había iniciado esta
aventura y la historia de mi país, como yo la conocía, se retorcía en una
variedad de contorciones que me causaban una multitud de emociones
irreconocibles. Mi formación se había dado alrededor de un colegio católico, cantidades
de curas, una prensa amordazada, una Universidad elite como se consideraba el Tecnológico
de Monterrey, pero totalmente marchando al ritmo del establecimiento,
empresarios pegados a la ubre del gobierno mercantilista y ello, me formaba un
paradigma que ahora en unas cuantas reuniones con mi tío se derrumbaba con
estruendo. La historia la deberían de escribir los filósofos, escucharía muchos
años después, y mi tío sin duda era un gran filósofo.
Sin embargo, antes que filósofo, era un gran
abogado y como el mismo librillo de Juan Gonzalez Alpuche que tan bien lo
definiera; era un hombre que había dedicado su vida a la defensa del principio
de la legalidad. Por ello, como abogado sufría siendo testigo de como el
sistema judicial, la ley en nuestro país producto de esa revolución en busca de
justicia, se utilizaba para agredir lo que supuestamente debía de proteger.
Pero don Gilberto era un abogado quien no solamente defendía la ley, luchaba
por que la confección de esa ley, fuera traducida en justicia, y sobre todo, en
algo que los revolucionarios del mundo nunca encenderían, promoviera igualdad,
pero igualdad ante la ley.
Mi tío había escapado la contaminación
cultural e ideológica del resto de los mexicanos, por ese gran amor a la ley y,
siendo la Constitución liberal de 1857 la que todavía regia los destinos de
Mexico, él no sólo la respetaba, la admiraba intensamente y procuraba apasionadamente
su cumplimiento totalmente convencido de su hermoso contenido. Era el primer
hombre que yo conociera sobreviviente de esa época de caos revolucionario que,
así lo reconocía, como un verdadero caos y afirmaba con fuerza, cómo era que
los principios que le dieran vida el movimiento, aun cuando no bien expresados,
si con claridad exhibía su estruendoso fracaso.
¿Cómo te fue en la gubernatura tan joven? Le
pregunto en esta reunión. Reinicia Don Gilberto; Al minuto que don Adolfo de la
Huerta partiera a Mexico, me propuse establecer un marco jurídico para que las
elecciones se desarrollaran y a través de un escrito, definía con claridad las garantías
a los candidatos de orden en las elecciones, y sobre todo, imparcialidad
absoluta de parte de las autoridades. Era pues mi gran oportunidad de ver en
acción ese proceso democrático que le daba vida al nuevo país, después de la
feroz revolución. Pero al General Calles no le pareció lo que yo como
gobernador preparaba y, siendo como antes te lo comentaba, el cacique del
estado, inició una serie de hostigamientos como forma de presión para
intimidarme, lo cual, como el mismo se daba cuenta con ya gran molestia, no lo
lograba. La situación llegaba a ser tan tensa que el presidente Carranza
tratando de evitar problemas, restituyó a don Adolfo a la gubernatura.
Sin embargo, se había dado mi primer
enfrentamiento con el Gral. Calles y así como Obregón, con visión profética me
afirmara el que nuestros caminos se volverían a encontrar, me podía haber dicho
lo mismo de Calles, puesto que nuestros caminos no sólo se encontrarían de
nuevo, pero nuestras conciencias y humanidades chocarían en momentos históricos
y de una gran trascendencia para el país. Fue entonces que decidí abrir un
despacho de abogado en Hermosillo, pero de inmediato y para mi sorpresa, el
mismo Calles proponía se me permitiera ser candidato para la Procuraduría General
de Justicia del estado, para la cual fui electo. Pero como yo no había sido ni
siquiera notificado, cuando me informaban de mi triunfo, de inmediato lo
decliné pidiendo se anulara la elección, puesto que no reunía los requisitos de
ley; tenía solo 25 años, y la ley fijaba edad mínima de 30. El General Calles
se molestó mucho y sus gentes me calificaron de reaccionario.
Continuaba yo ejerciendo la profesión en mi
despacho, cuando me llegó un asunto el cual involucraba una acusación de
asesinato en contra de un Capitán Contreras, quien era jefe de la escolta
personal del Gral. Calles. Se le hacia responsable de la muerte de un Sr.
Castillo originario de Ures, hombre muy estimado en la comunidad. Con la ley en
la mano logré se aprehendiera a este sujeto, pero al enterarse el Gral. Calles,
montando en cólera ordenó de inmediato se le liberara y me envió un mensaje en
el cual, me advertía que si no abandonaba el estado, sufriría graves
consecuencias. En esos momentos, con más claridad veía el que el estado de
derecho, más que nunca, se ausentaba en la convivencia de la sociedad y en
lugar de un tirano, ahora teníamos muchos en los estados.
El Gral. Eduardo García, hombre limpio y
decente, jefe del estado mayor del Gral. Calles, personalmente me visitaba para
aconsejarme el que hablara con Calles para aclarar la situación. Era una
elegante forma de pedir el que me presentara ante el nuevo monarca del estado,
pidiendo clemencia por el pecado de tratar hacer cumplir la ley. Le comuniqué
al Gral. Garcia que no tenía ningún asunto que tratar con Calles, puesto que en
el estado había tres poderes y el solo representaba uno y, con esa acción, era
el propio Calles quien actuaba fuera de la ley. Le repetí al Gral. Garcia con
toda claridad, que ya era tiempo de implementar un estado de derecho, que yo no
tenía asunto que tratar con Calles y por ningún motivo abandonaría la entidad.
La situación llegó a tal grado que mi madre, quien se encontraba en Ures, tuvo
que hacer viaje especial y convencerme de salir del estado.
Ante los ruegos de mi madre tuve que iniciar
mi retirada, pero ya con una gran preocupación: En Mexico se gestaba un nuevo
caciquismo aun más peligroso que el que hubiera ejercido Porfirio Diaz con mano
de hierro durante más de 30 años. Me daba cuenta que el presidente Carranza no podía
tampoco controlar el famoso tigre que don Porfirio le había advertido a Madero
lo devoraría. Supuestamente con la salida de don Porfirio, la etapa violenta de
la revolución estaba terminada y era hora de la reconstrucción, pero ahora veía
con claridad la multitud de fuerzas que se preparaban para un enfrentamiento,
por el ahora huérfano poder por todo demandado. Me trasladé entonces a la
ciudad de Mexico con la idea de denunciar los actos de Calles en Sonora, pero
me encontré con la sorpresa de que nadie me recibía, incluyendo el mismo
presidente Carranza a quien conocía bien.
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