C.J. Maloney
[The Forgotten Man • Amity Shlaes • Harper Collins, Nueva York, 2007 • 512 páginas]
El libro empieza con un ahorcamiento, un niño de 13 años llevado a la desesperación del suicidio por todo lo que veía a su alrededor. No hay mejor manera de empezar a narrar una tragedia nacional. Igual que el ahorcamiento, la catástrofe de la Gran Depresión estadounidense era igualmente completamente evitable.
Porque la Gran Depresión también fue obra humana, como explica Amity Shlaes en su libro soberbiamente investigado y obras del trabajo de media década, The Forgotten Man [El hombre olvidado]. El título del libro no se refiere al famoso uso de la expresión por FDR para referirse al “pequeño” del que prometía cuidar, sino al uso raramente recordado del término por William Graham Sumner en su discurso de 1883, “El hombre olvidado”. Sumner usaba el término para referirse al primo que tenía que pagar por todas las promesas que ingeniaban hombres como FDR.
Publicado en 2007, el libro llegó ser superventas y por buenas razones. Rivalizando con Murray Rothbard en sus portentosas ganas de recoger datos de investigación, Shlaes se sumerge en su estudio y eso renta. Apareciendo en 383 páginas evidentemente legibles, el libro rebosa tanto de los hechos de gran importancia como de los pequeños y agradables chismes que ponen a la gente y tiempo en que escriben bajo una clara perspectiva.
El historiador G.M. Young resumió una vez su metodología de investigación como “leer hasta que les oigas hablar”. La obra de Shlaes es el mejor ejemplo de esa postura que yo haya encontrado hasta ahora. Desentierra las palabras reales de sus personajes con el fin de darles vida a todos. No es demasiado halagüeño para la mayoría.
Algunos resultan ser hombres decentes, el magnate de los servicios Sam Insull “estableció precios que eran aceptables para el pequeño consumidor” (p. 22). El Secretario del Tesoro Andrew Mellon personificaba “el ahorro que destacaba la acumulación de capital” (p. 25). Y los hermanos Schechter de Brooklin, una inocente familia de carniceros judíos, fueron seleccionados arbitrariamente por FDR para su destrucción extralegal. Pero la mayoría de la gente que describe está lejos de ser decente.
Este libro trae luz a los rincones oscuros y los Estados Unidos de la década de 1930 tenían un montón. Shlaes cita el resumen de ese tiempo del poeta W.H. Auden como “un baja década deshonesta” (p. 363). Fue así sólo a causa de la gente que se hizo famosa durante ésta.
Desde el odioso Louis Howe, mano derecha de Roosevelt, al vil Robert Jackson, perro de presa político de FDR en la Oficina de Ingresos Internos, a los burócratas e inspectores que colgó FDR como piedras de molino en los cuellos de las masas trabajadoras, la administración Roosevelt dejó su sello.
Shlaes pretende que el lector llegue a sentir que “este libro es la historia del (…) progresismo en las décadas de 1920 y 1930, cuyas buenas intenciones inspiraron al país” e incluso aún más la historia del “estadounidense en quien no se pensó” (p. 13). Yo no veo así su libro.
Debido a la masiva influencia y gran carisma de FDR, todos los demás retratados en este libro son satélites, diminutos y respetuosos, orbitando el sol gigante que era el presidente. Paul Conkin escribió una vez: “El New Deal fue una empresa extremadamente personal (…) unificada sólo por la personalidad de Franklin D. Roosevelt”. Todolibro acerca del New Deal debe, por ende, referirse en todo a Franklin.
Así que para mí, aunque The Forgotten Man ocupa un lugar en las críticas como un estudio económico de la Gran Depresión (lo que es en buena medida) más que cualquier otra cosa es un estudio del carácter de un hombre que sobre todos definió y dio forma al New Deal: Franklin Delano Roosevelt. Y el libro se lee como una acusación a éste en 383 páginas.
