Por Daniel Sticco
La normalización de las estadísticas del Indec sobre la realidad socioeconómica del país permitió detectar que al cierre del segundo trimestre de 2016 había en la Argentina 9,3% de trabajadores desempleados;
11,2% subocupados; 33,4% de los asalariados ocupados en la informalidad
-sin descuento jubilatorio-, y, congruente con ese cuadro 32,2% de la población urbana en estado de pobreza y 6,3% en situación de indigencia, esto es no puede comer diariamente lo mínimo indispensable para la subsistencia en condiciones mínimas.
A partir de allí surgieron algunas
lecturas ligeras sobre la incapacidad de los planes asistenciales para
exterminar la pobreza, o al menos, mantenerla acotada a niveles mínimos,
propio del flujo de las personas, no sólo entre los 31 aglomerados
urbanos relevados por el Indec, sino también de la región, dada la
política de fronteras abiertas que caracteriza al país, donde
históricamente han sido más los que llegan que los que se van, que ha
llevado a que en muchos casos ingresen personas en condiciones de
extremas carencias de ingreso.
Sin embargo, la función de los planes asistenciales, principalmente en un contexto de elevadas restricciones presupuestarias
que han llevado a un rojo fiscal casi crónico de más de 5% del PBI, ha
sido la de paliar las situaciones extremas de falta de ingreso para que a
ninguna familia le falte el pan.
En ese punto, si bien por parte de las
razones apuntadas, la Encuesta Permanente de Hogares ha revelado que aún
se está lejos del óptimo "cero indigencia", no hay duda de que la
proporción actual de 4,8% de los hogares y 6,3% de la población, no sólo
es la más baja de los últimos 20 años, sino que se ubica entre las
menores de la serie histórica.
El mérito de semejante logro radica en
la sostenibilidad de los planes asistenciales que se reforzaron con la
crisis de los primeros meses de 2002, con el refuerzo presupuestario y
alcance de los Planes Trabajar; luego con la instrumentación a fines de
2009 de la Asignación Universal por Hijo, y desde el corriente año con
la ampliación del alcance de la AUH a los trabajadores independientes,
monotributistas. Más las siempre vigentes asignaciones familiares por
esposa, hijo y escolaridad, que también el nuevo Gobierno extendió el
beneficio a los asalariados con ingresos brutos hasta $60.000, de los
$30.000 que rigió hasta el año anterior.
Es que sobre un valor de una canasta
básica alimentaria, que es la que determina el umbral de indigencia,
estimada por el Indec para el área del Gran Buenos Aires al cierre de
junio en $5.327 para un hogar tipo de dos adultos y dos menores con
ingresos mínimos propios, recibió subsidios por hasta $.4500: por la
Asignación Universal por Hijo un total de $1.932; si además se tratara
de un trabajador con ingreso mínimo, o que fue legalmente despedido pudo
sumar $264 de asignación familiar por esposa; $2.206 por dos ayuda
escolar y otros $150 de proporcional mensual de la asignación escolar
anual. Si se agregara un salario mínimo vital y móvil de $6.810, pudo
superar con creces ese umbral determinado por el nivel de ingreso.
Un umbral demasiado alto para el presupuesto nacional
Sin embargo, ese caso extremo de un
trabajador con un salario mínimo que puede llegar a reunir $11.300,
fueron en junio insuficientes para que un hogar tipo con dos adultos y
dos menores pudiera hacer frente al costo de la canasta básica total,
que agrega a la alimentaria, los servicios básicos y privados de
transporte, luz, gas y agua, que el Indec estimó para el cierre del
segundo trimestre en $3.939 para un adulto y en unos $13.000 para una
familia integrada por dos adultos y dos menores.
De ahí que para cubrir semejante brecha
de unos $8.500 para quien no logra generar recursos propios se requiere
casi triplicar los subsidios actuales, para alcanzar el objetivo lanzado por el presidente Mauricio Macri de "pobreza cero", el camino no es otro que alentar un clima de negocios pro inversión, pro empleo y cero informalidad.
Los primeros pasos, se dieron en
la dirección correcta: salir del default y volver a ser sujetos de
crédito en los mercados internacionales y aplicar una política monetaria
que conduzca a tasas de inflación de un dígito porcentual, para que el poder de compra de los salarios vuelva a recuperarse y reanime el consumo.
Pero, por el contrario, se avanza a paso muy lento no sólo en la reducción de la asfixiante presión tributaria, con impuestos y tasas desproporcionados en los tres niveles de gobierno, nacional, provincial y municipal, sino también en la eliminación de los impuestos distorsivos al trabajo,
como las cargas laborales que no se admiten tomar a cuenta de otros
impuestos, como IVA o Ganancias, el impuesto al cheque, la no
actualización de los balances por inflación, los niveles de impuestos
internos a los combustibles, automotores, bebidas y la falta de
actualización automática de las escalas para los monotributistas.
Además, se debería acelerar la
definición de nuevos marcos regulatorios para el segmento de los
servicios públicos; también en los incentivos a la apertura de la
economía para exportar productos con creciente valor agregado,
para que la participación de las exportaciones en el total mundial pase
de un pobre 0,4% a, al menos, el 0,8% que representa el PBI de la
Argentina en la generación anual de riqueza por parte de todo el
planeta.
Son todas acciones, entre muchas otras
políticas que se consideran clave para que el desempleo baje
considerablemente en un contexto de aumento de la participación de la
población en el mercado de trabajo y crecimiento del empleo en términos
relativos al total de la población.
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