Por Carlos Alberto Montaner
El leit motiv de Donald Trump
es ganar. Para él la realidad está hecha de múltiples competencias.
Necesita fabricar el edificio más alto, conquistar a la mujer más
hermosa, llevar a cabo el mejor negocio de bienes raíces, presidir el
país más poderoso de la tierra con el objeto de restaurar su supuesta
grandeza perdida por la descuidada incuria de los políticos.
Su frase emblemática es “you are fired”
(¡está despedido!). A Trump nadie lo ha acusado nunca de ser una
persona compasiva. En su universo sin piedad no hay espacio para los
“perdedores”, ni simpatías con el hombre pequeñito que canta en la
ducha, las señoras obesas o la gente fea, grupos, por cierto, que
constituyen la mayoría del censo en todos los países del planeta.
El mundo, según Trump, es de quienes
dominan la estrategia de la negociación. Los libros que firma, los
programas de televisión que realiza, están basados en esa premisa. Su
talento depende de la capacidad que tiene de cerrar buenos negocios.
No obstante, se equivoca cuando lleva su
lógica personal y empresarial a las funciones públicas. Se gobierna
para todos, feos y hermosos, incluyendo los hombres pequeñitos, las
señoras obesas y la gente con la salud destartalada.
El objetivo de los acuerdos públicos no
es exprimir hasta el último céntimo al contrincante, porque ni siquiera
es verdad que sean adversarios, sino lograr la mayor cuota de felicidad
posible para la mayor cantidad de gente, siempre dentro de los márgenes
de la ley.
Pero cuando se trata de gobernar Estados
Unidos la responsabilidad es aún mayor. Desde 1944, víspera del fin de
la II Guerra, F.D. Roosevelt, en Bretton Woods, asumió que EEUU se
convertiría en la primera potencia del planeta al terminar el conflicto y
comenzó a ensayar el rol de gran eje del equilibrio planetario.
Algo había que hacer para evitar los
descalabros económicos internacionales y las crisis políticas que
desembocan en guerras. De ahí salieron el Banco Mundial, el Fondo
Monetario Internacional, el dólar como divisa internacional y la
decisión de apoyar la creación de Naciones Unidas como un foro que acaso
evitaría que la sangre llegara al río cuando se encendían las pasiones.
Harry S. Truman, convertido en
presidente tras la muerte de FDR, continuó la misma línea de
razonamiento. Creó la OTAN, el Plan Marshall, la CIA, la OEA, y en el
trayecto impidió que Corea del Sur fuera engullida por el manicomio
agresivo inaugurado por Kim Il-Sung, fundador de esa detestable
dinastía.
¿Tiene razón Trump cuando supone que
Estados Unidos es víctima de su incapacidad para firmar acuerdos
convenientes? No la tiene. Con todos sus defectos, mezquindades y
contradicciones, con sus debilidades y grandezas, Estados Unidos
continúa siendo en el 2016 lo que comenzó a ser en 1945, hace 71 años:
el único centro de estabilidad del planeta. El mundo sería un lugar
bastante peor y mucho más peligroso si no existiera.
Ese rol, aunque le conviene, le cuesta.
Ser cabeza de familia cuesta plata. Sin embargo, Estados Unidos no sólo
gana cuando sus intereses materiales son satisfechos. Gana cada año en
que aumentan las naciones que se acogen al modelo norteamericano de
organizar el gobierno, o la educación, o la salud. Gana cuando la
estabilidad planetaria acelera la multiplicación de las transacciones
económicas.
En el verano de 1948, tras el anuncio
del Plan Marshall para la reconstrucción de Europa, según una historia
apócrifa, muy creíble, un periodista le preguntó al presidente Harry
Truman cómo era posible que una parte sustancial de los trece mil
millones asignados fuera a parar a los bolsillos de alemanes e
italianos, dos países que habían causado la guerra y la pérdida de
millones de vidas.
Truman, hombre dominado por un avasallante sentido común, respondió:
–Esa cifra es infinitamente más pequeña que la que saldría de librar una nueva guerra.
Truman sabía que contablemente el dinero
entregado al Plan Marshall o la OTAN iba a la cuenta de gastos, pero
también sabía que era una inversión clave en el capítulo del
mantenimiento de la paz. En ese momento ya se conocía que la II Guerra
mundial le había costado a Estados Unidos 341 mil millones de dólares o
el 35% del PIB nacional de aquella época.
Tal vez el señor Trump no lo entienda,
porque su cerebro no es el de un estadista, sino el de un empresario
empeñado en ganar a cualquier costo, pero el bottom line de
cualquier operación encabezada por Estados Unidos va mucho más allá del
resultado económico inmediato. Ser la cabeza del planeta tiene un costo y
tiene beneficios, pero no son los que él supone.
No comments:
Post a Comment