Por mucho menos estuvo a punto de caer su marido y cayó Nixon.
Hillary Clinton | EFE
La candidata
demócrata a las elecciones presidenciales de 2016, Hillary Clinton, está
en una carrera frenética contra su propio pasado de corrupciones,
mentiras, enriquecimientos ilegítimos y otros comportamientos que
parecen estar bien descritos en el derecho penal de aquel país. Clinton
tiene los armarios repletos de felonías, y siempre pensé que esa era su
mejor baza. En definitiva, estaban a la vista de todos y las encuestas
la seguían teniendo como la candidata preferida para sustituir a Barack
H. Obama. Si había alquilado habitaciones de la Casa Blanca para
financiar la campaña de su marido, si ella y él habían colocado a dedo a
familiares para que gestionasen los viajes de la misma Casa, si se han
enriquecido personalmente con su fundación; si como secretaria de Estado
no defendió a los miembros de su legación en Bengasi para ocultar que
eran atacados por Al Qaeda; si todo ello y mucho más está descrito en
detalle y aún reina en las encuestas, ¿qué podría tumbar a la candidata Clinton?
"Desde luego, no un escándalo más", he razonado en muchas
ocasiones. Pero, como en tantas otras, puedo haberme equivocado. Los
famosos e-mails de Hillary Clinton ya se habían sumado a su currículum
delictuoso. Clinton utilizó unos servidores privados para enviar
e-mails, muchos de ellos con información clasificada,
mientras fue secretaria de Estado (ministra de Exteriores) de los
Estados Unidos. Lo hizo para evitar el control sobre sus contenidos
previsto en las leyes de transparencia. La maquinaria judicial empezó a
investigar si había hecho un mal uso de su cuenta de correo y ella
reaccionó destruyendo 32.000 mensajes. Dijo que tenían carácter
"privado", lo cual es extraño, pues en principio no son éstos los que
incitarían el celo del FBI. ¿Por qué los destruyó, entonces?
De los que no tuvo tiempo de destruir, dos millares contenían información confidencial y medio centenar, top secret.
Pero es Hillary Clinton, por lo que el FBI decidió no presentar cargos
contra ella. Con todo, no es esto lo más interesante del asunto, sino el
retrato que hacen de la propia Clinton, y que quedaría tan propio en la
celebración de Halloween.
Nada se antepone a su ambición, miente con una soltura asombrosa, adula
en privado a los grandes bancos que, en público, son objeto de sus más
aceradas críticas, odia en la intimidad al americano al que ante las
cámaras le pide el voto, se deja comprar por políticos extranjeros casi tan corruptos como ella, como Mohamed VI…
Lo último es que el FBI ha dado
a conocer que encontró alguno de esos e-mails mientras investigaba al
exrepresentante Anthony Weiner. Weiner se dedicaba a mandar fotos suyas
en pelota picada y con pretensiones sexuales a sus colaboradoras y a sus
seguidoras en las redes sociales. A una de ellas le enviaba fotos en
las que se llamaba a sí mismo Carlos Danger. El FBI dice que no conoce todavía el alcance
del material que ha encontrado en su ordenador, que es también el de su
mujer, y ayudante de Hillary, Huma Abedin, pero de paso ha vuelto a
recordar todo el asunto a once días de las elecciones.
Donald Trump, un hombre empeñado en enterrar su propia
campaña con declaraciones estúpidas, dio muestras de dar la carrera por
perdida cuando sugirió, sin pruebas ni Dios que las bendiga, que si
ganaba Clinton sería por un pucherazo. Es cierto que se alejaba en las
encuestas de su rival, pero ha vuelto a acercarse justo cuando el FBI ha
recordado a los estadounidenses que Hillary puede sentarse en el banquillo en cualquier momento.
Porque esta cuestión va mucho más allá de la campaña, que
resultará en uno u otro desastre para los Estados Unidos. Si Hillary
Clinton sale victoriosa, puede verse sometida a una investigación criminal antes incluso de ser investida presidenta. Y, aunque es una cuestión abierta si puede pasar por una recusación (impeachment)
por actos anteriores a su presidencia, es más que probable que una
mayoría republicana promoviera esta iniciativa. Y sería por un asunto
menos trivial que el que puso a su marido entre el Despacho Oval y su
residencia en Nueva York y, de hecho, más grave que el que tumbó a
Richard Nixon.
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