Por Miguel Anxo Bastos Boubeta
“Es
el verdugo, no el Estado, quien materialmente ejecuta al criminal. Sólo
el significado atribuido al acto transforma la actuación del verdugo en
una acción estatal”.
Ludwig Von Mises, La acción humana, Unión Editorial, Madrid, 1995, p. 51.
Parafraseando el título de la que, a mi
entender, es la mejor obra de Stuart Mill, quisiera discutir en este y
otros artículos algunas cuestiones que merecen mayor aclaración sobre el
funcionamiento del Estado y la doctrina del anarquismo de libre
mercado.
Lo primero que cabría discutir es qué
personas componen el ente que llamamos Estado. Uno de los rasgos
principales de la Escuela austriaca, aunque no sólo de ella, pues
autores como Max Weber, James Buchanan o John Rawls también suscriben la
tesis, es el llamado individualismo metodológico, esto es, que solo los
individuos actúan consciente y propositivamente. Solo los hechos
referidos a los individuos pueden explicar los fenómenos sociales y
económicos.
Es un rasgo definitorio de la Escuela austríaca y común a
todos sus autores, ya sean liberales clásicos, conservadores,
minarquistas o anarquistas. Asumir lo contrario implicaría entender que
los colectivos (clases, naciones, empresas, iglesias....) tienen
voluntad independiente de los individuos que se identifican con ellas.
También querría decir que estos colectivos pueden tener intereses
propios distintos de los individuos que los componen. Si esto fuera así,
los colectivos tendrían también necesidades materiales o espirituales
distintas de las de sus miembros, lo cual me resulta difícil de creer.
Cuando Fidel Castro visitó Galicia llegó en representación de la
República de Cuba, pero quien comió buen marisco, bebió buen vino y
durmió en buen hotel fue el cuerpo físico de Fidel, no el cuerpo del
Estado cubano.
La idea de que el colectivo tiene
intereses distintos a los de los individuos se denomina colectivismo y,
normalmente, supone que el interés del colectivo está por encima del
interés individual. La cuestión, tal como la plantea Von Bertalanffy,
Rappoport y otros teóricos de la llamada Teoría general de sistemas, es
que en determinados casos el todo es más que la suma de las partes, y se
usa el cuerpo humano y sus células como metáfora. No considero que sea
una buena analogía. Primero, las células no saben que lo son y no pueden
cambiar su condición, no son agentes conscientes, esto es, las células
que componen una neurona no pueden decidir un buen día que están
aburridas de estar en el cerebro y buscar aventuras transformándose en
espermatozoides. El ser humano sí sabe que lo es y sí puede cambiar de
condición o intentarlo. En segundo lugar, es una analogía potencialmente
peligrosa porque el cuerpo humano sí puede sacrificar algunas células
por interés del colectivo, pero el cuerpo político no, sin incurrir en
grave injusticia (aunque eso sí ha sucedido de hecho y se ha justificado
en regímenes colectivistas). Y es que esta analogía, como las analogías
de las colmenas y hormigueros, fue siempre muy usada en todo tipo de
regímenes totalitarios (el primer capítulo de Utopía y revolución,
de Melvin Lasky, ofrece muchos ejemplos). En tercer lugar, el todo es
más que las partes. Es decir, el todo es más guapo, más alto, más
inteligente que las partes... Pero es algo que nunca se define ni se
explicita. Supongo que se refiere a que los seres humanos coordinados
pueden hacer cosas que no pueden hacer por separado. Esto obviamente es
correcto, por ejemplo, para hacer aeropuertos, pirámides, etc. Lo que
todavía no se ha podido demostrar es por qué esa coordinación tiene que
hacerse por la fuerza y el castigo y por qué esa coordinación estatal
para hacer cosas es mejor que la coordinación del mercado o la
coordinación voluntaria a través de las ideas. Ni tampoco las razones
que implican que la coordinación a escala de Estado (los Estados tienen
una lógica política, no económica, y los hay de muchos tamaños y formas)
sea la mejor de las posibles. Otro problema es quién define el interés
del colectivo, y aquí me temo que no todos los integrantes del mismo
disfrutan de un peso equivalente. Normalmente, la expresión de la
voluntad del colectivo se corresponde con la de los individuos
dominantes en él. La voluntad de Cuba, por ejemplo, acaba siendo la
voluntad de Raúl Castro; y la de España, la de Rajoy, suponiendo que
estos dos políticos sean los actores clave. Lo que puede llevar a
confusión es que a veces la voluntad expresada no sea la de quienes
nominalmente detentan posiciones de poder, sino de actores ocultos entre
bambalinas, como sucedía en China con Deng Xiaoping: mandaba él aunque
nominalmente no era nada, pero, en cualquier caso, se trataba de la
decisión de personas, no de las fuerzas de la historia o del interés de
China. El interés de China era lo que él decía que era. Otro ejemplo: la
guerra de Irak fue vendida en el interés de España y su retirada
también. ¿Cambió de opinión España o fueron sus dirigentes quienes
cambiaron? Desde luego no escuché la voz de ese ser tan superior que es
España quejándose.
