Julian Assange en el balcón
Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
En el cubículo de la embajada del Ecuador en Londres, donde está
refugiado, Julian Assange, el fundador de WikiLeaks, tendrá ahora tiempo
de sobra para reflexionar sobre la extraordinaria historia de su vida,
que comenzó como oscuro ladronzuelo de la intimidad ajena (es lo que
hace un hackerinformático, aunque el anglicismo trate de
inocular dignidad a ese innoble oficio) en el país de los canguros y ha
terminado convirtiéndolo en un icono contemporáneo, tan famoso como los
futbolistas o roqueros más de moda, para muchos en un héroe de la
libertad de expresión y en el centro de un conflicto diplomático
internacional.
Existe tal maraña de confusiones y mentiras respecto al personaje,
creada por él mismo y por sus partidarios, y propulsada por el
periodismo ávido de escándalo, que hay millones de personas en el mundo
convencidas de que el desgarbado australiano de pelos blanco amarillos
que compareció hace unos días en el balcón de la embajada ecuatoriana
del barrio preferido por los jeques árabes en Londres —Knightsbridge—
para dar lecciones sobre la libertad de expresión al presidente Obama,
es un perseguido político de los Estados Unidos al que ha salvado in extremis
nada menos que el presidente Rafael Correa del Ecuador, es decir, el
gobierno que, después de los de Cuba y Venezuela, ha perpetrado los
peores atropellos contra la prensa en América Latina, cerrando emisoras,
periódicos, arrastrando a tribunales serviles a periodistas y diarios
que se atrevieron a denunciar los tráficos y la corrupción de su
régimen, y presentando una ley mordaza que prácticamente sellaría la
desaparición del periodismo independiente en el país. En este caso sí
que vale el viejo refrán: “Dime con quién andas y te diré quién eres”.
Porque el presidente Correa y Julian Assange son tal para cual.
En realidad, el fundador de WikiLeaks no es objeto en estos momentos
siquiera de una investigación judicial en los Estados Unidos ni este
país ha hecho pedido alguno reclamándolo a nadie para enfrentarlo a un
tribunal. El supuesto riesgo de que, si es entregado a la justicia
sueca, el gobierno de Suecia pueda enviarlo a Estados Unidos es, por
ahora, una presunción desprovista de todo fundamento y no tiene otro
objeto que rodear al personaje de un aura de mártir de la libertad que
ciertamente no se merece. La justicia sueca no lo reclama por sus
hazañas —mejor dicho, infidencias— informáticas, sino por las
acusaciones de violación y acoso sexual formuladas contra él por dos
ciudadanas de ese país. Así lo ha entendido la Corte Suprema de Gran
Bretaña y por eso decidió transferirlo a Suecia, cuyo sistema judicial,
por lo demás, es, al igual que el británico, uno de los más
independientes y confiables del mundo. De manera que el señor Assange no
es en la actualidad una víctima de la libertad de expresión, sino un
prófugo que utiliza ese pretexto para no tener que responder a las
acusaciones que pesan sobre él como presunto delincuente sexual.
La popularidad de que goza se debe a los cientos de miles de
documentos privados y confidenciales de distintas reparticiones del
gobierno de los Estados Unidos —empezando por la diplomacia y terminando
por las Fuerzas Armadas—, obtenidos mediante el robo y la piratería,
que WikiLeaks difundió, presentándolos como una proeza de la libertad de
expresión que sacaba a la luz intrigas, conspiraciones y conductas
reñidas con la legalidad. ¿Fue realmente así? ¿Contribuyeron las
delaciones de WikiLeaks a airear unos fondos delictivos y criminales de
la vida política estadounidense? Así lo afirman quienes odian a Estados
Unidos, “el enemigo de la humanidad”, y no se consuelan todavía de que
la democracia liberal, del que ese país es el principal valedor, ganara
la Guerra Fría y no fueran más bien el comunismo soviético o el maoísta
los triunfadores. Pero, creo que cualquier evaluación serena y objetiva
de la oceánica información que WikiLeaks difundió, mostró, aparte de una
chismografía menuda, burocrática e insustancial, abundante material que
justificadamente debe mantenerse dentro de una reserva confidencial,
como el que afecta a la vida diplomática y a la defensa, para que un
Estado pueda funcionar y mantener las relaciones debidas con sus
aliados, con los países neutros, y sobre todo con sus manifiestos o
potenciales adversarios.
