Por Raquel Merino
William Hutt acuñó el famoso término
“soberanía del consumidor” para destacar el papel de guía de la
producción que el consumidor tiene en la economía en tanto poseedor del
bien más líquido, el dinero.
Ludwig von Mises lo retomó para ensalzar
precisamente una tesis que recorre la Escuela Austríaca de Economía. El
consumo “tira” de la producción, esto es, de los factores, dando valor a
estos últimos. De esta manera, por un lado, sacamos que los productores
están supeditados a los deseos de los consumidores y, por otro, que los
factores no determinan el precio de los bienes finales, sino que es
justo al contrario. Böhm Bawerk, en su artículo la “Ley del Coste”, bien
insistió en esta explicación. Según sean las demandas de bienes y
servicios finales, así habrán de ajustarse las ofertas y, por ende, los
factores que se necesitan. Necesariamente. Y si los demandantes,
caprichosos ellos, cambian de opinión (por modas) o encuentran a un
mejor oferente con alguna propuesta alternativa, rápidamente abandonarán
a sus antiguos proveedores, haciendo que su producción deje de tener
valor.
De esta manera, la empresa quebrará o,
si se trata de un sector al completo el afecto por estos cambios en el
mercado, pasará por serios apuros en su totalidad. Visto así, cuando el
cambio es abrupto, y repentinamente una parte de la producción de la
economía pierde su espacio en el mercado, no hablamos de otra cosa que
el reflejo del proceso de destrucción creativa de la economía
(Schumpeter).
La “lucha de clases” entre consumidores y
productores está echada, si bien lo paradójico de esta historia es que
somos consumidores y productores al mismo tiempo. Si es para comprar más
barato, anhelamos que prevalezca la soberanía del consumidor. Si es
para producir más caro, sin competencia y obtener alguna “renta
monopolista” de nuestra especialización, los esfuerzos se encaminan en
mucha gente a apuntalar la "soberanía del productor".
He omitido voluntariamente un adjetivo
al referirme inicialmente a la soberanía del consumidor. Esta
“soberanía” del consumidor como guía de la producción sería
característica de una economía “libre”. De ahí que el mismo Rothbard
encontrara desafortunado el término popularizado por Mises de
“soberanía”, dado que connotaría alguna forma de violencia, una relación
de poder y dominio de unos sobre otros impropia del libre mercado.
Polémicas aparte, la soberanía del
consumidor es un constructo al más puro estilo de la cataláctica: un
entorno con intercambios libres dentro de un mercado monetario. Pero
sabemos que este marco idealizado en que se desarrollan las relaciones
de intercambio no es ni mucho menos el habitual.
No es mi intención llevar esta pequeña
reflexión a extremos sobre todo o nada: anarquía o nada. Casi al
contrario, mi intención es detenerme en los “grados”, en los matices de
alguna época y sistema económico occidental, siquiera muy brevemente.
Intervención masiva del Estado
Los años de la estanflación en Europa y
EEUU (1971-1982) están marcados por importantes desmanes monetarios y
una economía esencialmente corporativa: sindicatos fuertes, poca
productividad, grandes conglomerados industriales, burocracia estatal
rampante e intervención y regulación laboral y empresarial desmedidas.
Hablamos de economías paternalistas, muy planificadas, ineficientes, controladas por un sector privado cuasi público y un sector público mastodóntico.
Economías en que el Estado viene a esforzarse por “garantizar los puestos de trabajo”. Las empresas grandes (utilities,
muchas veces, o grandes industrias como petroquímicas,
automovilísticas, acereras, bancos, telecomunicaciones, etc.) gozan de
fuertes privilegios estatales o protecciones frente al comercio
internacional; son en muchos casos empresas nacionales y se hallan
cartelizadas (se reparten los mercados).
Nadie diría que de este marco productivo
emanan grandes dosis de libertad y facilidades de competencia. Al
contrario, hablamos de barreras de entrada fijadas por monopolios
estatales de facto o “privados”, muy protegidos bajo el manto estatal.
