Por Horacio Vázquez-Rial
Ideas - Libertad Digital, Madrid
Constantinopla cayó en 1453. El 14 de abril de 1789 tuvo lugar la toma de la Bastilla y es la fecha en la que se conmemora la Revolución Francesa. El 12 de octubre de 1492, Cristóbal Colón descubrió América. Rodrigo de Triana fue el primero en avistar tierra. El 12 de octubre es el Día de la Raza. Son cosas que aprendí en la escuela primaria, una buena escuela, en Buenos Aires.
Pero a partir de 1992 empecé a ver inquietantes movimientos a mi alrededor.
Ya las cosas habían cambiado un poco y, después de Auschwitz, el uso de la palabra raza había adquirido un sentido nuevo. Pero no había sido el recuerdo de la Shoá lo que había ido inclinando la balanza en favor de un cambio de nombre de la conmemoración del descubrimiento, sino la idea de hispanidad, acuñada por Zacarías de Vizcarra, cura vasco, y por su discípulo Ramiro de Maeztu, mucho antes de que Hitler y los suyos empezaran a cometer sus crímenes.
Vizcarra propuso, en un periódico de Buenos Aires, en 1926, llamar al 12 de octubre Día de la Hispanidad y no Día de la Raza (ocurrencia, por cierto, del presidente argentino Hipólito Yrigoyen, ostensiblemente hijo de vascos). Maeztu ya estaba elaborando los artículos que irían a formar un conjunto en su Defensa de la Hispanidad, publicado en 1934.
Hasta ahí, todo bien.
Pero en 1992 empezaron a aparecer los peros. En muchas universidades españolas e hispanoamericanas se organizaron contra-celebraciones, en las que se negaba o cuestionaba el hecho del descubrimiento. La primera gran pregunta de entonces era una gansada cuya respuesta, a mi modo de ver, no admite dudas: ¿quién descubrió a quién? Pues, obviamente, Colón, en nombre de la corona de Castilla, descubrió América. O si lo prefiere usted traducido: una parte de la humanidad, Europa, la más avanzada de la época, encontró, porque sus barcos y sus instrumentos de navegación se lo permitían, a otra parte de la humanidad, más atrasada, que no hubiese podido hacer un viaje en dirección contraria.
Los portavoces de la corrección política consideraban, sin embargo, inadecuado el uso de la palabra descubrimiento para designar el acontecimiento, alegando que correspondía a una visión eurocéntrica del mundo y que lo más justo era denominarlo encuentro. Fue entonces cuando empecé a ver los primeros signos del atrasismo, un derivado de ese anestésico ideológico llamado multiculturalismo. Fue entonces cuando fue invitado a España, no recuerdo por cuál de las instituciones que cuestionaban la idea misma de celebración, un dirigente indígena boliviano que, tras oponer su propia particularidad al conjunto de Occidente, reivindicando la medicina indígena frente a la medicina blanca y las técnicas agrícolas precolombinas frente a las de "los blancos", soltó una frase que debe de haber hecho las delicias del señor Arzalluz: "Nuestro futuro es nuestro pasado".
Intuí oscuramente aquel año, en el que participé en varias reuniones, que aquéllas eran las primeras piedras que nos caían encima de un gran desprendimiento de tierras ideológico. Ni raza ni hispanidad. Todo eso había dejado de ser fashion. De ahí a Evo Morales había un paso.
Ayer, 11 de octubre, una señora llamada Carme Capdevila, para más datos consellera de Acción Social y Ciudadanía de la Generalidad de Cataluña, dijo que no compartía la decisión del president Montilla de acudir a los actos del Día de la Hispanidad. Por su parte, el portavoz de ERC, Ignasi Llorente, declaró: "El Día de la Hispanidad es una cosa que ha quedado absolutamente anticuada, y, además, celebrar el recuerdo de un genocidio no es algo de lo que tenga que sentirse orgulloso ningún país".
