Por Ignacio Moncada
Llegado el momento de abandonar la Casa
Blanca, conviene echar la vista atrás y recordar algunas de las grandes
promesas de cambio que catapultaron a Barack Obama a la presidencia de
los Estados Unidos de América. La campaña electoral de Obama hizo
especial hincapié en acabar con la polarización social y política del
país, en poner fin a las tensiones raciales, en limpiar la corrupción y
el lobbismo de Washington y en resolver el descontento generalizado de la población norteamericana hacia sus gobernantes.
Ocho años después podemos afirmar que el
resultado de la presidencia de Obama en cada uno de estos aspectos es
un rotundo fracaso: la conflictividad racial y la polarización social se
han disparado, la corrupción y los grupos de presión siguen dominando
todo el aparato estatal americano y la población está más descontenta y
asqueada con la casta política que nunca. Obama ha dejado el campo
abonado para que en una sociedad en otros tiempos liberal y abierta,
sean muchos los que opten por echarse en brazos del populismo de Donald
Trump.
Trump es el síntoma de una América que
ha perdido el rumbo. El magnate neoyorquino saltó a la política
aprovechándose del enorme descontento social tras estos ocho años con
Obama en el Despacho Oval. Es cierto que sobre el papel, algunas de las
propuestas de Trump no son descabelladas: su plan de reducción de
impuestos en todos los niveles de renta sería una buena idea siempre que
fuera acompañada de medidas para garantizar el equilibrio
presupuestario; y su plan de promover el cheque escolar entre los
usuarios de la educación pública y su propuesta de reforma del sistema
sanitario, si se hicieran bien, serían avances relativos respecto a la
situación actual en estos dos importantes ámbitos.
Sin embargo, todos los posibles aciertos
puntuales de la propuesta de Donald Trump se ven emborronados por el
carácter antiliberal que rezuma el grueso de su discurso. Mucha gente
opina que Trump parece no tener una ideología firme, pero no es cierto.
Trump tiene una filosofía política muy clara que articula la inmensa
mayoría de su programa político y económico: el nacionalismo. No es
casualidad que “America First” sea uno de los dos lemas centrales de su campaña y el que según él sería el hilo conductor de su administración si fuera presidente.
Casi todas las voces críticas contra
Donald Trump, tanto dentro como fuera de EEUU, se han centrado en las
toscas formas del candidato, en sus continuos comentarios irrespetuosos y
en sus expresiones que rompen por completo con lo políticamente
correcto. En mi opinión estas cuestiones son casi irrelevantes al lado
del peligro que supone aplicar su programa político nacionalista y su
enfoque económico mercantilista: su ataque general al comercio
internacional, la derogación de los tratados de libre comercio, su
propuesta de rearme arancelario, la promoción del producto y el empleo
nacional a costa de la libertad de intercambio o la idea de levantar
muros para impedir la entrada de trabajadores extranjeros, son algunas
de las medidas más conocidas del candidato republicano. Trump promete
“hacer a América grande otra vez”, pero ataca con saña muchas de las
características fundamentales que han hecho que EEUU sea grande: un país
tradicionalmente cosmopolita, abierto, partidario del comercio
internacional y abierto a la inmigración. Trump no haría a América
grande, sino mucho peor.
El único motivo por el que un candidato
tan peligroso como Trump tiene serias probabilidades de convertirse en
presidente de EEUU es porque su oponente, Hillary Clinton, es igualmente
desastrosa. No sólo por su política económica clientelar y liberticida o
por su obsesión militarista. Es que, además, la candidata del Partido
Demócrata representa lo peor del establishment de Washington:
son conocidas sus conexiones con grupos de presión nacionales (la
industria armamentística, la banca, las farmacéuticas y aseguradoras) e
internacionales (incluidos regímenes como el saudí o el catarí), sus
múltiples escándalos y el historial de irregularidades, fracasos e
irresponsabilidad en todos los puestos políticos por los que ha pasado
en su extensa experiencia política.
Sin ir más lejos, la campaña electoral
ha estado marcada por la investigación del FBI a la candidata por el uso
del correo electrónico personal para asuntos con información
clasificada cuando era secretaria de Estado y la posterior eliminación
de más de 32.000 correos. El propósito de esto, claro está, era evitar
el control sobre los contenidos de sus comunicaciones contemplado en las
leyes de transparencia. Pero como todos los resortes del Estado
trabajan activamente en favor de Clinton, el FBI ha dado carpetazo al
asunto y aquí no ha pasado nada.
Los ciudadanos americanos se enfrentan
ahora a la difícil decisión de elegir entre dos de los peores candidatos
de las últimas décadas. Gane Trump o gane Hillary el resultado es el
mismo: un absoluto desastre. Es inevitable en estas circunstancias
recordar el famoso capítulo del libro “Camino de servidumbre”, de F. A.
Hayek, titulado “Por qué los peores se colocan a la cabeza”.
En política existe un inevitable proceso de selección negativa por el
que tienden a triunfar quienes tienen menos escrúpulos, los más
mentirosos, manipuladores y sedientos de poder, quienes, como decía
Hayek, empujan a la sociedad al odio a un enemigo o a la envidia de los
que viven mejor. Una persona que quiera alcanzar el poder político en
una sociedad cada vez más estatista tiene que elegir, en palabras del
economista austriaco, “entre prescindir de la moral ordinaria o
fracasar”. En esta ocasión esto es más visible que nunca: los peores,
tanto Trump como Hillary, se han colocado a la cabeza. Sólo falta
decidir cuál de los dos gobernará la democracia más antigua del mundo.
Esperemos que, al menos, el Senado y el Congreso actúen como un freno
antes los desmanes que cualquiera de estos dos terribles candidatos está
deseando llevar a cabo.
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