El problema de intervenir y proteger
mucho un sector no es sólo que no se deja a los competidores entrar y
romper viejos moldes con nuevas ideas (lo cual es muy pernicioso de por
sí); problema igualmente mayúsculo es que los criterios que guían la
acción de esas empresas ya no residen en los famosos precios ni en el
“cálculo económico” en sí, sino en la presión política y en los favores.
Sin precios ni cálculo económico, con fuerte protección frente a la
competencia interna y externa, con cierta confabulación de la población
porque la oferta (los puestos de trabajo) está protegida frente al
mercado, el panorama final es desolador. Despilfarro de recursos, falta
de incentivos a la innovación para introducir cualquier tipo de
eficiencia operativa, plantillas infladas, presión sindical y secuestro
de la economía para conseguir protección laboral. Todo ello lleva a que
estas empresas públicas o semipúblicas acaben produciendo baja calidad,
ninguna variedad (no existe lo "nuevo"), y a un elevado coste. El
resultado no es otro que el ciudadano ha de tragar con estos bienes y
servicios en las condiciones que marque el oferente, y que las empresas
acaban siendo muy deficitarias. Y los déficits no se ajustan a través de
quiebras, sino a través de los bolsillos de los ciudadanos o, más bien,
con recurso a la creciente deuda pública (que también son los bolsillos
de alguien).
En estos escenarios, el consumidor es el
último pelele. El productor no produce ni innova con su mira puesta en
el consumidor. En todo caso, su ingenio va encaminado a mantener su
posición de ventaja en el sector gracias a grandes dotes de negociación,
proliferación de sobres, favores y redes clientelares.
En realidad, es esto que ahora llaman crony capitalism,
fenómeno presente también hoy. Pero hay momentos, todavía más
dramáticos, cuando la economía productiva se rige casi exclusivamente
por estos parámetros. Los incentivos son los incentivos.
A esta época, en su peor momento, hay
que sumarle crisis del petróleo (crisis de factores), crisis monetaria y
crisis económica (desempleo masivo).
Así pues, según lo visto, el consumidor,
en este contexto, nada guía con su acción. El consumidor es un siervo
en realidad: de los productores y del Estado (deuda pública y
regulaciones). Bastante tiene si le atienden, si le instalan el pedido
tres meses después de solicitar una línea de teléfono. Resignado, sin
saber que en realidad podría haber un mundo mejor, respira aliviado. Su
hijo trabaja en Telefónica y tiene un puesto estable en una gran
compañía de la que no le echarán. No es un país satélite soviético, pero
se le asemeja en muchos aspectos por el nivel de burocracia de la
economía.
La soberanía del consumidor no existe. Prevalece la soberanía del Estado (productor-político).
Hacia economías menos intervenidas
Los años 80 marcan un antes y un después
en lo que respecta a intervención estatal en la economía. Se venía de
esa estanflación descrita arriba, elevados tipos de interés y precios de
materias primas o energía, recesión, maltusianismo, deuda pública disparada y huida monetaria.
Surgen figuras como Reagan (Volcker) o
Thatcher para poner freno a los desmanes descritos. Por un lado, con una
vuelta a la ortodoxia financiera y monetaria; por otro, recurriendo a
desnacionalizaciones, liberalizaciones, menor presión fiscal, mayor
apertura internacional. No sin sufrimiento en muchos aspectos:
desórdenes sociales, reconversiones industriales, fuerte oposición a las
reformas.
A partir de los 80 y entrados en los 90,
llega el fenómeno de la globalización, con aperturas al comercio
internacional e incorporación de muchos nuevos países. La URSS se
desintegra. Se va pasando paulatinamente a una economía terciaria del
conocimiento. El sector de las TIC (tecnologías de la información y el
conocimiento) empieza a despegar. Se habla de una nueva era, la Nueva
economía, caracterizada por la aparición de un sinfín de empresas
tecnológicas en torno a una innovación: Internet. El boom que
se registró altededor de las empresas tecnológicas llevó a afirmar a
muchos especialistas que los criterios de valoración de las empresas
habían cambiado, que estos debían reajustarse a una nueva realidad. Y,
claro, a finales de los noventa llega la crisis de las punto com.
