Trump se equivoca cuando lleva su lógica personal y empresarial a las funciones públicas. Se gobierna para todos.
Donald Trump | EFE
El leitmotiv de Donald Trump es ganar.
Para él, la realidad está hecha de múltiples competencias. Necesita
fabricar el edificio más alto, conquistar a la mujer más hermosa, llevar
a cabo el mejor negocio de bienes raíces, presidir el país más poderoso
de la Tierra con el objeto de restaurar su supuesta grandeza perdida
por la descuidada incuria de los políticos.
Su frase emblemática es "You are fired" (¡está despedido!). A Trump nadie lo ha acusado nunca de ser una persona compasiva. En su universo sin piedad no hay espacio para los perdedores,
ni simpatías con el hombre pequeñito que canta en la ducha, las señoras
obesas o la gente fea, grupos, por cierto, que constituyen la mayoría
del censo en todos los países del planeta.
El mundo, según Trump, es de quienes dominan la estrategia
de la negociación. Los libros que firma, los programas de televisión que
realiza, están basados en esa premisa. Su talento depende de la
capacidad que tiene de cerrar buenos negocios.
No obstante, se equivoca cuando lleva su lógica personal y empresarial a las funciones públicas. Se gobierna para todos, feos y hermosos, incluyendo los hombres pequeñitos, las señoras obesas y la gente con la salud destartalada.
El objetivo de los acuerdos públicos no es exprimir hasta el último céntimo al contrincante,
porque ni siquiera es verdad que sean adversarios, sino lograr la mayor
cuota de felicidad posible para la mayor cantidad de gente, siempre
dentro de los márgenes de la ley.
Cuando se trata de gobernar Estados Unidos,
la responsabilidad es aún mayor. Desde 1944, víspera del fin de la II
Guerra, F. D. Roosevelt, en Bretton Woods, asumió que EEUU se
convertiría en la primera potencia del planeta al terminar el conflicto y
comenzó a ensayar el rol de gran eje del equilibrio planetario.
Algo había que hacer para evitar los descalabros económicos internacionales
y las crisis políticas que desembocan en guerras. De ahí salieron el
Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, el dólar como divisa
internacional y la decisión de apoyar la creación de Naciones Unidas
como un foro que acaso evitaría que la sangre llegara al río cuando se
encendieran las pasiones.
Harry S. Truman, convertido en presidente tras la muerte de FDR, continuó la misma línea de razonamiento. Creó la OTAN, el Plan Marshall, la CIA, la OEA,
y en el trayecto impidió que Corea del Sur fuera engullida por el
manicomio agresivo inaugurado por Kim il Sung, fundador de esa
detestable dinastía.
¿Tiene razón Trump cuando supone que Estados Unidos es
víctima de su incapacidad para firmar acuerdos convenientes? No la
tiene. Con todos sus defectos, mezquindades y contradicciones, con sus
debilidades y grandezas, Estados Unidos continúa siendo en 2016 lo que
comenzó a ser en 1945, hace 71 años: el único centro de estabilidad del
planeta. El mundo sería un lugar bastante peor y mucho más peligroso si no existiera.
Ese rol, aunque le conviene, le cuesta. Ser cabeza de
familia cuesta plata. Sin embargo, Estados Unidos no sólo gana cuando
sus intereses materiales son satisfechos. Gana cada año en que aumentan
las naciones que se acogen al modelo norteamericano de
organizar el gobierno, o la educación, o la salud. Gana cuando la
estabilidad planetaria acelera la multiplicación de las transacciones
económicas.
En el verano de 1948, tras el anuncio del Plan Marshall para
la reconstrucción de Europa, según una historia apócrifa, muy creíble,
un periodista le preguntó al presidente Harry Truman cómo era posible
que una parte sustancial de los 13.000 millones asignados fuera a parar a
los bolsillos de alemanes e italianos, dos países que habían causado la
guerra y la pérdida de millones de vidas.
Truman, hombre dominado por un avasallante sentido común, respondió:
–Esa cifra es infinitamente más pequeña que la que saldría de librar una nueva guerra.
Truman sabía que contablemente el dinero entregado al Plan
Marshall o la OTAN iba a la cuenta de gastos, pero también sabía que era
una inversión clave en el capítulo del mantenimiento de la paz. En
ese momento ya se conocía que la II Guerra Mundial le había costado a
Estados Unidos 341.000 millones de dólares o el 35% del PIB nacional de
aquella época.
Tal vez el señor Trump no lo entienda, porque su cerebro no es el de un estadista, sino el de un empresario empeñado en ganar a cualquier costo, pero el bottomline
de cualquier operación encabezada por Estados Unidos va mucho más allá
del resultado económico inmediato. Ser la cabeza del planeta tiene un
costo y tiene beneficios, pero no son los que él supone
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