Amity Shlaes pone incansablemente las cartas boca arriba según llegan del mazo y presenta todas las evidencias desapasionadamente sin gritos ni lamentos de alarma. Dejando que los hechos hablen silenciosamente por sí mismos, el libro se expresa a un volumen ensordecedor.
Algunos de esos hechos le harán hervir la sangre de indignación, otros no le darán más que una sentimiento de deprimente familiaridad. Pero siempre, de principio a fin, The Forgotten Man hace mucho por crear admiración por la honradez de Shlaes como historiadora.
1. FDR
Con la posible excepción de la banda de Chicago de Al Capone, los Estados Unidos de la década de 1930 no vieron una mayor pila de bucaneros atracadores y ladrones que aquéllos con los que se rodeó el propio FDR. En uno de los temas centrales del libro, Amity Shlaes les condena por introducir “incertidumbre en el régimen” en la economía, agravando la Gran depresión. Tengan en cuenta que “incertidumbre en el régimen” no es sino un eufemismo para “completa ilegalidad”.Esta “incertidumbre en el régimen” fue un resultado directo de los fundamentos ideológicos de FDR y su Brain Trust. En uno de los capítulos más devastadores del libro (“The Junket”), Shlaes da una breve historia intelectual de esos hombres y sus ideas. Basta con decir que durante las décadas de 1920 y 1930, los charlatanes en los cócteles de la Ivy League (y alrededor de la mesa de FDR) estaban decididamente entusiasmados con José Stalin y Benito Mussolini.
Uno de los hombres que describe Shlaes es Rex Tugwell, un futuro miembro importante del Brain Trust de Roosevelt. Estando en la Rusia de Stalin, Tugwell miraba a su alrededor con abierta admiración. “Supe desde entonces cómo los dictaores con terminación llegan a dirigir a un pueblo” (p. 73). Su admiración por el poder en bruto era la habitual entre FDR y sus compinches. El propio Roosevelt declaró durante su campaña de 1936: “estamos diseñando un instrumento de un poder no imaginado” (p. 299).
A lo largo del libro, Shlaes demuestra que FDR consideraba a la ley no como algo a ser respetado y observado, sino como algo a ser manipulado cínicamente o ignorado a placer. En sus manos, la ley se convertía en un arma a usar contra sus enemigos y otros objetivos arbitrariamente elegidos. Sólo durante su primer año de mandato “se crearon 10.000 páginas de leyes” (p. 202) y un ejército de burócratas y policías para aplicarlas.
Estados Unidos en la Gran Depresión se convirtió en un atierra cubierta de innumerables leyes al tiempo que se deslizaba hacia la falta de legalidad de la NRA (National Recovery Administration). La NRA era la mascota legislativa favorita de FDR. En ella ponía en marcha su admiración por el modelo fascista de Mussolini. Shlaes apunta acertadamente que las intervenciones económicas de FDR estuvieron “a menudo inspiradas por modelos extranjeros socialistas o fascistas”.
En 1940, Estados Unidos había aprendido de FDR y amigos que “la imprevisibilidad era lo único de los podías estar seguro” (p. 374). Mientras que FDR anunciaba repetidamente que “estamos poniendo orden en el caos” (p. 208), Shlaes demuestra inequívocamente que su actitud displicente hacia el estado de derecho estaba haciendo precisamente lo contrario. ¿Cómo podía recuperarse la economía cuando el propio fiscal general de FDR iba a un tribunal y se quejaba de “la supuesta santidad e inviolabilidad de las obligaciones contractuales”? (p. 233).
Shlaes destaca mejor la falta de respeto a la ley de la administración Roosevelt en su explicación del ataque inhumano y cruel lanzado por FDR contra los hermanos Schechter. Los Schechter eran una trabajadora familia judía de Brooklin, con cierto éxito como comerciantes de aves, que eran píos en su fe, amables con sus clientes, honrados en sus tratos y se preocupaban sólo de sus propios asuntos.