Por más que el fracaso de muchas de
estas compañías fuera previsible para algunos, tras el necesario ajuste,
el impacto de las compañías que han salido victoriosas ha cambiado el
mundo. El hecho empresarial innegable es que surgían como setas nuevas
empresas, abriéndose paso para ofrecer nuevas propuestas de valor a los
consumidores y creando mercados completamente novedosos, inexistentes
con anterioridad. Como innegable es lo antagónico que fue este nuevo
modelo frente al anterior de grandes empresas burocratizadas, donde se
penalizaba la innovación, había plantillas infladas y se huía de la
mejora de procesos, todo porque su “mercado” (su demanda) la tenían
asegurada merced a la intervención.
Consecuentemente, desde los 90 y hasta
hoy, parte de la producción por fin sí ha estado guiada por el soberano
consumidor. Cabe introducir un matiz. Por un lado, como defenderían los
economistas de la oferta (supply side economics), el impulso ha
venido del esfuerzo de empresarios e innovadores en crear esos nuevos
mercados y sectores que tanto ayudan a mejorar las condiciones de sus
consumidores. En realidad, el consumidor no le ha dicho al empresario
“crea un pc” o “crea un smartphone”. Al contrario, el empresario lo ha puesto sobre la mesa, como muchos otros bienes, y el consumidor ha elegido el pc y el smartphone frente a otras categorías de producto que se quedaron en el camino.
Por otro lado, ese florecimiento
empresarial en gran parte fue posible gracias a que el Estado dio un
paso a un lado; un paso insuficiente para muchos, pero en términos
relativos muy importante partiendo de donde se venía. Sin este paso
previo, el empresario (emprendedor) no puede tener una mínima certeza de
que el esfuerzo por innovar le compense (en economías más
burocratizadas, directamente, ni le dejarían intentarlo). Tampoco podría
aprovecharse de todas las relaciones comerciales complementarias que se
generan en entornos libres entre los participantes del entramado
empresarial; dicho de otro modo, no se aprovecharía de un orden
económico espontáneo, extenso y más complejo: proveedores,
distribuidores, consumidores, capitalistas y otros productores. Y, en
ese mismo sentido, tampoco sacaría partido del creciente conocimiento
que se genera en entornos libres a partir de la ávida interacción entre
todos esos agentes de la economía (y otros no mencionados), lo que
posibilita la generación de sorpresas (entropía, según Gilder) con las
que seguir teniendo nuevas ideas para irrumpir en el mercado.
Estas empresas, para obtener éxito, han
de fiar toda su estrategia a la creación continua de valor al cliente
(calidad, precio, variedad, personalización). Errarán o acertarán. El
cliente y las estrategias de sus competidores (así como otros agentes,
como los mismos Estados) serán los que acaben determinando su éxito o
fracaso. Su supeditación al cliente es máxima en tanto han de analizar
continuamente qué pueden estos desear, por cuánto, con qué calidades, de
qué forma desean recibirlo, con qué se complementa dentro de su vida
diaria o productiva o qué sustituye.
No hablamos de un camino de rosas.
Evidentemente, seguimos muy lejos de desenvolvernos propiamente en el
marco de la cataláctica. La situación no es ideal en ningún caso. Nadie
descarta, además, que la Historia se repita y, con ello, épocas oscuras
como la de la intervención estatal masiva de los sectores en la economía
o una vuelta al proteccionismo frente a la grandiosa globalización.
Asimismo, cuando nos alejamos de las áreas de las TIC, que han tenido el
camino relativamente allanado durante estos años para hacer, y nos
movemos hacia otras como la salud, la educación, la energía o
transporte, el papel del Estado sigue siendo preponderante y limitante
en cuanto a las ofertas posibles por parte de los empresarios, así como
restrictiva en cuanto a la soberanía del consumidor, pues básicamente el
consumidor recibe lo que el burócrata o tecnócrata decida.
Esto es indudable. El futuro deparará
quién se erige en soberano de la economía. Difícil es, en todo caso, que
la Historia llegue a su fin. Los errores se repiten. Nos volveremos a
ver seguramente… Espero que sea dentro de mucho tiempo.
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