El nacionalismo catalán, como cualquier otro paralelo, asume la leyenda negra sin vacilaciones. No comprenden la imposibilidad de que 35 países, entre grandes y pequeños, en un territorio de 42 millones de kilómetros cuadrados, con alrededor de 950 millones de habitantes, de los cuales 575 millones descienden de inmigrantes de todo el planeta, en buena parte mezclados con pobladores autóctonos, sean producto de un genocidio. Para decir eso se necesitan tres cosas: mala fe, ignorancia y odio, un odio radical y eterno, a España, a la que quieren ver desmembrada, arrasada y, en la medida de lo posible, tan olvidada como el reino de Palmira. Es función de los nacionalismos periféricos españoles exaltar los movimientos indigenistas y fomentar el atrasismo en América, que, al fin y al cabo, es una creación castellana.
Los gobiernos hispanoamericanos hacen cosas porque, a pesar de su soberbia, comprenden que lo simbólico tiene un valor político. Los Kirchner, a través de una cosa institucional que se llama Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo, han llevado al parlamento un proyecto de ley para que el Día de la Hispanidad se denomine Día de la Diversidad Cultural Americana. En el año 2000, la fecha se denomina en Chile Día del Descubrimiento de Dos Mundos. Costa Rica lo llama desde 1994 Día de las Culturas. Para Chávez es el Día de la Resistencia Indígena, a pesar de que él sólo tiene de indígena una parte y no sería quien es sin la contribución de españoles y africanos. Uruguay, que es un país civilizado, lo llama Día de las Américas desde el principio. En los Estados Unidos, el Columbus Day, o Día de Colón, no es una fiesta de Estado. Y mejor que siga así, porque si no se llamaría como se les ocurriera a los hispanos (o latinos) y los lobbies que los representan.
El zapaterismo, por su parte, necesita desmerecer el Día de la Hispanidad (ya ha reducido el espacio dedicado a los actos principales, entre los cuales se cuenta el desfile de las Fuerzas Armadas, y los han desplazado del centro de Madrid) porque, aunque no lo exprese abiertamente, percibe que se trata también de una celebración católica. Carmen Chacón, la ministra de Defensa nombrada para minar la estructura del Ejército, reducir sus funciones y descristianizarlo mediante la prohibición de fiestas y símbolos tradicionales, ha hecho su trabajo. Ni la borla de los legionarios.
Muchos se preguntan hasta cuándo va a aguantar el ejército. Pues mire usted: depende. Sobre todo, de su composición y de sus funciones. Si los contingentes llamados a la defensa de la soberanía española y de los valores representativos de este país son reclutados entre inmigrantes y, para colmo, se hace discriminación positiva a favor de miembros de confesiones no católicas, el ejército aguantará indefinidamente: se sabe desde hace un par de miles de años, justo después de la muerte de Augusto, que la incorporación de bárbaros (sin emplear el término peyorativamente, sino en su estricto sentido de no romanos) a las legiones es el comienzo del fin hasta para la potencia imperial más grande y duradera de la historia.
Hace hoy, si mis números no fallan, 518 años desde que Colón descubrió América, y unos 500 desde que los españoles se lanzaron a poblarla (no a despoblarla) y evangelizarla. América era un sueño universal. Equívoco a veces: se equivocaron los judeófobos que imaginaban un inmenso territorio sin hebreos y los judíos que soñaban con un lugar sin persecuciones; se equivocaron los que buscaban El Dorado y los que lo encontraron.
Las riquezas eran enormes, ciertamente, pero hacerse con ellas requería un trabajo igualmente enorme, tanto que la mano de obra indígena no bastó y hubo que valerse de esclavos africanos. Ah, sí, se explotaba a los indios en el Alto Perú, pero no más que a los trabajadores españoles del mercurio de Almadén, tan necesario para abrir las vetas de plata (Mateo Alemán estudió la cuestión a pedido de Carlos V). Los conquistadores y los capitanes de empresa que iban en busca de metales preciosos y de especias y de productos tan asombrosos e infinitamente útiles como la patata eran a veces brutales, a veces crueles, pero ninguno tenía un pelo de tonto: ¿para qué iban a genocidiar a nadie si lo que buscaban eran brazos?
Entre tanto, podemos celebrar sin cargos de conciencia hasta que la historia nos repare
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