El razonamiento anterior no sólo se
aplica a los Estados, sino también a corporaciones, clases, a la
humanidad (como hacen los cosmopolitas) o, incluso, a la naturaleza, que
también parece estar dotada de estos atributos según algunos pensadores
ecologistas. Cuando estudiaba el marxismo en la facultad me decían que
el interés de la clase obrera radicaba en la propiedad social de los
medios de producción. Y yo pensaba que cuándo se había consultado a los
obreros si ese era su interés o lo era el cooperativismo o, incluso, el
capitalismo. Y descubrí que nunca se les había consultado, sino que
había sido una decisión de Karl Marx. Hablar en nombre de un colectivo o
un ser que no tiene existencia ontológica (y, por tanto, no puede
desmentirnos) es un viejo truco ya usado en tiempos de los asirios y los
faraones y que observo que aún disfruta de muchos seguidores
incondicionales.
Este preámbulo viene a cuento de que lo
que llamamos Estados no son más que grupos de personas organizadas que
obtienen rentas, poder y estatus a costa de extraérselas al resto de la
sociedad. No es el sitio aquí de referirse al origen del poder político,
que nace básicamente de la conquista por parte de algún grupo violento
de una población ya asentada. Es la famosa teoría de la
superestratificación. Este colectivo violento decide explotar
económicamente al grupo dominado y elabora algún tipo de justificación
teórica para legitimar su dominio. Este proceso está mejor explicado en
libros como El despotismo oriental de Karl Wittfogel, en Freedom and Domination; A Historical Critique of Civilization de Alexander Rustow o en El estado
de Frank Oppenheimer, entre otras muchas decenas de obras, por lo que
no me voy a detener en ello. La pregunta que cabe plantear es cómo se
coordinan las originarias partidas de salteadores de bandidos o sus
descendientes (muchos de los monarcas actuales provienen de esos
primitivos salteadores, como la Reina de Inglaterra, que desciende de
Guillermo el Conquistador) para conseguir ese dominio sobre las
poblaciones subyugadas. Un hecho no fácil de detectar es que estos
grupos de salteadores o conquistadores funcionan entre sí de forma
anárquica, al igual que lo hacen con otras bandas semejantes a las
suyas. En efecto, la anarquía se da dentro de lo que Gaetano Mosca
llamaba clase política y entre ellas. Hay anarquía dentro del Estado y
anarquía entre los Estados, y ambas son razonablemente estables, al
estilo del equilibrio de Nash. Es más, muy probablemente si no fuesen
anárquicas no podrían funcionar, por falta de información, y el sistema
de Estados colapsaría. De la misma forma que los Estados socialistas
podían existir porque disponían de sistemas de precios no socialistas en
el interior y en el exterior, los sistemas de Estados pueden existir
porque internamente no lo son.
Me explicaré. En el ámbito internacional no me detendré mucho, porque ya autores como Hedley Bull (La sociedad anárquica)
explicaron muy bien cómo en un sistema anárquico los actores estatales
son capaces de coordinarse y llegar a acuerdos, tratados, sistemas de
cooperación e, incluso, crear un cuerpo de derecho internacional. Que
existan o no jerarquías entre los Estados o, incluso, hegemones
no elimina el principio, pues nadie dijo que en una sociedad anárquica
todo el mundo fuese a tener la misma fuerza. Los más débiles establecen
alianzas y coaliciones para protegerse, bien aliándose entre sí, bien
con un Estado fuerte. En eso consistió el equilibrio de Westfalia
durante varios siglos. ¿Qué pasa si alguien incumple su parte?
Habitualmente nada. En realidad, son varios los Estados que las
incumplen y su penalización principal es la de ser apartados o excluidos
del resto, igual que en una sociedad de mercado. ¿Puede en este sistema
el más fuerte o belicoso agredir al más débil o pacífico? Sí, no hay
nada que lo impida. Pero a día de hoy el sistema anárquico internacional
parece ser bastante estable (no sé si llegará a equilibrio de Nash,
pero se le parece). De hecho, la inmensa mayoría de guerras en nuestro
tiempo son conflictos dentro de los Estados por conseguir el poder en su
interior. Y esto nos lleva a la cuestión menos conocida y estudiada, la
que se refiere a la anarquía dentro de la clase políticamente dominante
en un país. Tomemos, por ejemplo, a una banda de atracadores o una
terrorista. Son grupos de personas que se juntan para realizar una
acción, generalmente violenta, con el fin de obtener algún provecho, sea
económico, ideológico o de conquista del poder. ¿Alguien puede
garantizar que al jefe de la banda de atracadores no lo van a matar sus
compinches una vez obtenido el botín? Nadie, el cine de Tarantino o de
Kubrik nos muestra buenos ejemplos. Lo mismo acontece con el terrorista,
que puede ser liquidado por sus compinches. Y lo mismo acontece dentro
de los gobiernos. ¿Pudo alguien garantizar a los emperadores chinos,
romanos o a los reyes godos que gente de su propia camarilla no los
fuese a asesinar? No, nadie pudo y, de hecho, pasó en innumerables
ocasiones. ¿A día de hoy puede alguien garantizar a un presidente electo
con todas las garantías como Dilma Rousseff no ser traicionado y
depuesto por su camarilla de confianza o al líder de un partido político
no ser devorado por sus barones al poco tempo de ser refrendado en
primarias? Nadie puede.
