Wednesday, November 2, 2016

El Brexit no es una catástrofe

Pedro Schwartz estima que el Brexit no es una catástrofe para el Reino Unido y esboza las oportunidades que presenta tanto para este país como para la Unión Europea.

Pedro Schwartz es Presidente del Tribunal de Defensa de la Competencia de Madrid y Profesor de Economía de la Universidad San Pablo CEU.
España ha tomado la separación del Reino Unido y la Unión Europea con gran dramatismo. Las opiniones reflejadas en diversas encuestas y expresadas en tertulias de radio coinciden en pronosticar que el Brexit hará gran daño a la economía británica, que reducirá radicalmente la importancia de ese país en la política mundial y que también afectará el bienestar económico y peso político de la Unión. Incluso se han oído voces llamando a «castigar» al Reino Unido por el daño económico y el desprecio político hecho al proyecto europeo, animando a los españoles a boicotear los productos británicos y a evitar las visitas a la pérfida Albión.



 Los sentimientos son libres pero los hechos son tozudos. Llevada la ruptura con sensatez y buen tino podrá sin duda evitarse una recesión económica en el RU y una pérdida de prosperidad en el Continente. Tampoco tienen por qué ser irreparables las consecuencias políticas para ellos y para nosotros. En suma, creo que la separación del Reino Unido puede tener efectos positivos tanto en la Gran Bretaña como en la UE, si aprendemos todos la lección de que la libre competencia de las personas y de las instituciones hace más por la armonía que la centralización uniformadora.
Durante la campaña del referéndum, los partidarios de mantenerse en Europa exageraron sus pronósticos de recesión si el RU abandonaba el mercado único. Cierto es que, nada más anunciado «el divorcio», la libra esterlina sufrió una caída del 10 por ciento respecto del dólar, reflejo de la sorpresa y la incertidumbre. Una depreciación de este tamaño, por un lado reanima las exportaciones; por otro, eleva los precios en el interior y produce una sensación de pérdida de riqueza entre los británicos. Ambos efectos se equilibran. No creo que ello vaya a torcer ni en un sentido ni en otro el buen camino que llevaba la economía del RU antes del referéndum: la tasa de paro se encuentra en el 4,9 por ciento y la economía está creciendo al 2,1 por ciento, año sobre año. El Banco de Inglaterra se ha puesto la venda antes de la herida y ha reducido el tipo de interés de sus préstamos a los bancos comerciales en un ridículo 0,25 por ciento. Una política monetaria así de impotente tampoco creo que contribuya mucho a salvar una situación que, por el momento, está lejos de tomar los aspectos dramáticos que se pronosticaban.
Los británicos pueden sin duda prosperar fuera del mercado único. Primero, no nos conviene a los «continentales» poner trabas al comercio con ellos, pues nuestra balanza comercial es ampliamente superavitaria. ¿De verdad querremos los «comunitarios» entorpecer un comercio de bienes y servicios que en el año 2015 supuso exportaciones al RU por 395.000 millones de euros, importaciones por 299.000 millones y un superávit a nuestro favor de 95.000 millones? En todo caso, el arancel externo (medio, ponderado) de la UE es un 2,3 por ciento, aunque los automóviles, una de las principales exportaciones del RU, cargarían con un 10 por ciento. El mayor papeleo puede ser un obstáculo pero no esos recargos.
Todos hablan del daño al negocio de la City de Londres por la retirada del permiso automático (o «pasaporte») a los bancos allí domiciliados para ofrecer servicios financieros en el Continente. Pero el mercado de capitales de la City es principalmente al por mayor. Su tamaño, agilidad y ubicación horaria hacen difícil que Frankfurt o París ¡o Madrid! puedan sustituirlo. Cuanto mayor sean la reglamentación en la Eurozona, más serán los que prefieran Londres. Ya ocurrió a finales de los años cincuenta cuando apareció en Londres un gran «mercado del eurodólar» para evitar los topes de remuneración de los depósitos bancarios impuestos por la Reserva Federal. Don Quijote contra los molinos de viento.
El peligro para la futura prosperidad del RU fuera de la Unión Europea acecha en otro punto. La primera ministra, Theresa May, en su primer discurso ante el número 10 de Downing Street, habló de relanzar la política social, de contener la entrada de inmigrantes, de reindustrializar las Islas Británicas. Incluso se declaró a favor de colocar representantes de los trabajadores en los consejos de administración y de limitar las remuneraciones de los altos cargos. Todos los gobiernos hacen tonterías con la mirada puesta en los votos. Mas precisamente porque el Reino Unido ya no estará protegido por los muros antiglobalizadores de la Unión, pueden estas declaraciones no pasar de ser un saludo a efímeras modas. Si son algo más, pronto verán los británicos lo duro que es subsistir en el mundo abierto con políticas socialistas —y lo agradecido que es al final apuntarse al progreso capitalista—. La Gran Bretaña goza de suficiente talento, de sobrada capacidad inventiva, de amplia cultura internacional y de acendrado amor de las libertades para conseguir lo que otros tildarán de imposible milagro económico.
También se equivocan los críticos del Brexit en su enfoque de las consecuencias políticas de la separación. El error que subyace en estos pronósticos catastrofistas consiste en reducir toda la vida social a relaciones de poder. Se puede no ser una gran potencia y sobrevivir, incluso triunfar en este mundo fragoroso. La adoración del tamaño y la pretensión de gobernar el mundo nos hacen olvidar que los protagonistas de la vida social no son las grandes organizaciones sino los pensadores, los artistas, los innovadores, los creadores de empresa, en pocas palabras, las personas sin fronteras. El grave defecto político de la Unión Europea es el «déficit democrático». Nos gobiernan remotos políticos e ilustrados funcionarios. ¡Qué ceguera la de la Unión el no haber movido un dedo para mantener en sus concilios a la más vieja democracia de Europa!

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