Nosotros nunca sabremos la manera cómo las revelaciones de WikiLeaks
sirvieron para que se deshicieran las redes de información laboriosa y
peligrosamente montadas por los países democráticos en las satrapías que
amparan el terrorismo internacional de Al Queda y congéneres, ni
cuántos agentes e informantes de los servicios de inteligencia del
Occidente fueron detectados y posiblemente eliminados por efecto de esas
publicaciones, pero no hay duda de que esa fue una de las siniestras
consecuencias de aquella celebrada operación de desembalse informativo.
¿No es curioso que WikiLeaks privilegiara de tal modo revelar los
documentos confidenciales de los países libres, donde existe, además de
la libertad de prensa, una legalidad digna de ese nombre, en vez de
hacerlo con las dictaduras y gobiernos despóticos que proliferan todavía
por el mundo? Es más fácil ganar credenciales de luchador por la
libertad ejercitando la infidencia, el contrabando y la piratería
informática en sociedades abiertas, al amparo de una legalidad siempre
reticente a sancionar los delitos de prensa para no dar la sensación de
restringir o poner obstáculo a esa libertad de crítica que es,
efectivamente, sustento esencial de la democracia, que infiltrándose en
los secretos de los gobiernos totalitarios.
Los partidarios de WikiLeaks deberían recordar que la otra cara de la
libertad es la legalidad y que, sin ésta, aquella desaparece a la corta
o a la larga. La libertad no es ni puede ser la anarquía y el derecho a
la información no puede significar que en un país desaparezcan lo
privado y la confidencialidad y todas las actividades de una
administración deban ser inmediatamente públicas y transparentes. Eso
significaría pura y simplemente la parálisis o la anarquía y ningún
gobierno podría, en semejante contexto, cumplir con sus deberes ni
sobrevivir. La libertad de expresión se complementa, en una sociedad
libre, con los tribunales de justicia, los parlamentos, los partidos
políticos de oposición y esos son los canales adecuados a los que se
puede y debe recurrir si hay indicios de que un gobierno oculta o
disimula delictuosamente sus iniciativas y quehaceres. Pero atribuirse
ese derecho y proceder manu militari a dinamitar la legalidad
en nombre de la libertad es desnaturalizar este concepto y degradarlo de
manera irresponsable, convirtiéndolo en libertinaje. Eso es lo que ha
hecho WikiLeaks y, lo peor, creo, no en razón de ciertos principios o
convicciones ideológicas, sino empujado por la frivolidad y el
esnobismo, vectores dominantes de la civilización del espectáculo en que
vivimos.
El señor Julian Assange no ha practicado en la institución que fundó
la transparencia y la limpieza totales que exige de las sociedades
abiertas contra las que se ha encarnizado. Las defecciones que ha
experimentado WikiLeaks se deben, fundamentalmente, a su resistencia a
dar cuenta a sus colaboradores de los varios millones de dólares que ha
recibido como donaciones, según leo en un artículo firmado por John F.
Burns, en el Internacional Herald Tribune del 18/19 de agosto.
Es un buen indicio de lo complicadas y sutiles que pueden ser las cosas
cuando se observan de cerca y no a partir de lugares comunes,
estereotipos y clisés.
En las actuales circunstancias no hay razón alguna para considerar a
Julian Assange un cruzado de la libertad de expresión, sino más bien un
vivillo oportunista que, gracias a su buen olfato, sentido de la
oportunidad y habilidades informáticas, montó una operación escandalosa
que le dio fama internacional y la falsa sensación de que era
todopoderoso, invulnerable y podía permitirse todos los excesos. Se
equivocó y ahora es víctima de estos últimos. En verdad, su peripecia
parece haber entrado en un callejón sin salida, y no es imposible que,
una vez que pase la ventolera que hizo de él una persona famosa, se le
recuerde sobre todo por la involuntaria ayuda que ha prestado, creyendo
actuar a favor de la libertad, a sus enemigos más acérrimos.
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