La clase política opera en anarquía
desde el principio de los tiempos, eso sí, coordinada de forma muy sutil
por precios o por normas tácitas. Los gobernantes, que aquí
identificamos con el Estado, requieren de un aparato para implementar
sus decisiones compuesto de otras personas (policías, ejércitos,
profesores, burócratas, agentes fiscales) y de bienes materiales
(palacios, prisiones, cuarteles, escuelas...). Estas personas y bienes
son adquiridos de forma no coercitiva, bien sea a través de salarios,
precios, ideologías o de pequeños privilegios. Incluso aquí no se hace
uso de medios políticos o estatales para adquirirlos (bien es cierto que
se pueden reclutar soldados por conscripción o requisar bienes, pero en
cualquier caso precisan de un aparato anterior para poder
llevarlo a cabo). Este aparato no constituye el Estado propiamente
dicho, sino que es una herramienta del mismo. Tiene cierto carácter de
permanencia y, en general, obedece o sirve a aquellos que detentan el
poder político en cada momento (incluso en casos de guerra u ocupación
estos aparatos continúan funcionando, por lo menos durante un tiempo, al
servicio de la nueva clase gobernante).
¿Cómo opera la anarquía dentro de la
clase gobernante? En primer lugar, no es fácil distinguir a la clase
gobernante de su aparato, pues muchas veces la imbricación es muy
profunda y los miembros de dicha clase se reclutan dentro del propio
aparato. Pero podríamos afirmar que dicha clase opera con cierta
conciencia de serlo, esto es, muestra cierto interés en seguir formando
parte de ella. Cuando se ve amenazada por alguna actuación política
(revolución, secesión, etc.) tiende a actuar de forma cohesionada. Opera
también con reglas tácitas, con fórmulas políticas propias que varían
según el momento histórico. Creencia en la divinidad del gobernante,
principios de herencia de sangre, reglas de sucesión, principios como el
de elección… son establecidos y más o menos aceptados como normas por
los miembros de la clase. Sólo que a veces, como ocurría en China o el
Antiguo Egipto, alguien no se creía el cuento de la divinidad del faraón
o emperador y lo derrocaba, y esa persona y su camarilla usurpaban el
puesto. Lo mismo ocurre en las democracias. Normalmente gobierna el que
tiene más votos, salvo que alguien no se crea el principio democrático y
derroque al electo. Ya pasó muchas veces. Las normas elevan el coste de
la usurpación, no la eliminan. También operan trucos prácticos (al
estilo de los narrados en el Manual del dictador de Bruce Bueno
de Mesquita) para mantener el orden: colocar parientes en el poder de
manera que caigan contigo, colocar gente incompetente en los puestos,
repartir beneficios con la camarilla, o usar estratégicamente la
corrupción (permitir que los de tu alrededor se corrompan para hacerlos
cómplices y poder también deshacerse de ellos fácilmente). Asimismo, se
introducen ideologías como la del servicio público o principios éticos
como los códigos de honor (es famoso bushido japonés). El llamado arte
de gobernar consiste en eso, en ser capaces de suscitar alianzas y
mantenerse en puestos de poder en una situación de anarquía política.
También el arte del golpe de estado tiene su técnica, como bien explican
Naudé, Malaparte o Luttwak, y requiere de tanta como la que se necesita
para mantenerse en el poder, y si cabe más aún pues tiene que burlar
todas las convenciones establecidas e instaurar unas nuevas. El análisis
de la tecnología para mantenerse en el poder ha sido durante mucho
tiempo el centro de estudio de las ciencias políticas. Y, aunque no
expresado en la forma en que aquí lo hago, es algo bien conocido por los
teóricos (y no hemos realizado más que un resumen muy simple).
Con todo esto lo que pretendo decir es
que la anarquía ya existe en el ámbito político. Que esa anarquía es
razonablemente estable, es lo que permite subsistir a los gobiernos y,
por tanto, no es una utopía o una cosa rara y fanática. Que esta
anarquía ha evolucionado con el tiempo, en paralelo a la sociedad, y se
ha hecho muy sofisticada en sus métodos de dominio. Por tanto, quienes
nos gobiernan y extraen rentas (por la fuerza y con sofisticados
argumentos teóricos) son personas como nosotros, autogobernadas en
anarquía. Así, ¿qué tiene de radical o fanático preguntar cuáles son los
títulos o derechos de esas personas para gobernarnos, para librarnos
supuestamente de esa anarquía en la que ellos mismos ya viven y
florecen?
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