Los Schechter eran todo lo que no eran los new dealers e iban a ser perseguidos por razones políticas. Walter Rice, fiscal especial de FDR, “les estaba apuntando” (p. 219). Un miembro del círculo de FDR admitió más tarde ante un tribunal que todo estaba previamente planeado, incluso diciendo sus superiores que “vamos a obtener una acusación e imputar a los hermanos Schechter y serán un ejemplo” (p. 204).
La acusación contra ellos era “vaga y farragosa” (p. 219). Los hermanos fueron acusados, entre otros delitos, de “competir demasiado fuerte” (p. 221). En un juicio kafkiano en el que el juez se puso claramente del lado del fiscal federal “tanto Rice como el juez buscaron usar la clase social de los Schechter contra ellos” (p. 223).
Pero a pesar de todo el dinero y el poder que FDR y sus amigos de club de sangre azul desplegaron contra los trabajadores Schechter, el “pequeño” luchó hasta el Tribunal Supremo. Y el Tribunal Supremo dio la razón última a los trabajadores, no sólo liberando a los Schechter de las acusaciones, sino asimismo abatiendo a la NRA.
Una vez que el Tribunal Supremo dictó sentencia, “unos 500 casos contra gente a la que se acusaba de quebrantar normas de la NRA se sobreseyeron” (p. 244). Y en esos 500 es done yo perdí cualquier traza de respeto que podía haber tenido aún por FDR. El hecho de que tuviera un arrebato cuando fue abatida la NRA prueba que no fue un error y que las acusaciones no fueron llevadas por un subordinado excesivamente celoso que se les escapó de las manos.
A FDR le gustaba estar en medio de sus juicios mediáticos. El libro relata cómo FDR refrenaba o espoleaba a sus fiscales, dirigiéndose contra los enemigos escogidos, dejando en paz a sus amigos (p. 344).
Nuestro Fundadores escribieron la Constitución precisamente teniendo en mente a alguien como FDR, pero olvidemos por un momento la inconstitucionalidad y el incumplimiento legal de todo esto. Concentrémonos en los “criminales” de FDR: el pobre sastre Jack Magid, enviado a prisión por el delito de planchar una chaqueta por un precio que FDR no aprobaba; los ancianos pensionistas condenados a la pobreza por las acciones deliberadas de FDR contra las empresas en que estaban invertidos sus ahorros de jubilación y todas esas familias populares que sufrieron con ellos.
Concentrémonos por un momento en el hecho de que había “enfado porque el precio (de la carne) fuera tan alto” (p. 221) debido a la política deliberada de FDR de pagar a los granjeros por destruircomida en tiempos de hambre. Advirtamos cómo “era válido el argumento” de que “la NRA ayudaba a las grandes empresas a costa de las más pequeñas” (p. 227). Y riámonos con la maravilla de las maravillas, de que este hombre siga siendo considerado como un “amigo del pueblo”.
H.L. Mencken observó una vez que lo más grande de la democracia es que el pueblo obtiene lo que merece, lo bueno y lo malo. Shlaes nunca deja que el lector pierda de vista el hecho de mientras FDR daba paso a la destrucción final de la república, los votantes estadounidenses, por la razón que sea, querían a FDR, amaban el New Deal, y siguen haciéndolo hoy día.
Como cualquier político de éxito, FDR tenía un fino olfato para los prejuicios de los votantes; condenar en los tribunales o en la prensa a los enemigos que él mismo escogía se convirtió en parte de un espectáculo. “La rutina de atacar a los enemigos de clase en nombre de la reforma se convertiría en el marchamo de Roosevelt” (p. 133).
Para las almas desafortunadas atrapadas en la maquinaria, no importaba si eran culpables o inocentes, como cuando Henry Morgenthau, Jr. (Secretario del Tesoro de FDR) dijo: “Considero que no se está juzgando a Mr. Mellon, sino a la democracia y a los ricos privilegiados y quiero ver quién gana” (p. 196).
El ataque de FDR a los adinerados se apoyaba en la envidia. Fue un caso clásico de “divide y vencerás” y los votantes estadounidenses adoraban el espectáculo de hombres antes ricos humillados en los tribunales por delitos en su mayoría creados para éste. Ningún linchamiento público se ha producido sin una masa y así “hubo un nuevo sentimiento nacional (…) de que había llegado el momento de atacar a algo de la riqueza” (p. 124), FDR acató encantado los deseos de la masa.
FDR da la impresión de un hombre afectado por un ansia infinita de poder. Era un consumado político afortunado por ser “un gran locutor de radio nacido en la era de la radio” (p. 129). Y tenía un carácter moral y un sentido del honor que harían ruborizarse a un proxeneta. Nunca hemos caído tan bajo antes o después. Incluso un émulo tan desesperado de Roosevelt como Obama es Thomas Jefferson en comparación con este hombre.
Y, como todos los sistemas de gobierno socialistas, todo empezó rápidamente a endurecerse hasta una inflexibilidad inamovible. Shlaes nos dice “los fracasos económicos de los new dealers jugaban a su favor político” (p. 267)- El aumento masivo del gobierno federal permitió a FDR construirse una formidable maquinaria política, tan bien engrasada con favores, sobornos y dádivas que “millones de votantes [estaban] obligados con él” (p. 375), haciendo imposible una derrota electoral.
Como argumenta convincentemente Shlaes, la Gran depresión no acabó a causa del New Deal. Muy al contrario, “el New Deal estaba haciendo que el país renunciara la prosperidad, si no a la recuperación (p. 263). FDR y su New Deal se convirtieron en vampiros, viendo eufóricos una Gran Depresión que sus políticas estaban alimentando y manteniendo viva.
Así que la respuesta habitual a la pregunta hoy popular que a todos nos gusta considerar ¿Qué acabó con la Gran Depresión? No implica entender “incertidumbres en el régimen”, economía o siquiera a Ludwig von Mises. La respuesta triste y sencilla es que la Gran Depresión acabó cuando el corazón de Franklin Delano Roosevelt dejó de latir.
2. K.O.
La lección principal que extraje de leer The Forgotten Man está encarnada en otro discurso de William Graham Sumner, “Republican Government”, de 1877, seis años antes de su “El hombre olvidado”. Los presagios desesperados del Dr. Sumner sobre las posibilidades de supervivencia de la república estadounidense acaban con una nota que comprende perfectamente la devastadora tragedia que fue FDR.Hablando en el McCormick Hall de Chicago, advertía que “la república constitucional, sin embargo no requiere hombres que jueguen a ser héroes; sólo les pide que hagan [su] trabajo bajo las leyes y la constitución, en cualquier puesto en que se les ubique, y nada más”.
Si alguien de la década de 1930 es el “hombre olvidado”, es indudablemente FDR. La historia le ha reducido a un recorte amable y mítico. Después una intervención pública particularmente grosera, FDR alardeaba ante sus chicos: “Les reté a que me pegaran ¡y nadie lo hizo!” Setenta y cinco años después. Amity Shlaes le envía a la lona al recordarnos a todos qué tipo de hombre fue realmente FDR.
Amity Shlaes ha vuelto a la vida a FDR con colores vivos y prácticamente no encuentro nada a admirar en sus palabras o acciones. Eleanor se merecía algo mejor. Todos nos merecíamos algo mejor.
Por reconocer lo que hay que reconocer, en lo que refiere a la política, FDR fue indudablemente un genio, pero también lo fueron sus contemporáneos Stalin y Mussolini, así que tal vez no sirva gran cosa como referencia de carácter. En lo que ser refiere a la economía, era un estúpido fumado e indudablemente causó mucha miseria. Pero lo peor de todo fue su falta de respeto a la ley.
Cuando se trataba de respetar la Constitución (la única cosa que un Presidente estadounidense deje jurar hacer) simplemente no le importaba. Ésa es la historia central de este libro y eso hace a The Forgotten Man uno de los retratos más radicales sobre la Gran Depresión desde Murray Rothbard.
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